Alejandro Muñoz
Amanda se había instalado en el apartamento 15-02 de la torre B del edificio Mirador del Zoológico y tenía una bebita de dos meses que acostumbraba llevar a la terraza a tomar el sol. Aquella mañana realizó los quehaceres con cierto apuro, los hizo mientras hablaba por celular, parecía sobrellevar bien su maternidad, subió con el canastillo de mimbre a la plataforma de cemento de la azotea, como lo hacía todos los días. Era una mañana de cielos azules y despejados.
Durante el embarazo Amanda
solía dar paseos a lo largo de la rivera del rio hasta el zoológico. Entraba y
se encaminaba casi que por costumbre hasta una jaula alambrada de 15 metros de
altura que alojaba a una monumental águila arpía de color gris. Siempre iba a
visitarla, la observaba con atención inusual, con curiosidad, se sentaba en un
banco frente a la jaula y permanecía hasta la hora en que debía regresar. Fue así
como se hizo amiga de Petunia, la cuidadora de aves del zoológico y de arpía en
particular. Supo por ella que las hembras son de mayor tamaño que los machos,
alcanzan dos metros de envergadura, tienen una reproducción complicada. Se
hicieron tan cercanas que Petunia acariciaba el vientre de Amanda. Arpía estaba
incubando y los críos romperían cáscara al cabo de un mes. Es un ave enfermizamente
celosa de sus críos. Amanda se alarmó cuando Petunia le contó que podían ser
cazados por machos de su misma especie. El águila las miró con su penetrante
ojo marrón sin parpadeo alguno.
Amanda sube con la
canastilla a la terraza, la posa en el lugar donde llega el sol y hay sombra, la
desnuda, observa su belleza mientras habla por teléfono, se aleja unos pasos y
entonces una sombra que se mueve, como una ventisca, se acerca y la hiela y ve
cómo en una fracción de segundo, Arpía peina la canastilla y la toma entre sus
garras para remontarse hasta desaparecer.
Bajó corriendo las
escaleras como una loca asustada, hasta el primer piso, el portero la vio en shock.
Su grito gutural se alcanzó a escuchar en el zoológico. Ahogada en lágrimas,
con la respiración cortada corrió en busca de Petunia. Algunas personas la
vieron atravesar el rio a tumbos, tratando de llegar lo más pronto. A la entrada
había un tumulto de estudiantes que asistían a las visitas guiadas, era el día
de los colegios, debió atravesar la multitud de chicos que la vieron pasar como
una tromba furiosa, corrió hacia la jaula, allí Petunia se encontraba
desconsolada viendo el nido destrozado y el polluelo sin vida entre los
cascarones. ¡Se ha llevado a mi bebita!
Corrió a abrazarse a Petunia. ¡Haz algo, haz algo! Ella sacó su silbato de aves y llamó a Arpía.
Pasaron once infinitos
minutos en los que Petunia llamó a Arpía sin perder el ardor con el que soplaba,
al cabo de los cuales la vieron sobrevolando en círculos, los visitantes se
habían agolpado, hizo giros de aproximación, fue descendiendo, cautelosa,
majestuosa, con la canastilla intacta, se tomó su tiempo para descender en el
espacio verde que Petunia ordenó que se hiciera, aterrizó con la elegancia de
un ángel, dejó la canastilla sobre la hierba, batió sus alas un par de veces,
elevó su cabeza y volvió a agarrar la canastilla, con la que alzó un vuelo
espléndido que la alejó para siempre del zoológico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario