Álvaro Vélez
Yo tenía en mente
hacerme a algo o a alguien que pudiera proporcionarme ayuda financiera inicial
para la misión que quería emprender y fue
así como después de buscar con la paciencia del santo Job, se hizo el milagro. Leoncia era todo lo
que uno de los suyos podría desear: sensual, elegante, distinguida; pero eso sí,
su temperamento de fuego, capaz de arrasar con el mundo entero, de ser necesario.
Ella con su largo y estilizado cuerpo no pasó nunca inadvertida en la jungla de
sus congéneres. Con su andar cadencioso y su mirada coqueta siempre fue la
líder, la envidia de todos, jamás pensó que el destino la tendría para
llegar al primer país del mundo y ser la admiración de millones de personas que
quizá nunca habían visto algo así.
Leoncia era una de las tres guacamayas que
yo compré para llevarme a los Estados Unidos, por allá en la época de los
sesenta, cuando yo era un muchacho listo a devorar el mundo y sus placeres. Los
tres hermosos ejemplares los conseguí en una selva antioqueña, dos hembras y un
macho. Me costaron la enorme suma equivalente a cinco dólares de la época, cada
una, incluido el cajón de madera que diseñé especialmente para el largo viaje,
fletes y papeles, todo con la mira puesta en conseguir una jugosa utilidad en
el país del norte. Mis deseos de triunfar y hacer realidad el sueño americano
eran inconmensurables y este sería mi primer paso, me dije.
A la llegada a la ciudad de Miami, donde
hicimos escala por un par de días, empezamos a sentir la animadversión con
nosotros cuatro (las guacamayas y yo) por parte de los mal humorados agentes de
aduana “¿De quién son esos bichos?” preguntó el agente, míos, contesté “Me
imagino que tiene todos los papeles requeridos de esos animales” Por supuesto,
aquí están y le entregué el arrume de documentos: certificados de varias
vacunas, declaración de propiedad, certificados de distintas personas
atestiguando mi propiedad de las aves por más de dos años, certificación de la
autoridad declarándolas sanas y sin visos de infección alguna, amén de foto
individual de cada una de ellas, mostrando su espléndido plumaje de colores.
Todo lo anterior debidamente registrado, sellado y aprobado en el consulado Americano
de Medellìn.
Después de revisar minuciosamente
los documentos, displicentemente el agente dijo: “Pues aquí sólo entran dos”
¡No puede ser! Todo está en regla para las tres y lo autoriza su consulado, le contesté.
Eso puede ser allá, aquí es Estados Unidos y sólo entran dos ¡¡¡Y punto!!! Mi
insistencia no servía de nada. En mi mente acalorada yo veía volar parte de mi
posible jugosa utilidad. El hombre me acosaba diciendo que tenían muchísima
gente por atender y que yo tenía que aceptar. En vista que no me daba
alternativa le pregunté: ¿Qué puedo hacer entonces? “Usted puede devolver una a
su país o donarla a un parque americano y tiene que decidir ya” Contestó. Está
bien, le dije, pero eso sí, me saca aquella, la del medio y quise agregar: y si
quiere se la puede comer, pero me retuve por miedo a perder mi luchada visa.
Esa era Leoncia, que con su ferocidad y después de tres días de estar en un cajón
en el viaje más largo de su vida, con un calor infernal, aguantando todas las
incomodidades, estaba dispuesta a comerse al que se le arrimara.
El hombre ordenó a dos
subalternos que procedieran a sacarla del guacal. Al momento había pasado más
de media hora y la gente se había arremolinado alrededor nuestro a admirar los
animalitos, tapados solamente por una malla metálica, que estaban haciendo un
alboroto salvaje. Los funcionarios fueron por guantes y un corta frío para
romper la malla y sacar a Leoncia, pero ¡¡¡¿Quién dijo miedo?!!! Cuando se
acercaron al cajón, enfurecida mandó el pico para agarrarle la mano al hombre. Fue
un trabajo titánico la de los dos individuos, no se sabía cuál de los dos con más
miedo. Ensayaron guantes más largos hasta que trajeron unos que les llegaban al
codo. Sobra decir que el escándalo de las tres guacamayas era inaudito lo cual
atraía más y más gente al sitio. Todos las querían verlas.
Finalmente y después
de una lucha tremenda lograron abrir la malla, Leoncia salió como un volador,
alzando vuelo a unos dos metros de altura por toda el área de la aduana, que
estaba atestada de gente. Los viajeros corrían de un lado para otro tratando de
esquivar el animal, para ellos salvaje, que con sus enormes alas desplegadas y
su larguísima cola, resultaba un espectáculo impresionante. Volando de un lado
para el otro cada que los agentes se acercaban a cogerla con grandes bolsas. Se
oían gritos, gemidos, caídas de personas que chocaban unas contra otros, no
faltaron las risotadas. Yo estaba feliz al ver la
preocupación del agente que me la quitó, dirigiendo a sus muchachos para lograr
la hazaña de coger mi guacamaya que en cada momento se les hacía más difícil.
Los tres que quedamos
después de la odisea, viajamos a Nueva York sin ningún otro percance. En la
gran manzana fuimos al Tropical World, almacén de mascotas que me había
referido un amigo en Medellìn, allí después de una larga negociación, en un inglés
que no entendía mucho mi comprador y que menos entendía yo, logré que me pagara
la fantástica suma de ciento cincuenta dólares por mis dos guacamayas
restantes. Hoy en día me queda la satisfacción que seguramente en los Estados
Unidos deben tener miles de hermosas guacamayas, descendientes de las dos
antioqueñas, que no entraron por el hueco, sino con visas de residentes en
regla.
Este es un super cuento que me gocé mucho cuando lo escuché de viva voz de labios del autor. La capacidad narrativa de Alvaro es muy fluida y además muy amena. Me gustarîa que les contara la historia verbalmente en el grupo para que se diviertan con esta historia plena de aventura y humor.
ResponderEliminarGloria