Eliseo Cuadrado
El
día veinte y cinco, al poco tiempo de salir el sol, los vecinos de la
cuadra salíamos a mostrar lo que nos había traído el Niño Dios. No alcanzo a
recordar si la expectativa al acostarnos el veinte y cuatro era mayor que el
despertar al día siguiente a buscar el traído.
Tenía
la costumbre de dejármelos debajo de la cama. Siempre eran dos o tres. Y nunca
coincidían con mi lista, lo que me provocaba la primera pataleta que empezaba a
calmarse cuando descubría que la lista de mi hermana también estaba incompleta.
O tenía algún juguete cambiado.
Nunca
logré que me trajera la bicicleta que había empezado a pedir años atrás y notaba que las explicaciones de
mis padres perdían fuerza a medida que pasaban los años.
Mis
vecinos empezaron a notar que mis juguetes eran los más conservados. No tenían
manchas, ralladuras ni machucones y a
medida que progresaba el mes salía a jugar con menor frecuencia. En cierta
ocasión me preguntaron porqué y no tuve más remedio que decirles la verdad. El
niño Dios se los volvía a llevar el seis de enero.
Todos
se rieron y a coro me dijeron pendejo quien se los trae y lleva es tu papá. Me
dio tanta rabia que los amenacé con pedirle al Niño un juguete que ninguno de
ellos pudiera disfrutar.
La
noche de Navidad me lo trajo sin falta. Eran dos cajitas. En una había un
dominó y en la otra veinte y ocho dados.
-¿Cómo
se juega? Me preguntaron.
-
Antes que todo: Observen que el número de puntos en la cara de cada dado
coincide con el de las fichas del dominó. Eliminen el dobleblanco y todas las
fichas que tengan blanco.
-¿Y
cómo se juega?
-Solo
sé que se llama el “Domidado”. Invéntenle las reglas si son tan berracos. Y me
fui.
Entré a la casa y empezaron a tocar, primero
el timbre y después la puerta. Molesto mi Papá me dijo que si no les abría yo,
les abriría él.
-No
les abras. Están asustados. Me estoy desquitando.
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