Eduardo Toro Gutíerrez
Los días en Yaburí eran largos y pesados. El tiempo
transcurría con lentitud agobiante; la
soledad y la modorra señoreaban por las calles y la bruma densa y fría penetraba
hasta lo más profundo del alma. Era un pueblo agónico, condenado a desaparecer
roído por el abandono. Lo único que crecía era el desarraigo, su provincial aislamiento y la maleza en los
solares y en las juntas de las piedras de las calles.
El pueblo despertaba de su letargo cada vez que aparecía “el
correo” montado en una yegua zaina. Traía cartas y encomiendas de parientes o
amigos lejanos y también las noticias trasnochadas sobre la segunda guerra
mundial, publicadas en los periódicos de Medellín y que los yaburiseños asimilaban como noticias de
última hora. Contaban con una semana para corresponder las misivas, empacar las
encomiendas con chorizos y otras especialidades culinarias, para después
sentarse a contar regresivamente los sesenta
días de espera que separaban la próxima aparición de la yegüita zaina cargada con noticias frescas.
Sentados sobre taburetes, apoyados a las paredes de sus
casas, los viejos metidos entre ruanas, hablaban sobre las últimas
noticias llegadas en el último viaje de
la mula correo y hacían conjeturas sobre los acontecimientos de la guerra. ¿Qué
estará pasando por allá en el mundo? - se preguntaban ávidos - Hablaban
repetidamente de lejanos sucesos, escasos por cierto, registrados en Yaburí,
con el afán oculto de mantener viva la historia del pueblo, con la esperanza de
que en otros lugares se supiera que
también en Yaburí pasaban cosas extrañas y fantásticas y que vivían alimentados
aunque fuera de los malos recuerdos.
En la tarde de un miércoles de ceniza, un fuerte viento seco
recorrió todo lo ancho y largo de la plaza; se envolvió en un gigantesco remolino
que devoró las hojas secas de los pomos
y tejas de roble de los techos más cercanos. Las palomas volaron espantadas y
los pinches, en su mayoría, también fueron tragados por el torbellino.
Después apareció un sol nuevo y tibio y volvieron las palomas
a picotear entre la junta de las piedras en busca de afrechos y migajas.
Esto está muy raro, es como un presagio. Algo trascendental
está por pasar en este pueblo de silencios - dijo uno de los viejos -, si
Crédula Barajas no hubiese sido aplastada por la lluvia de pájaros negros
precipitados por la maldición de un cura, ya sabríamos qué es lo que va a pasar
aquí. El encantamiento de esa gitana adivinaba todo - respondió el viejo de
ruana gris - y un tercero dijo: debe ser el diablo, parece que es el único que
se acuerda de que este pueblo existe.
De pronto entró a la plaza, por la calle del comercio, el
repique armonioso de tres caballos blancos de gran alzada, de paso fino y
trocha colombiano, con sus crines al viento como banderas de guerra, montados
por tres apuestos chalanes con sombreros aguadeños, camisas de tela sanforizada
y zamarros confeccionados en piel de res negra con manchas blancas. Era
evidente que estaban uniformados desde los cascos hasta el
sombrero. Les seguía los pasos un perro grande que producía temor.
Los avezados montadores dieron tres vueltas de exhibición y
reconocimiento a la plaza mayor y, terminada la tercera vuelta, se dirigieron
hacia el centro en un derroche de milimétrica coreografía digna del más
exigente espectáculo equino. También con estudiada gracia se quitaron los
sombreros, giraron los caballos sobre su propio eje y, mirando hacia la
iglesia, se inclinaron reverentes doblando las patas delanteras. Así fue el saludo
que Romano Santa Roque ofreció al pueblo de Yaburí, que curioseaba con recelo
desde las ventanas y balcones de la
plaza.
Para los pobladores de Yaburí, las misteriosas
huidas de las hijas de Luloeperro
permanecían más que ocultas, eran una burla que el padre y los hermanos de Felicidad y Amantina soportaban con la
cabeza baja. En cambio Digna María se paseaba por el pueblo con la frente en
alto exhibiendo una sonrisa de complicidad, al fin y al cabo en cualquier lugar
que se encontraran sus hijas, vivían felices al lado de sus gallardos raptores
y lejos de la enfermiza extravagancia de los celos de su padre y hermanos.
¿Cómo están tus hijas? - preguntaban a Digna María- Están
dichosas - respondía con gracia-.
Los paisanos volvían a cuchichear cada vez que un forastero caminaba por sus
calles empedradas. ¿Por cuál de las muchachas bonitas vendrá este forastero? - se
preguntaban unos a otros - y hasta apostaban por las más hermosas que cursaban
el último año en el convento de las Hermanas Teresitas, prontas a obtener el
crédito de maestras rurales.
Los forasteros se apearon en el estanco y allí se tomaron
algunos tragos, compraron tres tercios de ron que cada uno guardó en un bolsillo de los zamarros, preguntaron con
disimulado interés por algunos nombres, pero de quien querían recibir
información más puntual era del conocido minero Don Franco Real Jaramillo,
respetado y querido por todo el pueblo, subido al púlpito para agradecer su largueza
y generosidad con las Animas Benditas del Purgatorio y nunca para ser señalado
como un malvado violador de jovencitas.
Los padres de las jóvenes del pueblo tomaron precauciones. Sus hijas no iban ni regresaban solas del colegio; asistirían a la santa misa acompañadas de sus padres o hermanos mayores
y hasta se les prohibió asomarse a las ventanas. El cura desde el púlpito
alertó sobre la presencia de los forasteros y sobre las intenciones negras que
traían para robarse a las muchachas, huyendo a galope tendido en bestias sin
herraduras. Se trataba de la presencia de unos diablos montados en caballos
blancos.
El alcalde, acompañado por dos policías, abordó a los
chalanes para pedir una explicación sobre su presencia en Yaburí. Venimos en
busca de tierras, nos gusta esta región para instalarnos - respondió Romano
Santa Roque, con tranquilidad -. Bueno eso lo entiendo y me queda claro, pero
es que ustedes están averiguando puntualmente por Don Franco Real Jaramillo, y
eso si no está muy claro. Pues como le parece señor alcalde que de esas
averiguaciones hemos sacada la conclusión de que este señor es poseedor de
grandes extensiones de tierra dedicadas a la agricultura, a la ganadería y a la
minería y que tiene algunas muy importantes incultas que de pronto me las
quiera vender. Eso me queda claro. Le informo que Don Franco regresa de su
finca los días viernes en la tarde, si usted quiere, Señor Romano, le puedo
concertar una cita en la alcaldía para el día de mañana. Muchas gracias señor
alcalde. Yo le aviso, respondió Romano con una sonrisa amable.
Romano Santa Roque también hizo averiguaciones sobre el
paradero de los hermanos Moranco y
Loranio Sendero, quienes trabajaron al servicio de Franco Real Jaramillo
muchos años atrás. De Moranco supo que un día de faena en la mina del patrón, quedó
sepultado bajo una enorme piedra, y que al no haber fuerzas
y recursos suficientes para rescatar el cadáver, resolvieron convertir el sitio
en lugar de paz, clavando una cruz y esculpiendo su nombre sobre la roca. La
muerte de Loranio fue menos digna, fue lenta y dolorosa, contaban que la
tuberculosis le pudrió los pulmones y que todos huían a su paso por temor al
contagio. Un día se apagó, quizá con el remordimiento
de haber sido cómplice de la violación de una hermosa joven, arrepentimiento que por culpa de una pesada
piedra no alcanzó a sentir su hermano Moranco. ¡Qué en paz descansen! - exclamó Romano -. Qué Dios los tenga en su
gloria - respondieron sus compañeros quitándose el sombrero -.
El día viernes temprano, Romano, sus dos acompañantes y el
perro tomaron camino hacia las Peñoleras de Páez. Iban solos con el silencio
del camino y el repique de los cascos de los caballos. El perro adelante
olfateaba y señalaba el sendero. Subieron una pendiente que hizo jadear las
bestias y llegaron temprano al alto de
los tres pomos, en donde se apearon.
Se oscureció la tarde y apareció la lluvia, después volvió a
brillar el sol y, protegidos bajo la
frondosidad de los pomos, observaron que se acercaba un chalán montando una
mula negra, acompañado por un peón de estribo. Le salieron al paso al viajero y preguntaron su nombre. Altanero,
respondió: yo me llamo Franco Real Jaramillo Restrepo, ¿para qué soy bueno?
Usted no es bueno para nada, señor, es mejor que se baje tomando precauciones
porque el perro y nosotros somos muy nerviosos - dijo Romano con autoridad -.
El perro amenazante hizo más fácil la faena. El peón de
estribo fue sometido y atado a un pomo lateral y Franco Real fue despojado de
sus ropas y amarrado al pomo del medio. Prefiero que me maten antes que ser
humillado de esta manera - gritó Franco -. Cálmese señor, que usted no sirve ni
para muerto - dijo Romano -. Hace veinticuatro años, en este mismo sitio, usted
señor, acompañado de los hermanos Moranco y de Loranio Sendero, tuvo la
cobardía de violar a Ubalda, una joven
indefensa a quien ni siquiera le permitieron
el recurso de gritar, porque fue amordazada y abandonada a su suerte,
atada al mismo árbol en que está usted ahora. Yo quiero que usted viva mucho tiempo para que cuente su desgracia. Uno de los chalanes sacó de las alforjas una
navaja capadora y recibió la orden de Romano de proceder tal como se había
acordado. Procedió rasgando los calzoncillos y Romano gritó: vamos hombre, como
capando a un marrano, dejemos a este hijueputa sin jíqueras. Franco lanzó un
grito desgarrador y se desmayó. Así
tendrá algo bueno para contar en su puta vida. Metele las güevas entre las
alforjas porque si se las come el perro se puede envenenar.
Un viento seco se arremolinó sobre la llanura formando un
espiral de hojas y chamizas y los pájaros volaron espantados.
Muy pronto se serenó la tarde y el horizonte se tornó cobrizo. Montaron sus
caballos y el líder se despidió con una mano en alto: escúcheme señor Franco
Real Jaramillo Restrepo, yo soy Romano, hijo de Ubalda Santa Roque. Gusto en
conocerlo papá, estoy muy orgulloso de su hombría. porque sólo un verraco como
usted soporta una castrada.
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