Eduardo Toro
…que
un viejo amor de nuestra alma si se aleja,
qué
un viejo amor ni se olvida ni se deja,
pero
nunca dice adiós..
Lucía y Celesty se reunían los miércoles en la tarde en el café
de la Librería Universal. El té con galletitas era el plato del ceremonial, y lo consumían alegres.El tema de su conversación
giraba nostálgicamente alrededor del imborrable
amor de Lucía, quien a sus sesenta años aún
se veía fresca y hermosa, con su bata primaveral y una sonrisa abierta y
franca. Celesty, su fiel amiga desde la escuela primaria, conocía hasta la más
íntima de sus pisadas.
Una tarde de bruma, Lucía y Celesty miraban caer la lluvia tras la vidriera cercana a la mesa que
ocupaban. Una pesada mano tocó el hombro
de Lucia y a la vez una voz varonil dijo: “si en la primera mirada no me
reconoces, me iré de tu memoria para siempre”. Lucía reaccionó emocionada y
sorprendida. Me basta el timbre de tu voz para saber quién eres y quiero que te
quedes en mi vidapara siempre, mi querido y lejano Juanelo.
Celesty confesó a Lucía ser la
responsable del “casual” encuentro e invitó a Juanelo a compartir con ellas esa
tarde de lluvia, el mejor escenario para viajar por los caminos de la nostalgia
y hacer paréntesis evocadores. El acostumbrado té fue sustituido por una
botella de jerez, que consumieron al alegre choque de las copas. Lucía y
Juanelo, tomados de las manos, se disputaban la palabra y contaban atropelladamente
las historias vividas durante el largo tiempo que el destino los mantuvo
separados.
Había pasado mucho tiempo desde el
día que Juanelo viajó a la capital para resolver su condición económica, con el
propósito de regresar al lado de Lucía.
Pero el destino es cruel y hace de nuestras vidas un amasijo de tristezas. Han
pasado cuarenta años y apenas ahora, y
gracias a los buenos oficios de Celesty, Lucía y Juanelo se vuelven a
encontrar.
Lucía, quien no supo más de la vida
de Juanelo, se casó con Borja, un
apuesto muchacho, hijo de un lusitano andariego que llego a Yaburí con los
bolsillos del pantalón al revés y así
exploró en los socavones de la mina
de La Constancia. Muy pronto se hizo a una fortuna en oro porque en complicidad con la noche, se escurría hasta
las bodegas en donde almacenaban el metal. Cada vez saqueaba uno o dos lingotes
para que no se notara el despojo. Práctica que se prolongó por años, hasta
obtener una considerable fortuna, tanta que llegó a ser reconocido como el hombre
más acaudalado del nordeste antioqueño.
Los intentos de Juanelo por contactar
a Lucía fueron inútiles.Durante un año escribió
suplicando lo esperara, pero su familia, deslumbrada por la fortuna de
Borja, quemó sus cartas y las súplicas de Juanelo se volvieron humo. Lucía y
Borja tuvieron dos hijos. Ahora Borja es un viejo lleno de achaques que se
regodea tísico sobre la enorme fortuna que heredó del lusitano andariego. Vive temeroso y asustado recostado
a la avaricia, víctima de la obsesión de que alguien se cuele por la ventana
para diezmar su fortuna. No admite extraños en su casa y sobre Lucía recae todo
el trabajo del hogar.
Lucía dedicaba todos los días de la
semana a la atención que demandaban los achaques de Borja; le suministraba los
alimentos con sus propias manos, porque el temblor de sus manos no le permitía alimentarse por su cuenta; lo
bañaba, lo vestía y lo mantenía de pañal porque se orinaba y cagaba sin control. Solo
los miércoles en la tarde Lucía se emperifollaba y salía de recreo a encontrarse con su amiga Celesty, para tomar el té con
galletitas y hablar de todo lo que no fuera el mierdero de su marido.
Los miércoles, muy a regañadientes,
su hija Marián se hacía al cuidado de Borja, era una exigencia, talvez la única,
que Lucía demandaba a su hija, pues el té con galletitas en compañía de
Celesty, representaba un escape a la libertad, una rara y alentadora sensación
de estar viva. Roland, su hijo vivía en un país lejano, tan lejano, que nunca
supo del drama que vivía su madre.
Juanelo tenía dos hijos y viarios
nietos que viven en la prosperidad, dedicados a los negocios. Lena, su mujer,
es víctima de la enfermedad del olvido, que agobia y duele más en el alma que
en el cuerpo. Es atendida por dos enfermeras permanentes. Él no sabe si la amó, o si solo
se acostumbró a su compañía, o si solo la quiso un poco por ser la madre de sus
dos hijos. Su vida siempre estuvo al servicio del recuerdo de Lucía, el único y
gran amor de su vida.
Juanelo y Lucía, un miércoles en la
tarde, en reunión en casa de Celesty, y
con ésta por testigo, acordaron unir sus vidas por el resto de sus años. Sus
respectivas familias serian informadas del trascendental paso en forma clara y
concluyente. Lucía informó del suceso a su hija Marián y pidió le contara, si a
bien lo tenía, a su hijo Roland, cuya opinión poco le importaba.
Marián recibió a disgusto la mala
noticia, precisamente en el momento en que su padre más necesitaba de cuidados especiales. Eso no
puede ser posible, después de tantos
años de estar juntos, mi padre no puede
ser abandonado. Sí es posible y así lo haré. Yo nunca he querido a tu padre, él para mí ha
sido solo un amigo, siempre lo he atendido con cuidadoso respeto y desinterés.
Ahora el destino me da la oportunidad de vivir lo que me resta de vida al lado
de Juanelo. Y continuó atareada,
organizando la ropa que se llevaría, entregó el cofre con las joyas a Marián - y agregó - de aquí no me llevo
nada. Quedas con suficientes lingotes de oro para pagar las atenciones que tu
padre necesita.
Marián, tratando de persuadir a
Lucía, la increpó diciéndole: a tu edad no se ve bien, serás el hazmerreír de
todo el mundo, tú no tienes edad para ponerte en estas ridiculeces, fíjate que
ya estás vieja. Claro que estoy vieja, replicó Lucía, me envejecí al lado de la
avaricia de tu padre y me volví vieja limpiándole las babas y la mierda.
Roland y Marian, acordaron consultar sobre la posibilidad de declarar a Lucía fuera
de control, incapaz de tomar decisiones, sin plenas facultades mentales para
obrar responsablemente. Ellos prefieren internarla en un
sanatorio. Dos corpulentos hombres redujeron a Lucía, quien inútilmente pedía ayuda.
Fue sedada y sometida a dolorosos procedimientos que la llevaron a tener terribles alucinaciones.
El miércoles de la semana siguiente,
Celesty no supo de Lucía, no acudió al encuentro acostumbrado, y tampoco llamó
a excusarse. Entonces se dio a la tarea de investigar. Supo que Lucía había
sido declarada legalmente en interdicto y recluida en un sanatorio para
enfermos mentales. De inmediato se comunicó con Juanelo y le informó sobre el
resultado de sus pesquisas. Juanelo, a quien sus hijos también acusaban de abandono y falta de caridad con su compañera
de tantos años, había tomado la decisión irrevocable de unirse en el amor con
Lucía. Lena era un ser sin memoria que naufragaba en la zozobra del olvido, a
ella le garantizaba un ejército de enfermeras para su cuidado.
Juanelo, en complicidad con Celesty,
entró a hurtadillas al sanatorio en las horas de visitas y se encontró con una
Lucía incapaz de reaccionar ante su presencia, bajo los efectos de algún
sicodepresivo. Juanelo con la ayuda de dos enfermeros, pudo rescatarla y
llevarla a una ambulancia que los condujo a casa de Celesty, en donde fue
tratada con procedimientos de desintoxicación.
Juanelo fue acusado de secuestro,
rápidamente judicializado y condenado a prisión. Celesty, con diligente empeño,
movió sus fichas y contrademandó a Marián por retención indebida de personas,
mediante el uso de métodos que atentan contra la vida y ponen en riesgo la salud mental. Celesty, ante la fiscalía,
expuso con argumentos de emotiva validez, la historia de amor de Lucía y
Juanelo, que ella había vivido como propia.
Los viejos amantes fijaron su residencia
en un pequeño villorrio del norte de los
Estados Unidos. Pasaron el primer invierno al pie de la chimenea, mirando caer
tras la vidriera los años del pasado, nostálgicas hojas desprendidas de los árboles. Pasó el invierno
y, un día primaveral, Lucía vestida de colorines y un sombrero de paja lleno de
florecitas, feliz y tomada del brazo de Juanelo, se acercó al templo
parroquial. Juanelo preguntó: ¿Qué hacemos aquí, Lucía? Hemos venido a contarle
a Dios, porque Él no sabe nada delas cosas que nos pasaron durante el largo tiempo que estuvo alejado de nosotros.
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