Carlos Arango
Buscó la mano de su
madre y encontró una diferente, no sólo por la sequedad de la piel sino por la
ausencia de la presión cariñosa característica de ella. Sin embargo, no la
soltó o sería más preciso decir que lo agarraron más fuerte.
- Por favor no me suelte –
dijo la anciana.
- No señora – contestó el
niño.
- Me asusta esta multitud y no
sé donde estoy. Quiero ir a casa de mi hijo.
- No se preocupe señora.
¿Donde vive su hijo?
- Dos cuadras después del
parque, al lado de la barbería – dijo ella con la voz entrecortada pero un
poco más tranquila.
Él conocía
perfectamente el camino y podía acompañarla, pero debían esperar que terminara
el desfile de navidad para cruzar la calle. Aspiró profundamente, como hacía
siempre que quería saber donde estaba y percibió el aroma del pan. Su olfato
era infalible: la panadería de doña Alicia estaba a su lado, y a partir de allí
sabía que en la cuadra siguiente estaba la carnicería de don Gerardo, en la
siguiente el bar de don Alonso, al que antes que por su olor, lo reconocía a
mayor distancia por la música. Y luego - cien pasos adelante o algunos más en
época invernal, por una calle sin acera ni pavimento donde se sentía la tibieza
de la tierra - se encontraba su casa.
El chico dibujó en su
mente la ruta para llegar donde el hijo de la anciana. Debían tomar en sentido
contrario, cruzar la calle y llegar al parque,
pasar frente a la iglesia y en la esquina doblar a la izquierda. Al
final de la cuadra estaba el granero de su tía Graciela y allí debía tener cuidado
para que la anciana no tropezara pues su tía colocaba cajones con las legumbres
y frutas de temporada sobre el andén. Luego atravesarían la calle y unos pasos
adelante cuando escuchara llorar a los niños del albergue infantil, sabría que
en la puerta del lado estaba la barbería. No la identificaba por ningún sonido,
olor o algo que pudiera tocar, por lo que el albergue era su manera de saber
que había llegado.
El niño sentía el
esfuerzo de la anciana por no soltarlo, en el temblor de sus manos y su voz e
incluso en algo que podía asimilarse al sudor en su piel delgada, seca y fría.
No se quería mover e intentaba con mucha
voluntad y poca fuerza atraerlo hacia ella.
-
Señora, esperemos donde doña
Alicia a que termine el desfile y yo la acompaño.- dijo el niño con aplomo
intentando tranquilizarla y aislarse del tumulto.
-
Si, hijito – respondió ella
sin soltar la mano del chico. Realmente no escuchó muy bien lo que le dijo,
pero sabía por el tono de voz y porque la frase había concluido que debía
contestar algo y “SI” era casi siempre
una buena respuesta. Su visión ya era nula, su oído no reconocía diferentes
sonidos simultáneos y sus movimientos
eran muy lentos, pero su amor por la vida continuaba intacto. Quería pasar todo
el día de Navidad con sus nietos pero debido a los desfiles de Diciembre su
hijo sólo podría ir por ella en horas de la tarde. A pesar de la insistencia de
su hijo para que lo esperara y no hiciera sola el trayecto a su casa, ella se
aventuró a hacerlo, se perdió en el camino y ahora estaba en manos de un
pequeño para ayudarla a llegar donde sus nietos.
Sin prisa entraron a
la panadería, buscaron una mesa cerca al mostrador y ordenaron dos pasteles de
guayaba con café que les trajeron inmediatamente. Cuando iban a la mitad, ella
con una mezcla de timidez y agradecimiento le dijo:
-
Eres la primera persona en
mucho tiempo que no me entrega un papel para limpiarme las migajas de comida
que caen sobre mi falda. Suena tonto, pero te lo agradezco.
-
Señora – dijo él alegremente
con su boca llena de pastel– yo estoy ciego y no sé si usted tiene migajas en
su ropa.
-
¿Ciego? ¿Eres discapacitado
y no ves? Yo tampoco puedo ver, niño. ¿Cómo vas a llevarme donde mi hijo?
-
Señora, cuando me ofrecí a
acompañarla ya sabía que usted no veía
nada.
-
¿Porque lo sabías?
-
Porque usted agarró mi mano
de la misma manera que lo hacen mis hermanos cuando caminamos por un lugar
oscuro o jugamos a vendarnos los ojos y. como es medio día y me imagino que no
tiene los ojos vendados, concluyo que usted no ve- dijo solemnemente el pequeño tratando de
aparentar más edad.
-
Tienes razón, además estoy
vieja, pero me imagino que eso también lo notaste.
-
Si señora, eso lo supe por
su piel, su voz y su forma de caminar- dijo con orgullo el niño.
-
Y ¿cómo me llevarás? –
Continuó ella incrédula.
-
Señora, créame que yo sé
llegar hasta allá – afirmó él con seriedad, con un discurso que había
interiorizado varios años atrás. - Mi papá me enseño que yo NO SOY un
discapacitado, sólo soy alguien diferentemente capacitado. Mis hermanos piensan
que caminan más rápido que yo, pero eso es en el día pues en las noches sin
luna yo soy el más veloz de todos, además noté su ceguera sin que usted me lo
dijera… Por eso soy diferentemente capacitado.
-
Tienes razón hijo – repuso
ella con ternura. Tú papá parece ser alguien muy sabio.
-
Si señora, lo sabe todo. Es
Rogelio, el director de la escuela.
Ella reflexionó un
instante y le dijo:
-
¿Sabes algo, niño? Yo fui
durante muchos años la partera del pueblo y traje al mundo a tu abuela Lucrecia
y también a tu papá… Eran una linda familia. Y ¿él te enseña muchas cosas?
-
Si señora, él me enseña y mi
maestra también. Soy el mejor estudiante de mi curso.
-
El desfile ya va a terminar,
podemos salir. – Continuó.
-
Pero niño, ¿cómo sabes eso?
Yo sigo escuchando la misma algarabía.
-
No señora, el sonido de la
parte de atrás del desfile ya es débil y por eso lo sé. Cuando yo era más
pequeño mi mamá decía lo mismo que usted e iba hasta la puerta a mirar si era
cierto, pero ahora me cree – dijo en tono alegre mientras buscaba su mano para
ayudarla a levantarse.
Salieron lentamente a
la calle y como había dicho el joven, ya el desfile había pasado e iba un poco
más adelante. Se dirigieron hacia la iglesia y la anciana dijo pensativa:
-
Eres un niño muy astuto. ¿Cómo
puedes ser el mejor de tu curso? ¿Te hacen pruebas diferentes a las de los otros
niños?
-
No señora. Mi papá conoció
los computadores en la capital y con mamá y el apoyo del señor alcalde abrieron
el café internet. Yo escaneo los libros y luego el computador me los lee. Yo
tengo muy buena memoria y puedo aprender solo, Claro que cuando el libro es muy
viejo o está arrugado, mis hermanos me ayudan copiándolo en Word. Hace poco
copiaron un libro entero de más de cien hojas. Así es como me ayudan, pero en
la escuela me hacen los mismos exámenes que a mis compañeros. A mí lo que no me
gusta es la voz del compu pues parece un robot.
La mujer sólo
entendió que él no tenía ventajas sobre los demás y usaba recursos diferentes
para aprender.
-
El lunes obtuve un excelente
en biología con mi corazón de arcilla. Me demoré un poco pero fue el mejor de
todos,
Pasaron la iglesia y
en la esquina doblaron a la izquierda.
-
¿Hiciste un corazón en
arcilla? ¿Nadie te ayudó? ¿Y fue el mejor? – Ella pensó que eso era imposible y
que los profesores eran condescendientes con el pequeño.
-
Me ayudó don Gerardo.
-
¿El carnicero? ¿Conoce de
escultura?
-
No señora, él me prestó el
corazón de una res y yo lo toqué por todas partes, y como tengo muy buena
memoria, luego con la arcilla lo hice igual. Mi mamá decía que le daba mucha
“impresión” la manera como yo acariciaba ese corazón, pero si no lo tocaba así
no podría hacerlo igual con la arcilla – explicó con sencillez-. No le puse
colores como mis compañeros, pero el profe me dijo que el corazón era de un solo
color, como un pedazo de carne.
Cuando el olor de las
naranjas fue más intenso el niño tanteó con la mano que le dejaba libre la
anciana, los cajones que estaban sobre la acera. Su tía lo vio y gritó
alegremente:
-
Hola Lagañita, te amo.
-
Hola tía Graciela, yo
también la amo.
-
Ven me das un beso
El niño soltó a la
anciana, fue donde su tía y rápidamente regresó para retomar la mano de su
compañera de viaje.
-
Te dice Lagañita? – preguntó
la anciana.
-
Si señora, todos me dicen
así – contestó el pequeño. –Nací con mis ojos llenos de lagañas. Era por la
enfermedad que me dejó ciego, y decían que era feo, pero pienso que era más feo
que dijeran que era feo, porque hacían sufrir a mi mamá.
-
Pobre chico.
-
Yo estaba muy pequeño y no
lo recuerdo, pero a mi mamá le dolía: Hasta que se le ocurrió comprarme unas
gafas oscuras con las que le dijeron que me veía lindo. Ahora me compra unas
cada mes y tengo muchas. Yo no entiendo porque algo tan pequeño como unas gafas
hace que deje de ser feo y me vuelva lindo – Había un dejo de tristeza en sus
palabras.
-
Yo no te veo y sé que eres
muy lindo.
-
Wikipedia dice que también
puede decirse “legaña” – Ella no sabía quién era Wikipedia, pero le creyó.
-
¿Sabe algo más que no
entiendo? Los que me decían feo siempre están de afán, caminan rápido y si
estuvieran con nosotros, estarían mirando hacia la casa de su hijo para saber
si hay alguien en la puerta, pero no notarían el aroma de las verduras y frutas
frescas que vende mi tía al lado de ellos. Una vez le pregunté a mi papá por qué
hacían eso y me respondió que mucha gente sólo se preocupa por la meta sin
apreciar el camino mientras que yo sí disfrutaba el camino. Lo hago porque me
toca, pero me gusta que sea así.
Cruzaron la calle y
él le dijo que ya estaban cerca.
Escucharon el llanto
de los niños y Lagañita, usando un tono formal como el de un guía turístico
experto, le anunció que habían llegado. Antes de tocar a la puerta, la anciana dijo:
-
Lagañita, me dijiste que me
ibas a traer, pero no me dijiste que iba a tener una compañía tan especial, te
mereces esto – dijo sacando con
dificultad un billete arrugado de su sostén que puso en la mano del niño.
-
No señora, usted no me debe
nada.
-
Acéptalo hijo, como regalo
de navidad.
-
No doña Rosa, usted ya me
dio el mejor regalo de navidad que he recibido.
Ella
no recordaba haber mencionado su nombre.
-
¿Cómo sabes mi nombre,
pequeño?
-
Mi abuela nos contó que cuando
papá iba a nacer, venía con el cordón umbilical enredado en su cuello y que gracias a que doña
Rosa la partera que lo atendió, él sobrevivió. Recuerde que yo tengo muy buena
memoria.
Ella
revivió el día. Era navidad, atendería el parto e iría a casa a preparar la
cena para su esposo y sus hijos. Fue muy complicado, pero todos en la casa
ayudaron trayendo agua, toallas, cantando villancicos hasta cuando la criatura
nació completamente sana. Al finalizar la tarde, regresó a casa llena de
comida, postres y galletas que le regalaron los abuelos del bebé, para que ella
no tuviera que cocinarles a sus hijos. Fue una navidad diferente, ¿cómo
olvidarla?
-
Y ¿qué regalo dices que te
he dado yo?
-
Señora, mi papá está de
cumpleaños hoy, y si él no viviera, yo tampoco viviría, entonces le debo mi
vida. Él es el mejor regalo de navidad que hemos recibido en mi familia, y eso
nos lo recuerda mi abuela todas las navidades.
-
Ven acá pequeño, tu papá
tiene razón eres muy diferentemente capacitado– dijo acercándolo para
abrazarlo.
El pequeño respondió
el abrazo de la anciana y sintió una dosis de amor igual a la que encontraba en
brazos de su madre.
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