José Antonio Cortés
De
cuando en cuando, y ocultando la selva impenetrable, cúmulos de nubes forman un
piso de algodones resplandecientes sobre el cual se deslizaba airoso el Dornier 328, de 32 pasajeros.
Luego reaparece el verde espeso y unas enormes cicatrices que surcan brillantes
la espesura ─ como serpientes de terracota ─ escoltadas por jirones de
nubes, reptando serenas hacia el gris inmenso del mar Pacífico. Los ariscos
vientos mecen el turbo hélice como una cometa; a ratos el avión tiembla como
atacado del mal de sambito. Sentí una presión intensa en las entrañas. Las
turbulencias me aterran; igual que el despegue. Es una sensación extraña que me
incapacita, porque me siento morir y solo revivo cuando el avión aterriza; entonces hago
propósitos de enmienda, prometo cambiar mi vida y sobre todo jamás
volverme a subir a un avión.
Después de un tiempo
que se me hizo eterno, de pasar y pasar serpientes terrosas de caudal incierto,
divisamos un pueblo enclavado en la desembocadura de un inmenso río ─el más
grande desde la partida─ que convertía en color arcilla el gris tranquilo del océano.
En un claro de la selva deforestada, avistamos la pista de aterrizaje. La
cercanía de la pista y el anuncio del capitán me sosegaban.
Ya veía los árboles,
tan altos y su ramaje tan frondoso que ocultaban del sol todo lo que había debajo.
Veía el pueblo sobre la orilla; una
población pequeña rodeada de selva, la plaza y la calle principal. El embarcadero, unas gradas
de cemento rodeadas de manglares, varias personas y canoas.
Pasando sobre el pueblo y abandonando el
gran rio, el Dornier 328 hizo una U forzada sobre la desembocadura,
adentrándose en el mar, para después volverse y enfilar hacia la pista de
aterrizaje. Con el cinturón ajustado y las manos crispadas sobre los brazos de
la silla, volví a sentir el pánico cuando el turbohélice, al girar, casi se
puso de costado y vi por la ventanilla la terrosa agua, tan cerca, que juraría la
rozó con el ala. Cuando se enderezó y vi la vegetación, sentí un alivio que se
tornó en placer cuando el avión tomó pista. El brusco contacto del tren de
aterrizaje con el asfalto, es para mí, uno de los momentos más sublimes de la
vida. Cuando el avión se detuvo, tenía el cuerpo engarrotado y estaba helado. Sentí
como si me hubieran quitado un gran peso de encima y aplaudí frenético, mis
compañeros me miraron burlones.
Era un aeropuerto pequeño, solo hay un
vuelo diario. Al descender, el primer golpe fue un calor intenso y sofocante.
Un tipo de mirada turbia, escrutaba sin disimulo a todos los pasajeros. Nhora
─la enfermera encargada del hospital─ una negra de facciones finas y dentadura
perfecta, nos esperaba. Caminando por una calle en tierra apisonada nos
dirigimos al hotel.
Llevábamos tres meses
preparando la brigada médica. Habíamos traído todo el material e instrumental
para realizar consulta médica y cirugías de poca complejidad, en dos jornadas.
Éramos cinco, tres enfermeras: Nancy, Margot y Alejandra; Jorge, el cirujano y
yo el anestesiólogo. Terminada la
jornada nos iríamos de paseo, a bucear a isla Gorgona por dos días.
Era un pueblo pobre, caluroso, a la
vera de un rio tan ancho que desde una
orilla casi no se alcanzaba a ver la otra; habitado por pescadores y
agricultores. Caminando hacia el hotel por
la calle principal adoquinada, sentíamos un sudor pegajoso; embelesados no
parábamos de contemplar el rio, los niños nadando, mujeres lavando ropa y
campesinos que pasaban en sus canoas con el agua al borde, cargadas de pescado,
cocos, racimos de plátanos y chontaduros. También niños en pequeñas canoas
hechas de troncos de árboles labrados. El rio se represaba en la desembocadura
y parecía que su corriente iba monte adentro.
El hotel era una
casa de tres pisos, de habitaciones pequeñas. Una cama de tubos
metálicos, un viejo colchón de lana, un armario de madera y un ventilador de
aspas era el mobiliario.
El hospital estaba muy abandonado, las paredes descascaradas y
comidas por el salitre; los equipos llenos de herrumbre y no había agua potable.
Fuimos a caminar por
el pueblo. Unos hombres sentados en el parque nos miraban con actitud
vigilante. Conversamos con la gente, nos contaron que todavía había viejitos en
el pueblo que recordaban cuando el mar devolvió el rio en el tsunami que siguió
al terremoto a principios de 1.900.
Después de cenar
pollo asado en un comedero del parque nos fuimos al hotel. La inmensidad del
rio se perdió en la noche, como un gigantesco monstruo dormido del que solo se
sentía su omnímoda presencia, el viento húmedo traía su olor a tierra. Los grillos, las chicharras y los ruidos de la
selva, se hicieron más cercanos, el pueblo fue quedando desierto.
Cuando desperté en
la mañana estaba empapado en sudor, sentía lancetas en mi garganta. Había dormido muy mal. A las diez quitaron la luz y
el ventilador de techo no funcionó más, entonces el calor, los zancudos y la
dureza de la cama convirtieron mi noche en una pesadilla. Maldije cuando al
abrir el grifo no salió ni una gota de agua. Me lavé la cara e hice buches con
agua de botella y salí para el hospital.
La mayoría teníamos cara de haber tenido una mala noche.
Con Nhora y dos
ayudantes más realizamos la ardua jornada. Mientras sudábamos tomábamos agua
envasada. Al final de la tarde una paciente se nos complicó, pero pudimos
resolverlo. Hicimos quince cirugías.
Al regresar al hotel vi al tipo del aeropuerto merodeando. Le
pregunté a Nhora por él y se encogió de hombros.
Guiados por
Nhora fuimos donde la niña Luisa, «Donde se come la mejor comida de mar, del Pacífico», según decir del
pueblo. Era un rancho de guadua, atendido por una anciana servicial, que
sonreía mostrando sus tres dientes de oro. La comida, exquisita y muy barata.
Cuando íbamos de regreso notamos que dos hombres nos seguían con disimulo,
Nhora me notó sorprendido, dijo que seguro eran curiosos. Los tipos
desaparecieron cuando se nos vino encima un aguacero con tronamenta; corrimos
saltando charcos hasta llegar al hotel, embarrados y chorreando agua.
Toda la noche llovió
sin parar; lo cual hizo la noche fresca y dormir fue posible.
La segunda jornada de
trabajo fue más tranquila, tuvimos menos pacientes y el calor no fue problema,
terminamos más temprano. Cuando salimos a comer, el tipo del aeropuerto estaba
en la esquina, nos seguía con la mirada, pasamos frente a él sin mirarlo.
Regresamos al
hospital a recoger y embalar los equipos. Al día siguiente saldríamos para la
isla Gorgona.
Fuimos donde La niña Luisa y nos dimos un banquete de
pescado. De regreso al hotel volvieron los tipos, estaban armados y nos miraron
desafiantes. Nhora guardó silencio, evitaba mirarlos. Creo que ella sabe algo
de esta gente.
La noche fue tan
calurosa como la primera, no pude
dormir. No había agua, ni luz eléctrica, pero abundaban los zancudos. No podía conciliar
el sueño pensando que en cualquier momento vendrían a matarnos los tipos que nos
han estado vigilando. Algo que arañaba debajo de la cama me llenó de pavor; una
criatura se arrastraba. Prendí una vela y vi un gigantesco cangrejo rojo con
visos rosados y grandes tenazas, que se paró desafiante cuando le hice un
amague, luego huyó debajo del armario. Me desperté varias veces aterrado y
sudando; soñaba que estaba en una cueva y un monstruoso cangrejo que salía de
la oscuridad, me cortaba el cuello con sus tenazas.
La mañana en que salíamos
para la isla Gorgona, Nhora no llegó al embarcadero; fui a buscarla a su casa,
pero me dijo que había amanecido muy indispuesta, que no podía ir; yo la vi más
nerviosa que enferma.
Cuando estábamos en el embarcadero, aparecieron veinte hombres
vestidos de camuflado, con fusiles y apertrechados como para una guerra. «De
parte del comandante Arnulfo, quedan retenidos, si colaboran, se les respectarán
sus vidas». ¡Tenían los equipos médicos que habíamos dejado embalados en el
hospital la noche anterior! El tipo que parecía ser el comandante del grupo señaló
una lancha en la cual estaba el tipo del aeropuerto, con otro, también armado.
«¡Muévanse pues, hijueputas!
Seis se embarcaron
con nosotros; los demás, subieron a otra lancha. Ateridos de miedo, los cinco
nos mirábamos asustados. Las lanchas salieron rio arriba dejando una estela
blanca en las pardas aguas.
Durante el trayecto,
el tipo al mando no dijo ni media palabra. Jorge le preguntó a dónde nos
llevaban, y recibió una mirada feroz como respuesta. La zozobra era infinita,
sentía una opresión angustiante en el pecho. Luego de una hora que se me hizo
eterna, llegamos a un sitio en la espesura donde nos hicieron bajar. Nancy
lloraba y suplicaba, que no nos fueran a hacer daño. Nos hicieron ir monte
adentro por un camino de selva desbrozada; siempre bajo la mirada amenazante de
quienes nos espoleaban con el cañón de sus fusiles. Llegamos a un claro de
selva deforestada, de árboles talados con motosierras, donde había unos
plásticos de color negro sostenidos por palos a manera de carpas. Un tipo gordo
y bajito, de gafas y barba cana, que no traía fusil como los otros, sino una
pistola al cinto, sobrador y como si estuviera recibiendo a sus invitados en un
resort, salió a nuestro encuentro. Supimos que era el comandante Arnulfo. «
¡Bienvenidos, los señores!» Escrutándonos, continuo: «No tengan temor, sólo
queremos que nos den una ayudita con unos de nuestros hombres que necesitan
atención; si nos colaboran no les pasará nada». En seguida le gritó a un grupo,
en el cual había una mujer, también armada, que me recordó a Nhora « ¡Ayuden a estos
señores a hacer su trabajo!».
Atendimos a varios
hombres enfermos y otros heridos. En una carpa y una mesa de tablas
improvisadas como quirófano, operamos a dos que estaban muy mal; a uno de ellos
le amputamos la pierna, la tenía gangrenada y con gusanos. Fue una labor muy
azarosa por las incomodidades y la permanente vigilancia. De pronto pegué un
grito de espanto cuando sentí algo que se me enrollaba por las piernas ¡una
culebra! Uno de los hombres se acercó y la retiró con un palo, «estas no pican»,
dijo divertido al verme petrificado y con los ojos cerrados. El hambre y la sed
eran inclementes. Dos mujeres con sus fusiles en bandolera, trajeron en viejas
ollas de aluminio agua de panela, arroz con lentejas y una carne blanda que
tenía un ligero sabor a cerdo, el hambre apremiaba. También nos dieron un café amargo
que sabía a trapo viejo.
Se fue haciendo
noche y con la oscuridad aumentaron los ruidos inquietantes de la selva y el
miedo. Vino un hombre con unas cobijas y señalando unos cambuches hechos de
troncos, ramas y pedazos de lona, dijo «¡Estas son sus habitaciones, señores!».
Nos acomodamos sin chistar. Me mentalicé que iba a dormir esa noche y que al
día siguiente nos liberarían; el cansancio me ayudaría. ¿Pero cómo dormir en
medio de esta selva? ¿Con estos tipos? ¡Era como dormir encaramado en el miedo!
¡Y aun peor, cuando ya no les fuéramos útiles nos matarían, no sin antes
violar a nuestras compañeras! ¿Cómo estar tranquilos? ¡El hotel, aún sin luz, con el calor y su
cangrejo, sería un lecho de algodones comparado con esto! La luna en cuarto creciente alumbraba la
noche.
Ya había logrado
quedarme dormido cuando me despertaron los gritos de Alejandra. Todos nos
despertamos, fuimos hasta donde ella y atónitos vimos una tarántula gigante en
su regazo. El que estaba de
guardia vino y la agarró con su mano, «Es Pepita, hacía rato la estaba
buscando» dijo riendo y acariciando a su mascota; mientras Alejandra temblaba y
lloraba.
En la madrugada se
vino un aguacero que, a pesar de los plásticos, nos empapó; después una
lluvia suelta y continua hasta que amaneció. Mojados, engarrotados por el frio y con el desasosiego pegado a los huesos pasamos la noche rogando que
amaneciera. El desayuno fue café, pan duro y un trozo recalentado de la misma
carne de la tarde anterior. Jorge fue el
único que comió de esa carne.
Con el enfermero de ellos ─siempre pendiente de lo que hacíamos─,
revisamos a los enfermos y los operados. El calor hizo su aparición a las once
de la mañana y todos se alternaron para bañarse en una quebrada de agua
cristalina; también nosotros.
El ruido de
helicópteros interrumpió el baño matinal y puso a todos en alerta. Ellos se
asustaron, nos hicieron esconder en la maleza. Me espeluzné al imaginarme un
bombardeo; volví a respirar cuando los helicópteros pasaron de largo. El
almuerzo fue otra vez el mismo menú. Luego cada uno se ocupó de sus tareas.
La tarde se nos hizo
eterna, aparte de revisar a los enfermos no teníamos más que hacer. El tipo que
nos secuestró ─el comandante Matasiete─
nos trajo a todos botas pantaneras; Jorge y yo nos miramos acontecidos, eso
sólo significaba que lo nuestro iba para largo. Nancy se largó a llorar. Matasiete era un tipo hosco que no hablaba con nadie ni
permitía a sus hombres hablar con nosotros. Uno de ellos, el de la tarántula,
nos dijo burlón: «Mejor que se hagan a la idea que van a estar mucho rato por
acá, los doctores».
Nos trajeron
uniformes como los de ellos y utensilios de aseo personal. Los días se repetían
iguales, los mismos quehaceres, la misma dieta de arroz y lentejas o arroz y
pastas, más carne de algún animal de monte. No volvimos a ver al comandante
Arnulfo, Matasiete era el amo del
campamento. Nos trajeron periódicos y revistas viejas y un juego de ajedrez; fue lo mejor. Matasiete empezó a tener detalles y
preferencias con Margot, que lo rehuía temerosa. Lo sorprendí mirándola con
lascivia cuando nos bañábamos en la quebrada.
Con Jorge y Margot, acordamos
un plan de fuga; jugando ajedrez refinábamos los detalles, recordando historias
de periódicos, de los escapados de la guerrilla. En la madrugada nos despertaron los gritos y un trasegar de
hombres. El comandante Arnulfo había regresado con varios hombres, dos de los cuales
estaban heridos. Uno venia tan mal que murió apenas tratamos de intervenirlo,
al otro logramos salvarlo después de varias intervenciones. Supimos que eran
comandantes de grupo. Apenas pudimos
estabilizar al herido, levantaron el campamento y siguió un caminar de horas
por la manigua hasta que salimos a un caudaloso rio y nos embarcamos al
anochecer en tres grandes lanchas que iban distantes unas de otras. El
comandante Arnulfo siguió con sus hombres para otra parte. Las condiciones en
el nuevo campamento fueron diferentes, el trato fue más displicente, nos
quitaron los radios y el ajedrez. Matasiete
siguió asediando a Margot quien de día no se despegaba del grupo y en la noche
se metía en el cambuche de Jorge. El tipo de la tarántula dijo: «A Matasiete le gusta mucho la enfermera».
Nos despertaron unos
disparos en la madrugada y la agitación en el campamento. Varios hombres
corrieron hacia la espesura y regresaron arrastrando los cuerpos cubiertos de
sangre de Jorge y Nancy. También traían a Margot llorando aterrorizada. Matasiete, vociferaba rabioso: «¡Así
termina todo el que quiera escaparse!». Abatidos, lloramos a nuestros compañeros cuando se llevaron los
cuerpos monte adentro; dijeron que los iban a sepultar. Nos redoblaron la
vigilancia a los tres que quedamos.
A la noche siguiente
varios hombres tomaron por la fuerza a Margot, gritando mi nombre, se defendía
con mordiscos y uñetazos, «¡Tranquila, mami, el comandante solo quiere que le
alegres la noche!», No sé de donde saqué valor para enfrentármeles, «¡Vos, mejor
te calmás que todavía no te toca!» y me cogieron a culatazos hasta que perdí el
conocimiento. Me desperté encadenado por el cuello a un árbol, me dolía todo el
cuerpo. Margot y Alejandra no estaban, nadie me dio razón de ellas. No entendía
porque no me habían matado. La respuesta la tuve varios días después, cuando Matasiete, pasándome un papel y un
bolígrafo me dijo: «Sabemos que su familia es acomodada; colabórenos con una
cartica para su familia, necesitamos un dinerito; si nos lo consiguen usted se
va para su casa». Aproveché para preguntarle por mis dos compañeras, «Ellas
están bien, no se preocupe, doctorcito, nomás haga la carta».
Con los culatazos de
la otra noche perdí la noción del tiempo; no sabía cuánto tiempo llevaba secuestrado. Me quitaron el radio y una
libreta en la que además de fechas y sucesos anotados tenía escritos ocho
cuentos. No volví a tener periódicos ni revistas, ni cosas de aseo, la comida
escaseaba; habíamos cambiado tres veces de campamento.
De noche me
encadenaban al cambuche, me vigilaba muy de cerca un hombre que nunca me
dirigió la palabra ni contestó ninguna de mis preguntas. Por decisión del
comandante Matasiete, no me dejaron
intervenir más como médico, me culpaba de la muerte de una de sus mujeres, que
hizo una complicación respiratoria cuando le ponía anestesia para un aborto. Creo
que solo espera la plata de mi familia para matarme.
Con un ajedrez que fabriqué
de barro, practicaba aperturas, gambitos y finales para no desquiciarme. Estoy
greñudo, flaco, barbado y con una cadena al cuello. Hace varias semanas estoy
inapetente, en las moches me da fiebre, sudo frio, tengo úlceras y llagas en la
cara y los brazos. Insistí al comandante para que consiguiera Glucantime, «por ahora es imposible»,
contestó áspero.
Las condiciones en
el campamento cambiaron con la llegada del comandante Arnulfo. El trato mejoró
mucho y otra vez hubo comida e implementos de aseo. El comandante Arnulfo,
con sus botas relucientes y su uniforme nuevo, me visitó en el cambuche;
aparentaba estar sorprendido por mi estado, escuchó mis quejas y dijo que me
iban a mejorar, antes de liberarme y
que iban a hacer una investigación
exhaustiva para saber qué había pasado con mis dos compañeras. Hizo traer
papel y un bolígrafo y me pidió que hiciera una carta diciendo que me habían
tratado bien y que estaba bien de salud.
A las dos de la madrugada,
unos estallidos ensordecedores me despertaron, los fogonazos me dejaron casi
ciego. Después, en medio de luces de bengala, vino una nutrida lluvia de
metralla tan fuerte que desgajaba los árboles alrededor. Todos huían aterrados
abandonando los fusiles. En mi cambuche, encadenado a un árbol, sólo oía los
gritos de dolor y de desesperación.
Cuando se hubo disipado el humo vi cuerpos destrozados, mutilados y
chamuscados. En el sitio donde dormía el comandante Arnulfo, había un
gigantesco cráter. No podía creer que estuviera vivo; tenía el rostro cubierto
de sangre, heridas leves producidas por esquirlas. Poco después llegaron los
helicópteros y con ellos los comandos que descendieron en sogas sobre lo que
quedaba del campamento. Revisaron cada cadáver.
¡Por acá, soy
secuestrado, soy secuestrado! Grité con
toda la fuerza que pude. Ellos me escucharon; se asombraron de verme vivo.
¡Soy médico, soy
secuestrado! Les repetía frenético.
Y me solté en un
llanto acumulado, incontenible, cuando ellos dijeron:
«¡No tenga temor, somos el Ejército Nacional!
¡Bienvenido a la libertad!».
No hay comentarios:
Publicar un comentario