Jorge Enrique Villegas
Con gestos
amables la invitaron. Decidida, Elisa
los miró emocionada sin evitar las lágrimas, sonrió y apretó las manos que le
ofrecían.
Sabía cómo
lograr los sonidos. Había escuchado atenta las indicaciones que la maestra daba
a Felipe, su hermano menor, corrigiéndolo en las clases de piano. Ella quería
que interpretara de manera natural los arpegios serenos, dulces, nostálgicos, de
la sonata que le enseñaba. “Así no, así
no, Felipe; mira cómo se hace”. Se sentaba y ejecutaba las notas mientras
Felipe veía la puerta y las ventanas del salón cerradas. Sentía nostalgia por
los juegos con los amigos, por trepar a los árboles, por correr tras una pelota
o bañar en la piscina.
Una tarde observó a la maestra preparar la sesión, dibujó
una sonrisa al decir “voy al baño”. Corrió, abrió la puerta y siguió por el
jardín. Lo vieron saltar la cerca junto a la casa y luego entrada la noche, lo
encontraron absorto mirando a la luna , mientras se impulsaba en uno de los
columpios del parque distante de la casa.
—Por fin. Qué susto Felipe—dijo uno de los rescatistas.
—Elisa va con ellos—dijo y señalaba hacia arriba.
—¿Ellos? ¿Quiénes?
Levantó los hombros.
Oía risas y luego carcajadas que se
repetían. Iba al encuentro de ellas, escuchaba el alboroto mayúsculo que
formaban y cuando creía llegar al sitio del ruido, el silencio la golpeaba de
tal modo que le erizaba la piel. Pasado el instante, sentía la brisa ligera y
rápida de pasos en otro de los corredores de la casa. Estaba segura que sabían
de ella. Elisa esperaba expectante. Escuchaba
gritos, risas y el correr propio en algún juego. Con sigilo se acercaba al lugar del alboroto,
quería descubrir a los causantes del tremendo lío y sin saber cómo o porqué estallaba
el silencio que la desconcertaba. Ahora el jaleo se producía en una habitación,
o en otra, o en otra. No entendía porqué nadie de la familia decía nada.
Aquella tarde, cansada de ir y venir y de las bromas que creía le hacían, se
detuvo junto al piano y escuchó el
sonido límpido y fresco que liberó la tecla que accionó. Lo repitió por placer.
De pronto le llegó la luz del salón. Volvió la mirada y vio al público: niños y
niñas que le sonreían . Tranquila, sin decir palabras, los inquirió. Por toda
respuesta escuchó en el ambiente las primeras notas de la sonata que conocía. Recibió
aplausos. Hubo luego un diálogo sosegado entre las miradas. Feliz se sentó y dio
comienzo al concierto que Felipe había
declinado aprender. Disfrutó del piano, de la música y de su magia. Jugó con las teclas y el pedal y se sorprendió
con los sonidos modulados de la sonata que interpretaba. Cuando terminó, la
chiquillada la premió con besos, aplausos y expresiones de alegría.
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