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miércoles, 3 de julio de 2013

Romano Santa Roque

 Eduardo Toro Gutíerrez


Los días en Yaburí eran largos y pesados. El tiempo transcurría con  lentitud agobiante; la soledad y la modorra señoreaban por las calles y la bruma   densa y  fría  penetraba hasta lo más profundo del alma. Era un pueblo agónico, condenado a desaparecer roído por el abandono. Lo único que crecía era   el  desarraigo,  su  provincial aislamiento y la maleza en los solares y en las juntas de las piedras de las calles. 

El pueblo despertaba de su letargo cada vez que aparecía “el correo” montado en una yegua zaina. Traía cartas y encomiendas de parientes o amigos lejanos y también las noticias trasnochadas sobre la segunda guerra mundial, publicadas en los periódicos de Medellín y que  los yaburiseños asimilaban como noticias de última hora. Contaban con una semana para corresponder las misivas, empacar las encomiendas con chorizos y otras especialidades culinarias, para después sentarse a contar regresivamente  los sesenta días de espera que separaban la próxima aparición de la yegüita  zaina cargada con  noticias frescas.
Sentados sobre taburetes, apoyados a las paredes de sus casas, los viejos metidos entre ruanas, hablaban sobre las últimas noticias  llegadas en el último viaje de la mula correo y hacían conjeturas sobre los acontecimientos de la guerra. ¿Qué estará pasando por allá en el mundo? - se preguntaban ávidos - Hablaban repetidamente de lejanos sucesos, escasos por cierto, registrados en Yaburí, con el afán oculto de mantener viva la historia del pueblo, con la esperanza de que en otros lugares se supiera  que también en Yaburí pasaban cosas extrañas y fantásticas y que vivían alimentados aunque fuera de los malos recuerdos.
En la tarde de un miércoles de ceniza, un fuerte viento seco recorrió todo lo ancho y largo de la plaza; se envolvió en un gigantesco remolino que devoró  las hojas secas de los pomos y tejas de roble de los techos más cercanos. Las palomas volaron espantadas y los pinches, en su mayoría, también fueron tragados por el torbellino. Después  apareció  un sol nuevo y tibio y volvieron las palomas a picotear entre la junta de las piedras en busca de afrechos y migajas.
Esto está muy raro, es como un presagio. Algo trascendental está por pasar en este pueblo de silencios - dijo uno de los viejos -, si Crédula Barajas no hubiese sido aplastada por la lluvia de pájaros negros precipitados por la maldición de un cura, ya sabríamos qué es lo que va a pasar aquí. El encantamiento de esa gitana adivinaba todo - respondió el viejo de ruana gris - y un tercero dijo: debe ser el diablo, parece que es el único que se acuerda de que este pueblo existe.
De pronto entró a la plaza, por la calle del comercio, el repique armonioso de tres caballos blancos de gran alzada, de paso fino y trocha colombiano, con sus crines al viento como banderas de guerra, montados por tres apuestos chalanes con sombreros aguadeños, camisas de tela sanforizada y zamarros confeccionados en piel de res negra con manchas blancas. Era evidente que   estaban uniformados desde los cascos hasta el sombrero. Les seguía los pasos un perro grande que producía temor.
Los avezados montadores dieron tres vueltas de exhibición y reconocimiento a la plaza mayor y, terminada la tercera vuelta, se dirigieron hacia el centro en un derroche de milimétrica coreografía digna del más exigente espectáculo equino. También con estudiada gracia se quitaron los sombreros, giraron los caballos sobre su propio eje y, mirando hacia la iglesia, se inclinaron reverentes doblando las patas delanteras. Así fue el saludo que Romano Santa Roque ofreció al pueblo de Yaburí, que curioseaba con recelo desde  las ventanas y balcones de la plaza.
Para los pobladores de Yaburí,  las  misteriosas huidas de las hijas de Luloeperro  permanecían más que ocultas, eran una burla que el padre y los hermanos  de Felicidad y Amantina soportaban  con   la cabeza baja. En cambio Digna María se paseaba por el pueblo con la frente en alto exhibiendo una sonrisa de complicidad, al fin y al cabo en cualquier lugar que se encontraran sus hijas, vivían felices al lado de sus gallardos raptores y lejos de la  enfermiza  extravagancia de los celos de su padre y hermanos. ¿Cómo están tus hijas? - preguntaban a Digna María- Están dichosas - respondía con gracia-.
 Los paisanos  volvían a cuchichear  cada vez que un forastero caminaba por sus calles empedradas. ¿Por cuál de las muchachas bonitas vendrá este forastero? - se preguntaban unos a otros - y hasta apostaban por las más hermosas que cursaban el último año en el convento de las Hermanas Teresitas, prontas a obtener el crédito de maestras rurales.
Los forasteros se apearon en el estanco y allí se tomaron algunos tragos, compraron tres tercios de ron que cada uno guardó en un  bolsillo de los zamarros, preguntaron con disimulado interés por algunos nombres, pero de quien querían recibir información más puntual era del conocido minero Don Franco Real Jaramillo, respetado y querido por todo el pueblo, subido al púlpito para agradecer su largueza y generosidad con las Animas Benditas del Purgatorio y nunca para ser señalado como un malvado violador de jovencitas.
Los padres de las jóvenes del pueblo tomaron  precauciones. Sus hijas no iban  ni regresaban solas del colegio;  asistirían a la santa misa  acompañadas de sus padres o hermanos mayores y hasta se les prohibió asomarse a las ventanas. El cura desde el púlpito alertó sobre la presencia de los forasteros y sobre las intenciones negras que traían para robarse a las muchachas, huyendo a galope tendido en bestias sin herraduras. Se trataba de la presencia de unos diablos montados en caballos blancos.
El alcalde, acompañado por dos policías, abordó a los chalanes para pedir una explicación sobre su presencia en Yaburí. Venimos en busca de tierras, nos gusta esta región para instalarnos - respondió Romano Santa Roque, con tranquilidad -. Bueno eso lo entiendo y me queda claro, pero es que ustedes están averiguando puntualmente por Don Franco Real Jaramillo, y eso si no está muy claro. Pues como le parece señor alcalde que de esas averiguaciones hemos sacada la conclusión de que este señor es poseedor de grandes extensiones de tierra dedicadas a la agricultura, a la ganadería y a la minería y que tiene algunas muy importantes incultas que de pronto me las quiera vender. Eso me queda claro. Le informo que Don Franco regresa de su finca los días viernes en la tarde, si usted quiere, Señor Romano, le puedo concertar una cita en la alcaldía para el día de mañana. Muchas gracias señor alcalde. Yo le aviso, respondió Romano con una sonrisa amable.
Romano Santa Roque también hizo averiguaciones sobre el paradero de los hermanos Moranco y  Loranio Sendero, quienes trabajaron al servicio de Franco Real Jaramillo muchos años atrás. De Moranco supo que un día de faena en la mina del patrón, quedó sepultado  bajo  una enorme piedra, y que al no haber fuerzas y recursos suficientes para rescatar el cadáver, resolvieron convertir el sitio en lugar de paz, clavando una cruz y esculpiendo su nombre sobre la roca. La muerte de Loranio fue menos digna, fue lenta y dolorosa, contaban que la tuberculosis le pudrió los pulmones y que todos huían a su paso por temor al contagio. Un día se apagó, quizá  con el remordimiento de haber sido cómplice de la violación de una hermosa joven,   arrepentimiento que por culpa de una pesada piedra no alcanzó a sentir su hermano Moranco. ¡Qué en paz descansen! -  exclamó Romano -. Qué Dios los tenga en su gloria - respondieron sus compañeros quitándose el sombrero -.
El día viernes temprano, Romano, sus dos acompañantes y el perro tomaron camino hacia las Peñoleras de Páez. Iban solos con el silencio del camino y el repique de los cascos de los caballos. El perro adelante olfateaba y señalaba el sendero. Subieron una pendiente que hizo jadear las bestias  y llegaron temprano al alto de los tres pomos, en donde se apearon.
Se oscureció la tarde y apareció la lluvia, después volvió a brillar el sol y,  protegidos bajo la frondosidad de los pomos, observaron que se acercaba un chalán montando una mula negra, acompañado por un peón de estribo. Le salieron al paso  al viajero y preguntaron su nombre. Altanero, respondió: yo me llamo Franco Real Jaramillo Restrepo, ¿para qué soy bueno? Usted no es bueno para nada, señor, es mejor que se baje tomando precauciones porque el perro y nosotros somos muy nerviosos  - dijo Romano con autoridad -.
El perro amenazante hizo más fácil la faena. El peón de estribo fue sometido y atado a un pomo lateral y Franco Real fue despojado de sus ropas y amarrado al pomo del medio. Prefiero que me maten antes que ser humillado de esta manera - gritó Franco -. Cálmese señor, que usted no sirve ni para muerto - dijo Romano -. Hace veinticuatro años, en este mismo sitio, usted señor, acompañado de los hermanos Moranco y de Loranio Sendero, tuvo la cobardía de violar a Ubalda,  una joven indefensa a quien ni siquiera le permitieron  el recurso de gritar, porque fue amordazada y abandonada a su suerte, atada al mismo árbol en que está usted ahora. Yo  quiero que usted  viva mucho tiempo  para que cuente su desgracia.  Uno de los chalanes sacó de las alforjas una navaja capadora y recibió la orden de Romano de proceder tal como se había acordado. Procedió rasgando los calzoncillos y Romano gritó: vamos hombre, como capando a un marrano, dejemos a este hijueputa sin jíqueras. Franco lanzó un grito desgarrador y se desmayó.  Así tendrá algo bueno para contar en su puta vida. Metele las güevas entre las alforjas porque si se las come el perro se puede envenenar.

Un viento seco se arremolinó sobre la llanura formando un espiral de hojas   y chamizas y los pájaros volaron espantados. Muy pronto se serenó la tarde y el horizonte se tornó cobrizo. Montaron sus caballos y el líder se despidió con una mano en alto: escúcheme señor Franco Real Jaramillo Restrepo, yo soy Romano, hijo de Ubalda Santa Roque. Gusto en conocerlo papá, estoy muy orgulloso de su hombría. porque sólo un verraco como usted soporta una castrada.

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