Carlos Arango
Tras ocho horas de
viaje y ajeno a lo que ocurría a su alrededor, el hombre esperaba la salida del
vuelo que lo llevaría a su ciudad mirando un televisor sin sonido. Una voz
femenina lo sacó de su letargo: “Dame un whisky por favor. Que sea doble pues
solo tengo dólares y no traigo el cambio exacto”, escuchó decir a su espalda.
“Un trago es una
buena idea”, pensó el hombre y se dirigió a la venta móvil observando a la
chica hacer divertidos movimientos para encontrar su billetera intentando no
derramar el licor. El hombre sonrió y ella, sin decir nada, extendió su brazo para que le sostuviera su copa
mientras terminaba su tarea.
“Soy Chiara, voy para
Medellín y vengo de Barcelona donde he vivido los últimos seis años” dijo ella,
mientras el hombre pedía un vodka y comprendía la razón de su especial acento.
“Vengo de pasar tres semanas en México” dijo él, apurando un trago y mirando a través del
cristal el dulce rostro de la chica, distorsionado por la presencia del líquido
y el hielo dentro del vaso.
La conversación fluyó
con facilidad. El ininteligible sonido de los altavoces anunció que todos los
vuelos tendrían un retraso. El hombre, fumador compulsivo, comenzaba a
enfrentarse a la disyuntiva de elegir entre la chica y su ansiedad, cuando la
observó llevar su mano al bolso y extraer una caja de cigarros. Intrascendente
y simple. Cómplices involuntarios, haciendo algo prohibido, aceptaron con naturalidad la autoritaria sugerencia de
fumar afuera.
Algunas palabras más
tarde, el hombre sugirió abrir una de las botellas de tequila que traía como
único equipaje de mano junto a su computadora. Sin titubear, ella aceptó. Más
comodidad y complicidad. Seis años después ella le diría “química, compatibilidad sensible, soledades completas”, palabras perfectas
para describir solo parcialmente lo que él sentía, pues su estómago comenzaba a
palpitar con el aleteo de innumerables mariposas.
La gélida niebla
bogotana los envolvía pero ellos la ignoraban, no se movían, preferían la
intimidad pública, el encanto de sus voces, la cercanía de sus cuerpos. La
cubrió con su abrigo y disfrutó la sensación de intimidad y erotismo que le
producía ver a una mujer usando su ropa. Una parte de él, la envolvía sin
pudor.
Su imaginación,
aliada permisiva, le dio licencia para soñar. Con sus ojos la recorrió. Abrió
lenta y suavemente los botones de su blusa disfrutando la visión de su pecho
descubierto y sus pezones endurecidos por el deseo y el viento helado. Ella,
temblando, pedía en medio de un grito silencioso ser abrazada. La tomó de la
cintura, la acercó y la estrechó en sus brazos. Las palabras se volvieron
murmullos.
“Vuelo 9231 con
destino a Medellín, pasajeros favor pasar a la sala de embarque número uno”
anunció el altavoz del aeropuerto.
La noche compartida
llegó a su fin con un amistoso beso en la mejilla. En un esfuerzo por extender
esas horas, mientras la veía alejarse, tomó el abrigo, lo estrechó contra su
rostro, buscando su olor, su esencia personal… ella seguía allí.
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