Eliseo Cuadrado
Mientras esperaba que hirviera el agua, para agregar los huevos, aparecieron
en su mente, como un fogonazo, todas las respuestas a las preguntas que se había hecho durante ochenta años. En
realidad era una sola: Sin importar cuantas veces volviera a nacer. ¿Su vida se repetiría igual?
Probablemente sí.
Volvería a nacer en un estrato pobre, quedaría
huérfano de padre y madre acompañado siempre de una hermana a quien no
abandonaría de cerca ni de lejos. Su paso por la vida sería tan meritorio como
incomprendido por todos. Aún por su propia familia y moriría solo sin sentirse
solo, aunque estuviera bien acompañado, sin importarle un carajo a qué paraíso o infierno iría a resucitar.
No se daría cuenta cuando los pies del ídolo se volvieran
de barro y lo que hubiera sido un vulgar
asesinato se convertiría en un magnicidio imperceptible y por siempre impune.
Comprendió que se encontraba en un estado estable protegido
por una especie de escudo invisible con
pequeños orificios por donde permitía que se filtraran las ofensas que
más le convenían. El tamaño de los agujeros variaba por control telepático del
que no era consciente, de acuerdo a la hediondez de la traición.
No siempre había sido así. Esta clase de felicidad era
nueva, invento suyo que no patentaría por pura perversidad. Sufrió mucho al
principio, mientras aprendió, a los trancazos, a utilizar el cinismo como protección
impenetrable a los desagradecimientos de los consanguíneos, a las traiciones de
los mejores amigos, a las infidelidades de las promesas más sólidas y al doble
juego de la impudicia por temor a ser víctima de quien maneja los hilos de la
vida cuotidiana detrás de una máscara.
Se sintió el hombre más feliz cuando descubrió que la
hipocresía sublimizada es la fuerza que mantiene la paz en el corazón y al
cerebro del ser humano libre de la atroz migraña.
Es obligatorio descubrir el pedazo de felicidad que se
esconde en toda desgracia.
Cando empezó
hervir el agua puso a andar el cronómetro que detuvo a los tres minutos
con treinta segundos. Estos huevos tres cuartos eran el justo premio por
haberse atrevido a enviar a borrar toda fuente de angustia imaginada o
verdadera, teniendo en cuenta que su corazón se detendría en el momento que su
alcancía dejara de sonar. Lo mejor de los huevos era su punto de sal.
Muy bueno!
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