Jesús Rico Velasco
El dolor de la muerte de mi papá, ocurrida en marzo de 1948, lo llevaba a pesar de que hacía esfuerzos por superarlo. Fue un papá de corto tiempo sobre la tierra. Ya había pasado tres años en la primaria del colegio de San Luis Gonzaga. Ahora estaba en el seminario, tratando de acomodarme a una nueva vida de recogimiento, dedicación y disciplina. En las noches, acostado en mi cama, a mi mente llegaban los recuerdos de esos días, cuando mi papá me llevaba a recorrer los potreros en la finca, nos bañábamos en el río, y asistíamos de madrugada al ordeño para tomar leche tibia, recién ordeñada, y de vez en cuando arriesgarme junto a él en los socavones de las minas, cuando tenia la sensación profunda de lejanía. La amargura de no volver a verlo arropaba completamente mi ser.
Los primeros años de la escuela primaria los realicé en el colegio de los hermanos maristas en Cali, que quedaba en la esquina de la calle octava con carrera novena, en un edificio hermoso de cuatro pisos que casi le daba la vuelta a toda la manzana. Era muy buen estudiante, aplicado y reconocido por todos. En kínder siempre ocupé el primer puesto. Siempre estuve listo a participar en las actividades, los juegos, los recreos y en el equipo de futbol, para menores de doce años, en todas las actividades recreativas. Ayudaba en cualquier acto de recaudación de dineros para las vocaciones, la evangelización en el África y la ayuda a los pobres, y a las personas más necesitadas en Colombia.
Había diseñado con el hermano Ricaurte,
unas competencias con carritos de
plástico, que sostenidos por una pequeña varillita, se movían por etapas sobre
una mesa de madera que tenía una ranura que le daba la vuelta a una pista
completa, para los carros que competían por premios soportados por los alumnos
participantes en el salón. Cada semana hacíamos competencias y los premios de
los ganadores se acumulaban con los nombres para figurar en una tabla de honor.
El único estudiante que desaparecía era yo que
me mantenía escondido debajo de la mesa, moviendo los carritos mientras
ocurría encima la carrera por etapas. A la larga todos los compañeros sabían
que era yo quien movía los carritos. Cuando dejó de ser llamativo el
sistema de las carreras con el piloto
escondido, diseñamos una pista en
cartulina con grandes carros de carreras
cortados también en cartulina, que por cantidades de dinero se movían de una
etapa a la otra en la pista imaginaria diseñada en la pared que daba sobre los
amplios corredores del segundo piso.
Mi dedicación al estudio, mi buen
comportamiento, y la religiosidad que demostraba en esos primeros años de colegio me señalaron
como candidato para asistir al seminario de formación de los hermanos maristas
que quedaba en la ciudad de Popayán. Con la ayuda económica de mi familia Velasco Reinales y de mi madrina
Mercedes Borrero me mandaron al
seminario de los hermanos maristas.
La preparación del viaje fue un
verdadero acontecimiento. Se hicieron los contactos con el Provincial del
seminario y fui aceptado como participante en la formación de hermanos que comenzaría en los primeros días del mes de
julio de 1952. Los familiares me organizaron un ajuar con todos los elementos necesarios para vivir en comunidad. Para viajar me
consiguieron una maleta de cuero café
bastante grande que todavía la tengo. Tenía una cerradura con llave central y
un ajuste con dos correas laterales para evitar que se abriera y una manija fuerte de agarre en la mitad
también en cuero. El listado en el ajuar incluía un vestido de baño, tres pares
de medias cortas negras o media caña, tres pares de medias largas blancas
o caña entera, cinco pares de calzoncillos
ajustados para niños, una levantadora,
tres pijamas de cuerpo completo, cinco camisas de cuello y mangas
cortas, tres pantalones largos de dril preferiblemente de color caqui y un
“blue jean El Roble”, dos camisas de manga larga, un suéter de mangas largas
para clima frío, una cobija de lana “ Tigre”, tres toallas de mano, dos toallas
de cuerpo entero, tres juegos de sabanas blancas con sus correspondientes
fundas, y unas chanclas preferiblemente de caucho. Dos pares de zapatos de
cuero uno negro y otro café escolares marca “Grulla”, y unos zapatos o botas negros o blancos “Croydon”.
Inicialmente era importante llevar algunos elementos para el aseo
personal, varios tubos de crema dental , algunos jabones y por lo menos tres
cepillos de dientes. Una bolsa de tela
gruesa con ajuste de cierre acordonado para uso persona, marcada claramente con
el nombre para depositar la ropa. Todos
los componentes del ajuar deberían estar marcados con tinta negra indeleble,
con las iniciales del alumno en algún sitio estratégico de cada uno de los
elementos incluidos en el ajuar.
La
partida
Al amanecer del cinco de julio muy
temprano ya estábamos en la estación del
Ferrocarril del Pacifico porque el tren hacia la ciudad de Popayán salía a las
7 de la mañana. Nos encontramos con el
hermano Germán que nos llevaría al seminario. Todos lo conocíamos como “mano de
caucho”, porque había perdido una mano cuando trataba de elaborar artículos de
pólvora para la celebración de las fiestas de la virgen y de la navidad en el
colegio varios años atrás. Un hermano muy afectuoso con sus alumnos, amigable y
muy abierto en las relaciones con los muchachos.
Felices nos encontramos esa mañana los
cinco aspirantes en la Estación del
Ferrocarril que quedaba en la calle 25 con carrera primera en una plazoleta de
entrada rodeada de palmeras tropicales que le daban un calor especial, alegre y
festivo, en donde se parqueaban los
taxis, las carretas, algunos vendedores ambulantes, y los futuros pasajeros del
tren y sus acompañantes.
Al llegar a la taquilla estaba el
hermano Germán con mis compañeros Guillermo y Fernando Roldan, que los conocía
en el colegio de San Luis Gonzaga y estaban un año más adelantados que yo.
También recuerdo a Fabio Rodríguez de
mayor edad, y un muchacho de apellido
Contreras un poco amanerado, que no
conocía y provenían de otros colegios que los maristas tenían en otras
ciudades. Los cinco nuevos aspirantes y el hermano nos despedimos de nuestros
acompañantes y familiares que estaban en la Estación, y con tiquetes de primera clase nos subimos a
nuestro vagón que tenía asientos acolchonados de cuero, muy diferentes a las
bancas de madera de los asientos de segunda y tercera clase que quedaban en los
vagones siguientes cada vez más próximos a la locomotora.
Un adiós a Cali por nuestro futuro y
llenos de alegría partimos hacia la heroica ciudad de Popayán. Sonó la campana,
pitó varias veces la locomotora, y empezó suave y lentamente el trac a trac del
tren con furia, y mucho humo de la chimenea. Fue muy emocionante la partida al
dejar atrás la ciudad, los amigos del Peñón
y la familia.
La primera parada fue en Jamundí con el
alboroto causado por los vendedores que se subían al coche y pasaban con
rapidez con sus productos. Siempre hay compradores deseosos de saborear las
frutas, los manjares populares, el pandebono caliente, las almojábanas, las
empanadas calientes con ají, y otras comidas rápidas que pasan frente a nuestros ojos. Unos minutos después,
nuevamente el pito de la locomotora, el humo del carbón en el aire, y el trac a
tras que mueve el espíritu viajero para continuar divisando el paisaje que nos
acompañó durante el viaje. Recuerdo que unos minutos antes de llegar a Jamundí
pasó el inspector del tren, que pedía los tiquetes y marcaba en cada uno con un perforador de huecos en papel el lugar
de su expedición, y lo exigía cada vez que pasaba una nueva estación para
comprobar los pasajes de los nuevos que
se subían. Muchas paradas, unas cortas y
otras largas de acuerdo con la
importancia del pueblo: paramos en Guachinte, Timba Valle, en donde unos años
atrás en marzo de 1948 mi papá estuvo herido por un disparo de revolver que le
ocasionó la muerte. Pasamos por Timba Cauca,
Morales, Robles y otras estaciones más
pequeñas que no recuerdo, para llegar a Popayán hacia el medio día. Cada uno cogió
sus maletas , muy contentos y bastante alertas
nos bajamos del tren en la Estación Central, y con el hermano Germán
decidimos coger dos taxis para que nos
llevaran a Villa Marista, como se reconocía al seminario que quedaba hacia las
afueras de la ciudad a unos diez o quince minutos en carro.
La
bienvenida
El hermano Telesforo, principal del
Claustro, con otros profesores y alumnos
nos dieron una calurosa bienvenida.
Después de un corto descanso nos llevaron al comedor en donde al entrar nos
recibieron todos los maestros y alumnos con un fuerte aplauso, y por supuesto
un copioso y delicioso almuerzo para el cual se veía un gran esfuerzo de las hermanitas que nos
asistían.
Hicimos el correspondientes recorrido
por toda la edificación empezando en la acogedora Iglesia de construcción
gótica de Villa Marista, con una oración de agradecimiento a Dios y a la virgen
María por permitir que estuviéramos allí para compartir el futuro de nuestras
vidas. Recorrimos los salones de clase, los inmensos corredores, los
lindos jardines interiores, los amplios patios con preciosos jardines y
los patios y lugares de encuentro para los juegos de los alumnos al
interior del edificio. Terminamos la tarde recorriendo las extensiones de la
Villa sembrada de café, las instalaciones de la carpintería, los sitios de
concentración y procesamiento de las basuras, los talleres de mecánica, la
lavandería y finalmente las huertas y las canchas de deporte. Un día completo
lleno de paisajes, movimientos, alegrías, gente, mucha gente, monjitas, compañeros y profesores.
La
vida en el seminario
A las 4:30 de la mañana se oyó el “laudetur jesus christus et maria mater
ejus” que anunciaba un nuevo día. Alabemos a nuestro señor Jesucristo y a
la virgen María… palmeado solemnemente por uno de los hermanos encargado de
levantarnos y empujarnos fuera de
nuestras camas. El clima helado y las duchas frías despertaban a cualquiera.
Los primeros días se me quebraban los huesos y no resistía el agua que chocaba
contra mi piel. Pero la costumbre y la perseverancia de todos los días hizo que
se acomodara la vida pequeña a estas circunstancias de levantarse, bañarse y y
despertarse para empezar el día con un Dios en el corazón que nos estaba
esperando en la capilla a las 5 de la
mañana todos los días.
De todos los seminaristas, aproximadamente unos 80, éramos varios los que en la cola, camino hacia la capilla, hacíamos una parada en el patio para dejar nuestros colchones mojados, secando al sol. Las frecuentes orinadas en las noches frías y largas no nos dejaban vivir felizmente como a los demás compañeros. Los primeros días no dije nada, el sobre el colchón, completamente orinado. Me levantaba tranquilo con bastante frío y me iba a la ducha a bañarme con agua fría. Me vestía rápidamente y me hacía entre los primeros de la fila. La segunda y tercera noche dormí sobre un colchón de algodón mojado por lo orines del día anterior. No pude aguantar la angustia y el sentimiento de culpa. Muy temprano al amanecer antes de las “palmadas” me fui a la alcoba del hermano encargado de la vigilancia en el dormitorio, toqué en la puerta asustado, él abrió y preguntó:
- ¿En que puedo ayudarlo?
- Hermano, me oriné en la cama-le dije.
Inmediatamente comprendió el problema. Deje la cama sin tender y cuando salgamos del dormitorio se coloca de último
en la cola para mostrarle en donde dejar su colchón.
En la mañana después de la misa me buscó
y juntos fuimos a una bodega en donde habían algunos colchones y me señaló uno
que era de “pura paja”, tela rayado con franjas de colores que conocía porque
lo usaban los campesinos y los mineros que trabajaban con mi papá. Me miró
fuerte a los ojos y me dijo: este será su colchón mientras dure su problema.
Afortunadamente
éramos varios los meones, y un mal compartido se hace más llevadero, para
soportar acuestas los colchones de paja
medio mojados y olorosos que dejamos todo el día al sol, siempre pendientes de
que no lloviera para salir corriendo, en donde estuviéramos, a colocarlos bajo un techo. El “hermano Amable”
me veía con alguna frecuencia para
frotar con un ungüento bendecido mi diminuto vientre para que no me orinara en
la cama. Más los consejos de no consumir
agua antes de acostarse, orinar antes de meterse en la cama , y pedirle a la
virgen María su bendición todos las noches
se convierten en la rutina en el dormitorio.
Julio era un mes caliente, el sol salía
muy temprano y nos ayudaba a recibir con alegría la llegada del nuevo día. Era
una especie de mes en vacaciones en donde las actividades no estaban completamente
bien definidas.
El hermano Alberto, que dirigía las actividades recreativas, nos alentó a participar en paseos para nadar en el torrentoso río Cauca que pasa a unos diez kilómetros de la ciudad, con barrancos altos y algunas playas en sus orillas. Nos bañábamos en el río en unas aguas frías que venían de los paramos entrando y saliendo con el dinamismo de la felicidad de los niños. La prueba reina era atravesar el río, un desafío para los más valientes. Era todo un proceso muy organizado a la vez, en el cual los más grandes y fuertes buenos nadadores que conocían y ya llevaban varios años en el seminario, se lanzaban primero con un lazo inmenso que ponían y amarraban de lado y lado medio terciado entre las orillas. Los desafíos eran muy grandes y de pronto hasta peligrosos. Pero era el momento de la alegría, y el empuje lo sentía por dentro.
Le dije al hermano Albert
- Yo soy capaz de atravesar el río.
Todos atentos gritaban de la alegría y me arreaban para hacerlo. Uno, dos, tres , gritaron .Y me tiré al río. Cuando iba en la mitad del río sentí entre mis piernas una fuerte corriente que me empujaba hacia abajo. Me asusté un poco, pero a pesar de ser un niño flaco era bastante fuerte. Nadé con brazadas más fuertes tratando de llegar con rapidez al lugar en donde estaba la cuerda. Miré a Francisco, uno de los seminaristas mayores que me esperaba en la cuerda para ayudarme a salir y terminar en el otro lado. Me agarró de un brazo y con fuerza, me tiró sobre la playita que ellos habían seleccionado para salir del río al otro lado. Había cruzado el río y me sentía feliz después del susto en la mitad del río. Ahora tenía que regresar. Nuevamente subí por la orilla unas dos o tres cuadradas bien arriba y me lancé de regreso pasando el río de vuelta para regresar felizmente a la orilla en donde estaban los compañeros que gritaban con alegría. El hermano Alberto me miró y dijo, lo hiciste muy bien. Extraordinario. Había logrado cruzar el río dos veces, frente a los seminaristas que participábamos ese día de una visita.
En ocasiones el hermano Alberto, muy
aficionado a los recorridos por los
poblados de los campesinos y las aldeas indígenas de los resguardos, nos llevaba al trote por los caminos y
senderos con una buena intensidad saliendo de Villa Marista temprano para regresar después de una dos o
tres horas para el almuerzo. Se amarraba la sotana entre los pantalones
sujetándola por entre las piernas con el cordón y la ajustaba al otro lado de la cintura. El
cristo de metal que usaban los hermanos maristas colgado al cuello con un
precioso cordón lo sujetaba en el pecho
por entre la sotana y así podíamos correr o aligerar el paso en nuestras caminatas.
Nunca lo vi usar el sobrepelliz que se utilizaba para ocasiones especiales y el
sobre cuello blanco se lo quitaba.
Me gustaba mucho la proximidad con el
hermano Alberto por su entusiasmo y la participación que nos daba para adornar
la vida que llevábamos casi como encerrados en un convento. En algún momento
conversamos y me preguntó:
–¿Quieres participar en el coro del seminario?
Gracias a Dios que le dije que “ sí “ a
pesar de que no tenía buen oído y una voz poco agradable para cantar. Eso fue
maravilloso porque él tocaba el piano o el órgano en la capilla y cuando había
participación cantábamos en el atrio que
era como una especie de galería a la
cual llegábamos por unas escaleras hasta llegar a un segundo piso en donde estaba un hermoso órgano traído de Francia y
armonizaba muy especialmente la iglesia de los hermanos maristas en Popayán. Me
fascinaban los coros cuando lo hacíamos para replicar los cantos
gregorianos y la celebración de las
misas solemnes de varios curas y acompañadas con monaguillos. Además se
convirtió en una actividad que ocurría en la semana santa muy concurrida en
Popayán. Visitábamos cantando casi todas las iglesias del pueblo. Nos reuníamos
los participantes del Coro en el anfiteatro por lo menos una vez por semana a
practicar las misas, las canciones ceremoniales y los villancicos para la
navidad. La semana santa en Popayán fue una temporada única imborrable en mi memoria de una sola ocasión,
porque unos meses después se fue derrumbando el castillo religioso que construí
en el interior de mi cabeza.
Una tarde después de terminar los
ejercicios del coro, regresé al anfiteatro sin que nadie me viera y me quedé dando vueltas por las instalaciones.
Subí al escenario y caminando desprevenidamente
encontré un tablado en el piso
que levanté cuidadosamente. Debajo había un espacio amplio con un asiento que
utiliza la persona que ayuda en las
obras de teatro a los actores para recordar y seguir el hilo conductor de una
obra. En otro lugar encontré varios royos de películas guardadas en cajas
metálicas redondas. Me llevé un rollo de alguna película entre mis pantalones
escondido y me subí inmediatamente al dormitorio para guardarlo en mi cajonero.
Poco a poco fui recortando las vistas de plástico sin importar su contenido
fílmico y en unas dos o tres semanas un grupo grande de seminaristas, jugábamos
en los recreos a “tapar la vista” desde los sardinales alrededor del patio. Es
un juego divertido hasta cuando empezamos a mirar detenidamente las vistas y
eran de una película mexicana de Cantinflas, que empezó a llamar la atención a
los directivos. Preguntaron a varios seminaristas que jugábamos en los recreos.
Un día sin avisar hicieron requisa forzada con cada seminarista frente a su
cama para mostrar el contenido de los cajoneros uno por uno. Trate de esconder
el resto de la película, pero lamentablemente en un determinado momento me toco mi turno y allí la tenía escondida debajo del colchón de mi
cama. Los días estaban contados, la angustia me atormentaba, ya estaba señalado
por mi mal comportamiento y falta de solidaridad con los compañeros, que este
fue un último acontecimiento que precipitó mi salida del seminario.
La
enseñanza
Después del desayuno que ocurría
aproximadamente entre las siete y las ocho de la mañana, nos movíamos hacia el
segundo piso en donde estaban las aulas para las actividades normales
académicas que todos debíamos cumplir. Había cinco salones de clases dirigidos
a la formación intermedia en el “seminario” menor, con la participación de 20
estudiantes en el cuarto año en donde estaba yo, y el resto distribuidos por
salones hasta formar un total de unos 80
seminaristas para la formación intermedia. El seminario mayor estaba localizado
en otros claustros en Pasto y en Boyacá. En el curso de cuarto año teníamos
clases de Aritmética, geografía, historia, literatura, latín y francés y de
pronto otras asignaturas que no recuerdo. El horario normal académico empezaba
a las ocho de la mañana y se terminaba a
los doce del medio día cuando sonaba la campana para dirigirnos al comedor a almorzar. Era un buen
estudiante y le dedicada tiempo para aprender el latín que utilizábamos todos
en los recreos para comunicarnos y era casi normal en la comunicación, en el
uso y celebración de todas las misas,
y en el libro de los cantos gregorianos
que tanto adoraba y que se dejaba en la iglesia en donde cada uno de nosotros
tenía un puesto asignado en donde dejábamos el misal y el manual de los cantos
gregorianos.
En la clase de francés era un estudiante
sobresaliente. El profesor era el hermano Miguel, gordito y rudo, de tez colorada que quería ser francés. Un día hacia finales del mes de junio de 1949, cuando ya
había trajinado por el seminario una larga temporada, por alguna razón se
presentó un intercambio duro entre el profesor y yo como estudiante. Tal vez
fui yo quien motivó la rabia del profesor, que terminó en ira y se convirtió en
cólera cuando se levantó de su asiento, se hizo al lado del escritorio, tomó
una regla y se dirigió hacia mi pupitre, me solicitó la mano derecha y dejó caer sobre ella un reglazo que también todavía recuerdo y enfurecido me cogió
de la patilla izquierda y lentamente con
cierta sevicia alzó mi cuerpo, sentí un dolor inmenso, me miró fijamente a los ojos y dijo:
-Hijueputica
te vas de esta clase y no regresás jamás- y me sacó al corredor.
Fue la ultima vez que lo vi. Un empujón
que necesitaba hacia finales del año para poder abandonar el monasterio que en
el fondo mucho quería.
Durante los primeros meses me sentía muy
cómodo. Las directivas me demostraban un cierto aprecio por las buenas
relaciones que tenían con mis familiares especialmente con mi madrina quien era
muy caritativa, religiosa, y sobre todo muy rica. En las conversaciones y
mensajes de los directores del seminario siempre me sugerían la importancia de
permanecer en contacto con mi familia para solicitar ayuda para terminar la
construcción de la capilla especialmente para conseguir algunos de los vitrales
para las ventanas que no tenían. En algún momento de la existencia llegó un
regalo de mi madrina para el seminario que causó mucha alegría y elevó mi
espíritu santo al lado del padre celestial. Las cosas iban bien hasta un día
doloroso que anunciaba el fallecimiento de
Asunción una hermana de mi madrina. Las semanas pasaron y algunos meses hacia
el final de mi permanencia fui olvidado en la práctica.
Todos los días se celebraba una misa en
latín, que era nuestra segunda lengua en el seminario, cantada con coros sonoros
de voces delicadas de las hermanitas que apoyaban las actividades de Villa
Marista. Normalmente una hora que podía extenderse un poco más dependiendo del calendario y la
ocasión, más un pequeño recreo antes del desayuno. La misa diaria cantada por
las hermanitas y todas las actividades
religiosas en la vida cotidiana se metían en nuestro interior para mantener la
paz con Dios. Fueron muy pocas las ocasiones de pecar contra la conciencia y
muy limitadas las veces que se hacía necesaria la confesión antes de la
comunión. Prácticamente todos los seminaristas comulgábamos diariamente con
mucho fervor y concentración en las
prácticas religiosas.
El
comedor
El comedor era un salón hermoso dotado
de suficientes mesas cada una para ocho personas cuatro de lado y lado para un
total de ochenta personas sentadas. Al
frente de cada asiento había un pequeño cajoncito en donde cada uno guardaba
sus deliciosas querencias que nos dejaban nuestros visitantes en los días de
agasajas una vez por mes. Las veces que fui visitado fueron realizadas por una
señora de apellido Cajiao Velasco, que residía en la ciudad y me cargaba de
dulces ricos y muchas golosinas de parte de mi madrina que repartía poco a poco
en el comedor entre los amigos de la mesa o de otras mesas vecinas. El comedor
era inmenso y siempre había espacio suficiente para visitantes ocasionales que
provenían de otros lugares del país en donde también existían seminarios con
dedicación de entrenamiento vocacional más avanzado. Frente a todos los
comensales existía una tarima en donde se hacían tres o cuatro de los hermanos
que se ocupaban del desarrollo de la rutina diaria de entrenamiento más un podio de lectura en donde por turnos nos
tocaba leer todos los días en el desayuno o en almuerzo algo sobre la vida de
los santos, o partes de historias apasionantes
que se iban enredando en nuestra cabezas y en la imaginación en la
medida en que transcurrían los capítulos por
días, semanas y meses.
Diciembre
Llegó diciembre cargado de muchas celebraciones para los
hermanos maristas y la llegada de la
navidad. Era el mes de la virgen que arrancaba con la fiesta de la “candelaria”
que se celebraba el martes 7 de diciembre con mucha alegría, iluminación en el
corazón de los seminaristas, y una vela para cado uno después de la cena que se
recogía encima de una mesa cuando íbamos pasando hacia el patio techado de
atrás de la edificación. Prendíamos las velas antes de llegar al patio,
rezábamos y cantábamos el “magnifica” a viva voz acompañado al final de una
serie de oraciones y varias “ave marías”.
Cada uno colocaba su vela en el piso
cuidando que quedara sobre el sardinel, para evitar las manchas y los chorreones anunciados por las directivas del claustro.
Se me había olvidado mencionar que, cada uno cogía su vela y la prendía
haciendo un despliegue de cuatro en fila,
siguiendo el corredor principal que salía de la capilla frente al jardín que
tiene una estatua de la Virgen María en el centro, y que representa la Sagrada
Concepción. El ordenamiento era hermoso
con las luces que brillaban como estrellas bajadas del cielo, para adornar la
noche de la candelaria en este bendecido claustro que la tenía como la reina
central. Con mucho recogimiento subíamos al segundo piso en donde quedaban los
dormitorios. Entrabamos muy rápidamente en una fila de dos por uno en la cual
se organizaba cada uno frente a su cama y se preparaba para acostarse. Unos
iban al baño a hacer sus necesidades, cepillarse los dientes, y uno que otro a
conversar antes de ir a la cama. Los baños eran grandísimos en dos conjuntos
uno en cada ala del dormitorio.
Me tocaba dormir en la primera cama del ala que daba hacia la calle de la ciudad
muy próxima a a los servicios sanitarios, por la condición del manejo de la orinada
señalada cada vez por el hermano vigilante. Los baños eran muy cómodos amplios
y mucha luz, para facilitar la movilidad de un gran numero de seminarista.
Sobre el lado derecho al entrar estaban las duchas, separadas por una pequeña
pared que le daba cierta individualidad, y al frente en un espacio amplio de
más de dos metros estaban los inodoros cerrados con puertas individuales. Al lado de cada cama teníamos un cajonero
para la ropa y pequeños enseres de manejo personal. La maleta siempre estaba
allí debajo de mi cajonero que limpiamos ocasionalmente, cuando hacían
vigilancia cerrada sobre cada uno de nuestros dormitorios.
En la practica nos acostamos temprano el
día de la candelaria. Hacia el amanecer nos despertó la palmeada del hermano
vigilante del dormitorio “Laudetur jesus christus et maria mater ejus” que se
escuchó por todo el dormitorio, y cada uno se levantó rápidamente porque ese
día miércoles 8 de diciembre era el cumpleaños de la Virgen María. Se celebra
la fiesta de la inmaculada concepción, dogma de la iglesia católica que la
declara libre de todo pecado original. Hacia las 5 de la mañana todos estábamos
en la capilla para una misa cantada con dos curas y tres monaguillos, más el
coro de las hermanitas que se mezclaba con las voces de los hermanos y la de
nosotros, formando un solo musical
armónico, sonoro, equilibrado y de una
cierta dulzura que para algunos nos
hacía llorar.
Todos comulgamos con amor por lo que
hacíamos y poder recibir la bendición del cielo por nuestros buenos actos. Era
un espectáculo invisible de dedicación, pasión religiosa y dulzura con nuestra
madre la santísima virgen. Terminada la misa salimos para desayunar y al llegar
al comedor tuvimos una grata sorpresa: las hermanas habían colocado copas de
vidrio champañeras en la mesa, y el hermano Telesforo, provincial del
seminario encabezaba la mesa central. Aplausos y feliz cumpleaños gritamos
todos por la virgen inmaculada de toda concepción en el día de su cumpleaños.
Cada coordinador de mesa se acercó al
pódium y tomó una botella para ser servida entre los asistentes. Todo ocurría
con dedicación y esmero cuando se soltaron de unas grandes canastillas unas bombas azules y blancas que cubrieron el
techo del comedor. El hermano Telesforo se dirigió a todos nosotros con mucha
alegría y nos invitó a alzar la copa y brindar con un “vino espumoso” por el
cumpleaños de la virgen maría. Por los tornos empezaron a circular los componentes de un delicioso desayuno
con huevos pericos o revueltos, chocolate o café con leche, panes variados,
pandebono caliente, almojábanas, y tortas de diferentes sabores preparadas por
los monjitas. Un desayuno maravilloso como nunca habíamos tenido. La reunión se
prolongó y se dejó una cierta libertad en los movimientos de los estudiantes, y
un aumento un poco acalorado en las conversaciones. Esta fue una fiesta de la
virgen despues de la candelaria de grata recordación.
La noche de la navidad se celebró el
viernes 24 con mucha pompa y mucho rezo. El hermano Germán (“Mano de caucho”)
que había superado su trauma de enfrentarse a la pólvora, tenía varias cajas
con volcanes, silbatos, mariposas, y pólvora de varios colores, además de
algunos tronantes y papeletas sonoros que alegraron la noche con ese ruido
festivo de las navidades. Como siempre, pero con mucha felicidad asistimos a
las ceremonias religiosas de la mañana temprano con misa de varios curas, canto
exquisito de las hermanitas al unísono con nuestras voces y de los hermanos que
le daban mayor profundidad. Un copioso almuerzo, uno que otro regalo que se
anunciaba gritando, y una tarde libre para pasearse por la finca, estar en los
corredores y jugar en las canchas de
deporte al futbol, basquetbol, correr, y correr por todas partes.
Después de la cena, en la cancha de
deportes de atrás que está antes de subir a los dormitorios, aparecía la “vaca
loca” con música de altoparlantes, gritos y mucha bulla, con antorchas quemando
los cuernos y la cola, de una cabeza de
vaca cadavérica conseguida en el matadero de la ciudad y adornada especialmente
para la ocasión. Era un un cuadrado de pequeños troncos de madera cubierto con
cartón que permitía el ingreso por debajo de uno de los seminaristas
que había participado en la celebración en el año anterior. Salía corriendo
a envestir a quien se atravesara en el
camino. Todos gritábamos, corríamos, adelante y atrás de la vaca loca. Se
quemaba la pólvora del hermano Germán hasta que quedamos agotados de tanto
correr, gritar y disfrutar del espectáculo para terminar cuando se quemaba
completamente la cabeza y el esqueleto de la vaca loca. En algún momento se
terminó la fiesta cuando sonó una
campana que señalaba la hora de rezar el
“Salve Regina” y las aves marías antes de subir a los dormitorios.
En el comedor casi siempre me tocaba encargarme de nuestra mesa de ocho puestos, poner los cubiertos, revisar los cajones de cada uno de los seminarista, servir la sopa y traer a la mesa los viandas para los ocho de la mía. Al final se recogían los platos y se llevaban por turnos a los tornos que servían de comunicación invisible con las monjitas que nos asistían en locería, lavado y asistencia en los comedores. Recuerdo mi dedicación y esmero en el cuidado de atención a la mesa de mis compañeros, que con el tiempo se convirtió en martirio, desdén, y total abandono cuando ya mi corazón no resistía la permanencia en el seminario al finalizar mi primer año de entrenamiento.
Ese día estaba deprimido, sentía rencor en
mi corazón, con una actitud desfavorable hacia toda actividad que me castigaba
el alma. – Este es un buen momento, ahora o nunca, lo dije en mi interior .
Recogí las tasas y los platos que
habíamos utilizado en el desayuno y con mucha calma los arrumé formando una
magnifica torre de platos y tasas que sobrepasaban mi cabeza, adornada la
bandeja con los cubiertos que le daban un toque alegre al conjunto. Caminé
tranquilamente delante de la tarima de los hermanos directivos del día que
miraban aterrados lo que yo estaba haciendo avanzando hacia los tornos con cierta rebeldía y frivolidad, y cuando todos los asistentes me miraban
horrorizados moví lentamente con un dedo de la mano oculta la pila de platos
que se contorneaba de un lado para el otro, y justamente antes de llegar al
torno fueron cayendo lentamente contra el suelo, produciendo un sonido de loza
que se quiebra en pedacitos y el ruido ensordecedor de los cubiertos que
todavía tengo grabado en mi cerebro.
La
finca: el café y las huertas
Villa Marista era un seminario metido en
una hermosa finca cafetera a las afueras de la ciudad de Popayán , parcelada en
el terreno por lotes dedicados a la producción agrícola tipo “huertas caseras” con responsabilidad
asignada por grupos de alumnos para el manejo de su preparación, manejo y
control de su producción. Cada grupo tenía en su horario los tiempos y
movimientos dedicados a la finca. Durante la temporada cafetera todos nos
metíamos en la cosecha mata por mata que
en pocas semanas recogíamos los granos en unos lindos canastos para
llevarlos a la despulpadora motorizada
en donde se tiraban los granos que pasaban por la maquina y en pocos minutos
aparecían lavados y recogidos para su posterior secado sobre las tolvas de
madera que se encontraban listas parea recibir por cantidades terminadas de granos despulpados y limpios después del
lavado con abundante agua.
Cada uno cumplía su tarea. Las tolvas se
cuidaban durante la temporada cafetera hasta conseguir un café apropiado a la
cantidad necesaria de humedad requerida para producir una textura que podía ser
detectada con la palma de la mano o de
un quiebre de mano prodigiosa que
determinaban que estaba en el limite
adecuado de humedad para ser pasado a las etapas siguientes de su
procesamiento de la tostadora, para su
color oscuro achocolatado al paso de los
granos sometidos al fuego lento y permanente de un calor apropiado y tiempo
determinado al ojo por nosotros los nuevos expertos.
Todos cultivábamos algo en grupos
pequeños para la preparación de las huertas que estaban prácticamente trazadas
con el tiempo y permanencia de los seminaristas. Las cosechas en pequeña escala
de los productos garantizaba la existencia permanente de legumbres, hortalizas,
aromáticas y algunos frutos como las mandarinas, naranjas, y limones. Todos los
productos cosechados pasaban por lo
tornos y las manos de las hermanitas que
nos asistían en la preparación de los alimentos, arreglo de ropas y limpieza de
lozas y cubiertos. Un mundo pequeño supremamente bien organizado, con normas de
comportamiento definidas, adornado y llevado con alegría y mucha felicidad
todos los día guiados por la mano de Dios.
En la mitad de la finca había un lindo
campo de futbol en donde hacíamos entrenamiento por equipos que se enfrentaban
en la temporada del campeonato de verano distribuidos los participantes por
regiones de procedencia. También se jugaba con vehemencia el “baseball” en las
tardes de verano antes de la caída del sol. Los bates fueron fabricados en la
carpintería del seminario y se jugaba con pelotas de caucho macizas pequeñas
muy apropiadas para ese deporte. Se disponía de algunos guantes para atrapar la
pelota y de protectores para la cara.
Al final: las manzana podridas dañan a las demás
Pasé un año largo, entre las verdes
y las maduras. Mi comportamiento se descompuso y empecé a disminuir en el
rendimiento académico, en la conducta y en el compañerismo. Los hermanos me
empezaron a señalar como la manzana
podrida que daña a las demás. Me castigaban dejándome en soledad en unos
inmensos espacios finqueros sin hacer nada en medio de una naturaleza húmeda.
Me sentía triste, humillado y desamparado porque Dios y los hermanos se
habían olvidado de mi. No me incluyeron
en las celebraciones en honor al fundador de la congregación de los hermanos
maristas el santo Marcelino Champagnat cuyo cumpleaños ocurre el 6 de junio y
fue canonizado por el papa Juan Pablo II en 1999, y de las fiestas en honor de
San Luis Gonzaga patrón de la juventud quien murió a los 23 años por la peste
de Roma de 1560 y cuya fiesta se celebró el 21 de junio justo una semana antes
de mi partida. Igualmente, las relaciones con mis familiares estaban
falleciendo. En el ultimo calendario cercano
al mes de julio de 1949 no tuve
ninguna visita los domingos antes de mi salida.
Un desasosiego me acompañaba al caminar
por los inmensos corredores del claustro. Sentía que todo ese deseo de ser un
religioso, comprensivo y educador se quedaba en el olvido. Finalmente un día
viernes bien entradas las horas de la tarde el orientador de la disciplina en el claustro me buscó por
todas hasta que me encontró en la lavandería con las hermanitas, ayudando a
preparar la entrega de la ropa de todos los internos. Se acercó y me dijo : -Joven
Rico, suba al dormitorio y prepare su maleta que mañana a las cinco de la mañana lo llevaremos a la estación de buses para que
regrese a Cali y se reúna con su familia. Dios se había acordado de mi. No lo
esperaba así tan de repente pero comprendí que de esa manera desprevenida
suceden las cosas.
Temprano hacia las 4:00 de la mañana sentí el amanecer en mi cuerpo. Tomé la última
ducha fría del año, tendí la cama como pude , cogí mi maleta, y caminé lentamente hacia la puerta de salida
del dormitorio, y en cada cama que tocaba en los pies de alguien dejaba un
suspiro de adiós a mis compañeros. En
la puerta estaba el hermano Amable que me llevaría al paradero de buses.
Me dieron un puesto en la parte delantera de una Chiva muy próximo al chofer quien recibió las instrucciones
para bajarme en la ciudad de Cali. La maleta de cuero la subieron al techo bien
adelante en donde colocaban los corotos de los pasajeros que iban viajando
directo y los cubrieron con una carpa para que no se mojaran.
En el largo recorrido largo de pueblo en pueblo, se observaban gentes que subían y se bajaban de la chiva. En algunas partes aparecían familias enteras que querían salir de la región por miedo a las represalias políticas de la violencia que cada vez era más fuerte en el campo. A la altura de Piendamó, después de varias horas de recorrido, la chiva repleta de pasajeros, llevaba gente atiborrada en medio de la carga, cajas, costales con víveres, gallinas, y enseres. Unas tres horas después, se detuvo en Santander de Quilichao para un rato de descanso, visita a los sanitarios y para echar algo al estomago.
Dos horas más tarde y tal como lo
había soñado, los maristas habían terminado por devolverme a Cali en chiva. Con la misma maleta que partí, descendí en el parque Santa Rosa.
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