Daniel se despertó con desasosiego. Su camiseta esqueleto estaba bañada
en sudor, el dolor le oprimía el pecho y sentía angustia al no poder respirar por
un taco de flema. En la hamaca de al lado, dormía Leonel, su mejor amigo
y pareja, inmerso en su propio mundo. Sigilosamente, Daniel se levantó para
alejarse un poco. Bajo la noche estrellada, su cuerpo consumido por la
enfermedad se arqueaba con la tos hasta que pudo arrojar el taco.
Notó
nuevamente unas manchas oscuras en la flema. Limpió su boca con el borde de la
camiseta. Era preciso no despertar a Leonel para no preocuparlo por su estado
de salud, cada vez más precaria.
Recordaba cómo conoció a Leonel. Tenía ocho años cuando llegó el Circo
“Los Turcos” a su pueblo. Fascinado por la carpa y todo el movimiento, Daniel
había arrimado para preguntar si podía ayudar, a cambio de que lo dejaran ver
el espectáculo. Don Carlos, el dueño, lo escudriñó de pies a cabeza y simpatizó
con el muchacho de largos cabellos crespos y grandes ojos, negros y brillantes,
como el carbón del Cerrejón. Don Carlos llamó a su hijo que supervisaba el
trabajo: “Leonel, ponga a este peladito a sudar. Quiere ver a los payasos”. Desde
entonces, Daniel no se despegó del lado de Leonel. No le importaba qué oficio le
ponía. Hacía todo con ganas, a pesar de su pequeña estatura y estado de
desnutrición. Los dos se la pasaban inventando nuevas rutinas para el papel de
joven payaso necio, travieso, cansón, que no dejaba a su compañero en paz. Hace
dos años, su gran cariño los llevó a compartir la hamaca. La unión les brindó
mucha alegría. Fue un paso muy importante para sanar el abuso sexual que Daniel
había sufrido de niño y que lo llevó a huir del lado de su madre y su compañero
del momento.
El sol asomaba en el horizonte. Daniel fue a la cocina para ayudar a
Doña Sofía a picar la cebolla, pelar papas y ajo, para un caldo con hueso, si
tenían suerte, y moler maíz para las arepas. Luego se bañó con totuma y se
vistió. Leonel dio de comer al loro, al mico y al burro. Después del desayuno,
los dos maquillados fueron a repartir volantes. Hacían payasadas con el
fin de conseguir unos pesos, porque Leonel insistió en llevarlo al puesto de
salud. Nadie en el circo tenía Sisbén,
porque andaban como gitanos, de pueblo en pueblo, buscando un lote para
presentar su espectáculo. Últimamente, la supervivencia del circo tambaleaba,
porque el público exigía actos cada vez más sofisticados. Don Carlos y Doña
Sofía estaban cansados del trajín, del constante armar y desarmar, de la
carretera y de lidiar con las autoridades que siempre buscaban una
“colaboracioncita”, para dejarlos tranquilos. Se cobraba la entrada a $2.500,
pero aún así, no llegaba suficiente gente para cubrir sus gastos. Hasta
ofrecían entradas al espectáculo a cambio de comida: lentejas, arroz, panela…
Cuando llegaron al puesto de salud, no estaba el médico, pero Daniel llenó
un formulario y la enfermera le tomó la temperatura y le pidió cancelar el
costo del examen de sangre. Cómo lo vio débil, con fiebre y tos persistente, decidió
hacer una prueba seriada de esputo. Le explicó que era gratis y que se mandaba
al hospital regional en Valledupar. Como la prueba se hace en ayunas y sin
cepillarse, tenían que volver a las siete de la mañana siguiente. Fueron a
caminar un rato. Leonel puso su brazo alrededor de los hombros de Daniel,
animándolo y diciéndole que fuera lo que fuera, estaría a su lado. Daniel, en
cambio, estaba mudo, inmerso en sus pensamientos. ¿Sería posible que se hubiera
contagiado de tuberculosis? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Habría contaminado a Leonel o a
algunos del circo? El nudo en la garganta no le permitió romper el silencio.
Llegaron al circo, almorzaron y se pusieron a hacer los últimos preparativos
para la matinée.
Pasaron varios días y Daniel comenzó a relajarse. Su papel de payaso
jovencito, simpático y travieso, lo llevaba a distanciarse de su realidad,
aunque cada vez que terminaban el show, estaba ‘mamado’, sin ganas ni siquiera de
comer. El sábado estaban todos ocupados, cuando escucharon la llegada de unos
carros. Eran de la policía y de la Secretaría de Salud Pública. Preguntaron por
el dueño del circo. Don Carlos se presentó. El oficial de la Secretaría le
entregó una notificación para ponerlos en cuarentena mientras se averiguaba si además
del joven Daniel Cárdenas, había más casos de tuberculosis resistente a tratamiento.
Colocaron alrededor del circo una cinta amarilla con la palabra CUARENTENA.
Todos miraban a Daniel con gran turbación. Peor fue la conmoción de él: no sólo
estaba muy enfermo, sino que la gran familia que lo había acogido hace diez
años se había perjudicado gravemente. Sintió la mirada compasiva de Doña Sofía,
que era como la abuela que nunca tuvo, y recordó cómo ella le hacía agüitas
para la tos, emplastos para el pecho con el bendito vinagre de castilla, que
conservaba en una jarra de barro con corcho.
Como todos estaban haciéndose los exámenes,
nadie notó cuando Daniel salió de la carpa y se desplomó debajo de un árbol de
caucho, cerca de la entrada. Cerró sus ojos. Sintiéndose la fuente del ‘mal’, pensó
que sería el fin del circo, si se quedaba. Se sintió como Judas. Por él, el
circo no podría funcionar. Con su pecho oprimido por el dolor porque nunca iba
a volver a ver a Leonel, a sentir su cuerpo junto al de él, sus caricias, su
voz carrasposa, susurrándole al oído, Daniel se levantó y salió hacia la
carretera. Ya no importaba nada. Sabía en lo más profundo de su ser, que no le
quedaba mucho tiempo. El horizonte de su vida al lado de Leonel, se había
desvanecido ante la negritud de la noche que se avecinaba, sin ninguna estrella
de esperanza.
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