Entre las diversas
actividades cumplidas por el grupo de estudiantes colombianos en 1.960,
procedentes de varias universidades del país, por invitación de la Universidad
de California (UCLA) y el Departamento de Estado, cuyo objetivo principal era mejorar el conocimiento de la cultura estadounidense, en aras de
promover un acercamiento entre nuestros pueblos, nos llevaron a los estudios
centrales de una cadena de televisión.
Entonces – cuando no existían
todavía todas las posibilidades que ofrecen hoy la comunicaciones satelitales-
era supremamente novedoso y de gran audiencia en ese país ciertos programas que
se podían ver de “costa a costa”, como se anunciaban. Nos correspondió ver uno
muy famoso que se transmitía en vivo “ de costa a costa”. Ese día actuó Harry
Belafonte, pero el espectáculo central
estuvo a cargo de un conjunto de músicos y bailarines caribeños
intérpretes del ritmo que hacía furor : el calypso.
Fuera de la alegría tropical que se sentía en ese estudio escuchado los tambores de lata y la plasticidad y belleza de los bailarines ( todos negros o mulatos) con sus vistosos trajes , era poder apreciar cómo habían elaborado instrumentos de percusión aprovechando los tambores o barriles metálicos en que se almacenaba o se transportaban combustibles : conservando el fondo de cada barril los habían recortado a distintos tamaños y eso, más utilizar barriles de capacidades variables ( básicamente dos tamaños estándar) , al golpearlos con maestría producían esos sonidos tan característicos y peculiares propios de la región Caribe. Escuchar esa música y ver ese folklore era transportarse a una playa y recostado en la blanca arena, en medio de palmeras, deleitarse con el arrullo de las olas .
Pero lo que más me
llamó la atención ( quedé francamente “descrestado”) fue ver la actuación de un
bailarín : un hombre joven, alto, fornido – musculatura de atleta- que al son
de los tambores nos presentó un espectáculo único : colocaron dos parales delgados con una base solo como para sostenerse
precariamente, es decir, que si llegaban a ser tocados, serían fácilmente derribables y sobre unos soportes colocados a alturas
decrecientes , una vara que unía los dos parales. Este hombre , siguiendo la cadencia
de la música, inclinado de espalda , sin más apoyo que sus pies, debía pasar
por debajo de la vara sin tocarla ni tocar los parales. Y ese paso lo repitió
varias veces ; en cada ocasión achicaban el espacio libre, bajando la vara,
hasta que finalmente casi llegaba al
piso, a dura penas y arrastrándose una personal normal podría salir al otro
lado. Pues bien , éste bailarín , sin alterar sus movimientos, al son de los
tambores y siempre de espalda, con las piernas abiertas casi horizontales,
venció ese último obstáculo. El aplauso de la concurrencia fue apoteósico.
Gracias José David por tus remembranzas, siempre traes recuerdos que son valiosos para conocer nuestra historia.
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