Adriana Potes P
Mientras llueve, la abuela hace lo que más le gusta,
leer. El reloj de la sala marca las tres de la tarde. Acomodándose en el sillón
favorito toma el libro viejo que le regalaron,
sin haberlo tocado, se abre, sus hojas pasan rápido y sin control, ante
sus ojos. Parece una ventana. Sin saber
qué hacer, pero con curiosidad, se asoma, alcanza a escuchar sonidos, ve un
jardín y decide entrar.
La abuela camina
lentamente, el paisaje es extraño, las hojas de los árboles son papel para escribir, hay un lago de ¡tinta! que
cambia de colores en una constante danza. Le parece escuchar unos sonidos, apenas
si logra oír, es un lamento: ay...ay, ay. Pone atención, busca saber de dónde
llegan, rodea el lago pero no salen,
camina hacia el bosque y de nuevo escucha el quejido, esta vez está más cerca. Junto
a una banca, recostado en una piedra, un libro, ella se acerca lentamente, se
inclina y ver que es de cuentos infantiles,
tiene las tapas desgarradas, las
ilustraciones descoloridas, las hojas rotas, unas sin puntas, otras dobladas y
de color ocre. Cuando lo va a alzar, el libro con voz fuerte dice…
- ¡No me toques!
- Solo
quiero mirar y saber cómo te puedo ayudar.
Con cuidado lo
levanta, el libro se queja: ¡ay!, ¡yai!
- Tranquilo, tranquilo, no te haré daño.
- ¿Tu?
¡Qué va! Seres parecidos a ti me
dejaron así.
- ¡No señor, como ella no! - dice un pincel
viejo y largo casi sin barbas - no ves
que es grande y tiene la cabeza blanca. Eran unos más corticos, gordos o
flacos.
- ¿Los niños?
- Sí, creo que así los llaman, esos con el
pelo alborotado y las manos sucias o llenas de algo pegajoso, muy fastidioso.
- ¡Ay!, ¡ay! por favor abre donde tengo una
hoja muy arrugada que se está desprendiendo,
por favor es la que más me lastima, ya no soporto.
- Te lo dije, los corticos tienen la idea que
no sentimos, nos tiran o
arrancan las hojas, a mí me
arrancaron muchas…
A ella le duele ver
dañado el libro que dio alegría a alguien, está tan roto que parece deshacerse, huele mal y a
cada momento su color es más indefinido.
- No estás bien libro.
- ¡Ay! ¡Ay! , por favor despacio que ya no tengo aliento para que me muevas.
La abuela siente la
agonía del libro.
- No me muevas tan fuerte - se queja el libro-.
- ¿Dices que me puedes ayudar?
– Sí puedo, pero
hay que buscar algunas cosas: tijeras,
pegante, lápices de color, plumas, temperas, lijas, hilo, agujas,
toallitas, cartulina, cinta de papel, goma de pegar, acuarela, pinceles.
- ¿Todo eso?
- Me temo que sí, estás muy maltrecho, creo
que puedo demorar bastante para intentar
reconstruirte.
- os niños, cuando me leían, dejaban caer arenitas,
me hacían cosquillas, después se pegaban
a mis hojas, luego unos animales de patas peludas llegaban a despegarlas,
royeron mis palabras, tengo muchas que
no se ven o están rotas. Estoy muriendo de abandono, nadie me leerá, ¡huelo a
humedad! Sabes un día fui bonito, todos querían tenerme en sus manos y siempre
reían con mis historias, o soñaban cosas hermosas, (snif, snif,snif).
- No llores. Te quiero ayudar, debo mirarte
para saber qué necesito para arreglarte.
- Dime ¿quién eres?
- …una abuela, amo las libros, me gusta leer y leerles a los
que me quieran oír.
La abuela cierra
los ojos.
-¡Traeré los
materiales para arreglarte!
- ¡No puedes salir!
- ¿Por qué no?
- ¡Porque te olvidarás de mi!
- Eso no es cierto.
- ¡Ay!, ¡ay! - un
suspiro más leve sale de entre las hojas-.
Ella deja el libro
en la banca y sale del jardín, recoge de un armario todos los materiales que
necesita, pasa por el botiquín y busca crema para el dolor y un poco de algodón, sin percatarse que Valeria
- su nieta - la está mirando.
- ¿Abuela para que
son esas cosas?
- Para hacer un
arreglo.
- ¿De qué?
- Mmmm, de un libro
- ¿Te acompaño? ¿Me dejas mirar?
- No puedo ahora,
estoy de prisa.
- ¡Abuela, quiero
ir contigo!
- Tengo prisa.
Ella mira hacia el
sillón donde está el libro, le parece muy oscuro. Algo no está bien en el
jardín.
- ¿Puedes venir
después? Hoy no chiquita.
- Abuela tu estas muy
rara hoy.
Con la bolsa de
materiales, la abuela se acomoda en el sillón, toma el libro y abre la ventana.
Ligera llega hasta el libro.
- Aquí estoy - el
libro no responde -. ¡Contesta por favor!
Solo silencio, quiere pasar las hojas pero están
pegadas y muy duras, ya no hay lamentos.
- Tenías razón, no ¡volverías!
Agachando las pocas
barbas el pincel, suspira y mira con tristeza. Aprieta el libro a su corazón,
las lagrimas corren, y una idea surge. Si leo en voz alta alguna de sus hojas. Puede ser
que de vida. Intenta abrirlo nuevamente, comienza a soplarlo con fuerza en
medio de las hojas pegadas, al fin una
se desprende y ella comienza a leer en voz alta… “Erase una vez un rey que
tenia doce hijas, todas muy hermosas, las quería mucho, un día…” un quejido muy
bajito sale del libro. Siguió leyendo sin parar, y poco a poco las hojas se fueron desprendiendo.
- ¡Ha vuelto - gritan pincel y la abuela-.
Con cuidado ella comienza
por sacudir el polvo, lijar los bordes, rellenar el lomo con algodón, poner cinta,
aplicar crema, finalmente pega. Los árboles y el lago entregan hojas y tinta,
- ¡Barbitas por
favor! Dirija, estos materiales y todos los
pinceles.
- Estoy sin barbas,
pero intentaré hacer lo mejor.
- Tú puedes, por
favor, hay que dar nuevo color a las
imágenes.
La abuela reparó hojas
rotas con pluma y tinta. Reconstruyó palabras
y escribió nuevamente las que faltaban, hasta que el libro estuvo como nuevo,
bonito y feliz. - ¡Nada me duele! ¡Nada
me duele! - repetía y pasaba sus hojas con nueva fuerza - soy un gran libro.
La abuela abre los
ojos, mira el reloj, son las tres de la tarde.
Hoy, cuando el
libro se abre en primera página, se lee una sola palabra en letras rojas: amor.
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