Eduardo Toro Gutierrez
Caíno Malafama,
espigado y musculoso, cargaba con la popularidad de ser uno de los más
guapos de Yaburí. A sus veintiséis años había acumulado diez de experiencia en las faenas de arriería, respondía por una mulada de
veinticuatro cabezas y dedicaba todo el
tiempo a las tareas propias del oficio.
Mantenía la recua bien alimentada, los aperos en impecable
estado y el poco tiempo que dedicaba al reposo era para soñar, tendido sobre
enjalmas, con una negra indómita de carnes apretadas que vivía en Zaragoza;
manejaba la aguja de arria con la habilidad de una araña y se distinguía de los
demás arrieros por el uso permanente de una mulera tejida por encargo, en pabilo rojo, por manos expertas en el municipio de El
Retiro; el sombrero de fieltro blanco cubría sus cabellos ondulados y negros
como plumas de marabú; calzaba cotizas, llevaba al cinto una peinilla
envainada y un zurriago de verraquillo
negro con látigo de cuero de buey y el
carriel de nutria terciado en bandolera.
Enjalmaba y cargaba, descargaba y desenjalmaba con
sorprendente facilidad y sin recibir ayuda. Decían en la región que Caíno
Malafama tenía la fuerza de seis mulas juntas y que era tan
baquiano y tan verraco porque era
“ayudao” por el mismísimo Diablo. Aseguraban que la mulera
roja y el tapa pinche fueron embrujados
por La Pavita, hija de La Pava, de quien heredó
sus encantamientos y que, estribado en su embrujo, realizaba en minutos faenas que a siete arrieros les
demandaba una mañana o todo el día.
Las muchachas de Yaburí, al paso del apuesto arriero, no disimulaban una mirada de coquetería que
Caíno correspondía con una desinteresada sonrisa. No se le conocía mujer, entonces
se decía que estaba atrapado bajo los hechizos
de La Pavita, hija de la bruja mayor, Dulce Pava, de quien heredó el
emporio minero del nordeste antioqueño, junto con los conocimientos para preparar extraños bebedizos, más el poder de cubrir largas distancias viajando
metida dentro de un huevo de guacharaca.
Para Monsalve, el viejo comprador de oro y dueño de la
mulada, era rentable mantener a Caíno al frente de su recua, a pesar de que el
cura lo instó varias veces a que prescindiera de sus servicios, argumentando
que éste tenía pacto con el Diablo y actuaba apuntalado por los encantamientos
de La Pavita. Caíno era silencioso, solitario y honesto; con él las cuentas
eran claras y no había espacio para la duda. En tantos viajes Charcón-Yaburí,
nunca se le perdió un solo tomín de oro, las cuentas fueron siempre justas.
Se contaba en el pueblo que un día la mulada de Berrío se
alistó para viajar al Charcón y tomó camino muy temprano liderada por la mula
campanilla; cuatro horas después salió Caíno Malafama con la recua para cubrir la misma ruta y cuando los
arrieros de Berrío cumplieron la dura jornada, ya Caíno había descargado,
desenjalmado y alimentado la recua. ¿Cómo puede ser que este hombre haya
llegado primero que nosotros y esté casi
de regreso? ¿Qué trocha tomó que nunca nos vimos alcanzados? –Se preguntaban
los arrieros de Berrío- Este hombre tiene pacto con el Diablo o es el mismo
Puto Erizo. –Repetían asombrados-
Los embrujamientos de La Pavita eran reconocidos en toda la
región y la consideraban capaz de transportar a una persona, de un lado a otro,
sin importar distancia, pero cargar con toda una mulada metida
entre un huevo ya era demasiado. Dulce Pava hacía viajes misteriosos, siempre
se dio por cierto, pero que La Pavita, la consentida hija de la gran bruja,
haya alcanzado poderes para meter y transportar entre un huevo a todo un
ejército, son cosas del mismo Diablo.
Cuando la mulada viajaba a Campamento se tomaba cuatro días
para regresar a Yaburí cargada con
chocolate, cigarrillos, café, cerveza y víveres en general; gastaba tres días en el descanso de las bestias, después cargaba
y continuaba viaje hacia el Charcón; en el Charcón pausaba cuatro días para el
reposo y luego se cargaban con cacharros provenientes de otros países que
entraban por Barranquilla rumbo a Medellín y también oro empacado
en taleguitos de lienzo, debidamente rotulados, que los barequeros enviaban a Monsalve para
que abonara su valor al saldo de sus respectivas
cuentas.
Una mañana en que Monsalve, el viejo de cabellos platinados y
bien cuidados, cumplió el ritual de quitar la docena de candados que
custodiaban la tienda de abastos, observó que la caja fuerte de la cual solo él
conocía la clave, estaba abierta y vaciada. Sobrecogido recordó que los doce
candados estaban todos en su lugar y no
fueron violentados, entonces se preguntó: ¿por dónde se entraron los ladrones?
Bajó hasta el depósito para investigar sobre la segunda puerta de acceso y la encontró con la triple tranca con que se
acostumbraba asegurar. El único indicio de que alguien hubiese estado en el
lugar era una mulera de pabilo rojo tirada sobre cajas de madera protegidas con encerados.
Monsalve, desconcertado, se dio a la tarea de hacer un balance sobre la
cuantía del robo y descartó denunciar ante las autoridades el misterioso hurto.
De su cuaderno de cuentas sumó el valor
en peso de una buena cantidad de libras
esterlinas; dieciséis pequeños talegos de lienzo con oro en polvo y cinco más
con oro en granos; un cofre de madera con cadenas de oro y otras joyas
ricamente trabajadas por orfebres de
Zaragoza. El robo ascendió a la fabulosa suma de un millón trescientos mil
quinientos ochenta y cinco pesos con treinta y siete centavos, el más valioso,
hasta entonces, en la historia delictiva del nordeste antioqueño. Establecida
la cuantía del daño, el viejo procedió a guardar en la caja fuerte la mulera de
pabilo rojo.
Pasaron cuatro días, de pronto se escucharon los jadeos de las mulas y el repique musical de herraduras sobre las calles empedradas de la plazoleta del
triángulo. La mula campanilla se detuvo justo al frente del depósito de
Monsalve y el resto de mulas paró en su entorno. Caíno Malafama descargó
desenjalmó y dio de beber aguamiel a las bestias, entró a la tienda, saludó
cordial y preguntó ¿Qué tenemos de muevo por aquí, Don Monsalve? Nada hombre,
nada que usted no sepa de sobra –agregó intencionado Monsalve y fue directo- Oiga
Caíno, extraño verlo sin su mulera de pabilo rojo. La mula campanilla está muy
chúcara, Don Monsalve, y le cubrí los ojos con ella. El viejo se asomó incrédulo
a la puerta y ciertamente la mula campanilla tenía cubierta la cabeza con la
mulera roja. Volvió rápido a la caja
fuerte, apresurado marcó la clave, tiro ansioso la palanca y abrió
comprobando con sorpresa que no estaba la mulera de pabilo rojo.
Caíno sacó del carriel cinco atadillos de lienzo y los
entregó al viejo comprador de oro. Es
todo lo que mandaron, Don Monsalve, dicen que la minería está muy dura, pues se
les metió el invierno en mitad del verano y para colmo la región está llena de
mineros que llegaron de otras partes. Si usted no dispone otra cosa voy a
preparar viaje para mañana en la madrugada, por allá hay escases de comida y me
esperan temprano con el bastimento.
Tiempo después se supo
en Yaburí, que Caíno, cumplida su última jornada, descargó los víveres y atendió la mulada, guardó los aperos y,
cuando sobre los lomos del rio empezaron
a danzar las luces vespertinas, buscó
los brazos de La Pavita para trenzarse en ellos y embriagarse en el
perfume de sus carnes apretadas. Fue cuando
la negra ordenó a dos sirvientes
que la obedecían como esclavos, que vaciaran todas las
enjalmas y tomaran el oro que Caíno Malafama escondía en sus
entrañas, asegurado como en una caja fuerte. Después le dio a tomar un bebedizo que lo abandonó extraviado
en las marañas del olvido, y lo dejó atolondrado en el corredor, cantando, día y noche, canciones napolitanas con acento
paisa, aprendidas a un anciano italiano
que ni siquiera recordaba que su nombre era Gianfranco Corella, enternecido
arrullando, envuelta en la mulera de pabilo rojo, una
muñeca de trapo con pelo de lana amarilla y un corazón puyado con alfileres de cabeza negra.
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