Eliseo Cuadrado
A las dos de la tarde recorría la avenida de tres carriles de
sur a norte. Miré por el espejo retrovisor derecho y al constatar directamente
la ausencia de otro vehículo, me dispuse a cambiar de carril con la precaución
adquirida en un accidente reciente ocurrido en iguales circunstancias.
Súbitamente mi
carro fue impactado por una motocicleta. Solo tuve tiempo de aferrarme más al
timón mientras veía pasar por la ventanilla derecha la mancha gris de la moto
con su dueño agarrado de los manubrios que un árbol detuvo a dos metros del punto
de choque.
Minutos después
llegó una ambulancia con enfermeros que se encargaron de la pequeña herida de
su muslo. Antes de terminar la curación apareció la cama–grúa.
Mi celular
sonó, la voz del abogado de la compañía de seguros.
- Déme la dirección, estoy cerca. No salga del carro. No hable
con nadie. Anote el número de la placa del agente que le pida los papeles.
Para mi sorpresa el chico
de la moto, desde el pavimento, me saludó sonriendo en medio de los tubos
retorcidos, del sillín colgando de su soporte y de las ruedas discobaladas
rotando lentamente. La conmoción me impidió contestarle el saludo de su
insólito gesto amistoso.
Con el abogado,
llegaron dos agentes de tránsito que me pidieron los papeles del carro.
En instantes dibujaron el gráfico y me informaron que arrimara el carro
al andén para evitar otra colisión. Ya podía salir.
Noté que el abogado de la
agencia de seguros platicaba con el chofer de la grúa mientras los del tránsito
aguardaban a prudente distancia.
El abogado se
dirigió a mí.
-Son
trescientos mil pesos.
-En este
momento no tengo esa
plata.
-Llame a algún
familiar, vecino, amigo. Usted verá.
Alguien trajo
lo que faltaba.
Sin
preguntarle, el abogado espontáneamente me informó que el chofer de la grúa
pedía esa cantidad para no llevar el carro a “los patios”. De todas maneras la
grúa desapareció con el carro. El abogado ofreció llevarme a la clínica a donde
trasladan, por razones desconocidas, a todos los accidentados.
La prueba de
alcoholemia fue obviamente negativa. Me reseñaron, me leyeron en voz alta
mis derechos, me mostraron el croquis del accidente.
-Fue una
invasión de carril. Firme aquí.
-No firmo. No
invadí el carril. El chico de la moto me embistió.
Mi abogado se
acercó y con un susurro al oído me aconsejó que firmara y en sesenta minutos me
podría ir libre de todo cargo.
-¿Así no más?
-Así no más. Y
sonrió con sarcasmo.
Conocí a la familia del motociclista, todos entramos al pabellón
de observación de urgencias. El padre le balbucía palabras de consuelo a la
madre. ¿Harían parte de la conspiración? De nuevo mis miradas se cruzaron con
las del accidentado, otra vez sonriente. Llegó mi abogado preguntando por el
carro, pero nadie supo darle una respuesta. Sonó su celular y recibió la
dirección. Después de dar muchas vueltas y de noche, llegamos. En una valla de
planchas de zinc oxidadas estaba escrito “Patio” con caligrafía de kinder. No
podía pertenecer al tránsito. Entramos. Al fondo estaba mi
carro rodeado de otros. Algunos con señales de haber estado allí varios
días.
-Abogado.
¿Cuánto le debo?
-¿A mí? Nada
por el momento. Después hablaremos - fue su respuesta otra vez sarcástica-.
-¿Me puedo
llevar el carro?
- Me temo que
no.
-¿Y cuál es la
vaina ahora?
- Me
avisaron por el celular que el joven de la moto acaba de fallecer.
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