Jesús Rico Velasco
Era un hombre de piel ennegrecida por el sol que despiadado lo acompañaba durante horas en su caminar por los cerros buscando chamizas, ramas y pequeños troncos de árboles que marcaba con su machete, dejando heridas sangrantes como marcas que lo guiaban, vendía leña para los fogones.
José era un negro jodido y un poco malhumorado, no saludaba a nadie. Iba con su machete amarrado al cinto con una cabuya. Usaba pantalones oscuros que la mugre tenía curtidos. Una camisa a cuadros sin cuello. Sus pies grandes con dedos gruesos recorrían las lomas con rutina parsimoniosa. Por la mañana al levantarse tomaba café oscuro con un pedazo de pan y se iba al monte.
Genoveva mostraba las arrugas marcadas como la tierra resquebrajada por la erosión. Tenía dos plazas planas, y un hijo que pocas veces venía desde la ciudad a visitarla. Un rancho de paja, zinc, y plástico negro, una puerta de tres tablas cruzadas. Genoveva solía comprarle leña al negro José. Lo invitaba a seguir para acomodar la leña en el fogón y aprovechaba para ofrecerle un poco de café, agua de panela o caldo, así fue conquistando su tosco corazón hasta que un día llegó con la leña y un maletín gastado con dos pantalones y dos camisas y se quedó a vivir con ella.
Cuando compré la finca y comencé a pasar algunas temporadas decidí conocer a mis vecinos. Uno de ellos era Genoveva. Le llevé unos panes, café y azúcar. Al entrar me recibió un piso de tierra impecable, saludé con vacilación y seguí, había una mesa al fondo un muro de tierra amarilla pisada una hornilla con un fogón de leña encendido y humeante. Una intención de puerta separaba las dos habitaciones. Recuerdo que había una cama doble tendida con esmero con una sábana que dejaba entrever un colchón de rayas y encima doblada voluminosa una cobija tres tigres. No había ventana y en la esquina un cajonero viejo.
Afuera dos cuadrados de tablas con letrina. El agua la suministraba el acueducto rural del pueblo. Tuve suficiente tiempo para recorrer el rancho y no encontré a nadie, así que decidí dejar las cosas sobre la mesa de madera y marcharme. Me propuse cada vez que viniera a la finca hacerle llegar con Luis, el mayordomo, un pequeño mercado. Luis estuvo de acuerdo. Un día llegó corriendo, sudoroso y asustado porque al entrar a dejarle el mercado a Genoveva se topó con el negro José quien al verlo desenfundó su afilado machete y lo correteó gritándole:
- ¡Y que por acá no te vuelva a ver desgraciado quita mujeres!
El negro José tenía fama de atravesado y el vicio de marcar terrenos baldíos, los vigilaba y al tiempo sembraba semillas de maíz y tronquitos de yuca por donde nadie pasa para luego reclamar la cosecha y derechos sobre la tierra.
Vine a conocer a Genoveva y al negro José cuando el mayordomo me advirtió sobre el cambio de un trazado que habían hecho a uno de los cercos colindantes con mi propiedad. Con la ayuda de Luis nos pusimos una cita en el árbol donde habían movido el cerco. Ahí estaban los dos, encorvados y desgastados por la vida dura del campo. Genoveva era la dueña del lote, pero a José se le notaban las ínfulas de dueño absoluto. Los saludé con cierta incomodidad y pese a que estuve un largo rato intentando demostrarles que habían movido el cerco circundando ganando tres metros de tierra . Todo fue en vano, la mirada dulce de Genoveva era de agradecimiento, por su parte José en tono desafiante se limitó a decir:
- El cerco siempre estuvo así torcido y así se queda.
Supe que era mejor llegar a un mal arreglo que a una buena pelea y di por terminado el asunto.
Por esos meses acepté un trabajo como profesor de salud pública y demografía en el Congo Belga en África. Retorné a Colombia a los seis meses, había dejado la administración de la finca en manos de mi hijo Juan, quien cursaba el colegio, como oportunidad para transformarse en un hombre responsable. Tan pronto llegué me puse en contacto con él.
- Hola, Juan. Ya llegué. ¿Cómo va todo?
- Hola Pa. Te cuento que el negro José se apoderó de un lote justo en la mitad de la montaña tensó dos hileras de alambre de púa y se declaró poseedor del terreno.
La juventud e inexperiencia de Juan desconocían que si durante las primeras 24 o 48 horas en que alguien invade un predio el propietario no adelanta acción de desalojo el usurpador se puede declarar como dueño.
Al siguiente día viajé a la finca, y le solicité a Luis que arreglara una cita con José, pero como había una enemistad, su mujer Mary llevaba el mercado a Genoveva. Crucé el portillo que nos separaba del lote de Genoveva. Ella con José me estaban esperando afuera bajo los árboles de chiminango. José sentado sobre un taburete afilaba su machete sobre sus rodillas.
- Buenos días Génova, ¿Cómo me le va?
- Bien don Chucho. Aquí esta José esperándolo para hablar sobre el lote que él tiene en la mita de la loma. Pensábamos que no iba a regresar y sembró unas matas de maíz y de yuca que ya están bien avanzadas para cosechar en el próximo mes.
Me llamó la atención que Genoveva se dirigiera a mí por primera vez con gran elocuencia y hasta desfachatez. José dejó de afilar el machete, levantó la mirada y sentí su desdén. Le dije con la voz acalorada y en tono fuerte:
- ¡Esta tierra es mía! Yo la compre a su anterior vecino Reyneiro hace más de 10 años, usted lo sabe. No tiene ningún derecho a apropiarse de las tierras ajenas.
José triunfante. Sabía de mi desventaja.
- ¿Qué es lo que quiere? ¡Lleguemos a algún acuerdo!
Un poco grosero y hablándole al aire, José trató de alzar la voz
- La cercada, más la siembra de maíz y de yuca podrían valer aproximadamente un millón de pesos.
Sentía lava hirviendo subiendo a mi cabeza. Respiré profundo y le contesté
- ¿No cree José que si esta tierra es mía le tengo que pagar para que me la devuelva?
-La invadí porque supuse que usted no iba a volver y nadie apareció ni siquiera su hijo o su mayordomo Luis que se la pasa coqueteando a Genoveva.
Luis y su familia les gustan rondar por el lote de Genoveva y compadrear un poco, intercambia huevos y comparte cosas de comer.
La discusión no iba para ninguna parte. El negro seguía moviendo su machete sobre sus rodillas mostrando un borde meticulosamente afilado a tiempo que me miraba con una cara retadora.
Sin acaloramiento, con Genoveva y Luis como testigos acordamos que le pagaría para que desocupara inmediatamente. Recogería su cosecha como estaba y quitaría el cerco de alambre de púas. Fue un acuerdo pacífico.
Una tarde mientras disfrutaba del viento llegó Mary agitada, que Genoveva estaba pidiendo auxilio algo grave estaba pasando. Solicité a Luis y le dije que me acompañara para ver qué estaba ocurriendo.
Nos metimos por debajo de un portillo para acortar el camino. La vimos de rodillas sobre el suelo y a su lado en la tierra el cuerpo de José contorsionándose.
- ¿Qué le pasa José?
Pregunté sin saber muy bien qué hacer, sus ojos desorbitados y angustiados parecían clamar.
Le dije, respire profundo, mientras él miraba hacia donde estaba Luis queriendo estirar su brazo. Genoveva lo acariciaba tratando de alzarle la cabeza. Su cuerpo se sacudió en un espasmo y Luis se aproximó para ayudar, su cara sudorosa reflejaba dolor, sacó su gruesa lengua y con voz gutural ronca gruñó con la mirada clavada en Luis:
- ¡Hijueputa malparido!
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