"¿Que
si flotan? ¡Oh sí!, claro que sí. Flotan, flotan, Georgie.
Y
cuando estés aquí abajo, conmigo, tú también flotarás".
IT
Stephen
King
En la habitación que hasta hace poco
compartía con su hermano, se sentó al borde de la cama con frío y observó que todo
a su alrededor era oscuridad, las legañas le dificultaban ver bien, se pasó las
manos por los ojos.
Soplaba
un viento helado, caía una lluvia torrencial que golpeaba como piedras en el
tejado, los truenos aturdidores los oía explotar
muy cerca, retumbando como si estuvieran cayendo sobre la casa, creyó que se
derrumbaría, los rayos iluminaban momentáneamente la estancia, trató de prender
el bombillo, no funcionó, empezó a temblar sin control y sudar profusamente.
Por su miopía y el susto, no encontró los
anteojos, le pareció ver algo borroso, como seres malignos con miradas de
fuego, mujeres saliendo de tumbas, que ascendían y le fijaban su candente
mirada, no se parecían en nada a los engendros de ultratumba. Otras volaban haciendo
grotescas muecas y movimientos, salían proyectados de los cuadros, como bolas de
fuego, que le hacían lances violentos, obligándolo a realizar movimientos
rápidos para esquivarlas. Las oía reír a carcajadas, pasaban por su lado y lo
rosaban con asquerosas caricias, dejando a su paso un envolvente viento frío, que calaba los
huesos, el temblor fue incontrolable, lo enloquecía, quiso gritar pero no le
salió nada de la boca, como le pasaba años atrás, cada vez que sus padres lo
dejaban solo en tan enorme casa, con su bella hermana, próxima a cumplir los
quince, que dormía plácida en su habitación y era su bálsamo en los momentos de
susto, hoy no estaba en casa. Sintió el miedo a morir, el aliento se le perdía,
quiso correr, estaba paralizado, atornillado al piso, quiso arrodillarse para
orar y no pudo, tampoco recordó alguna oración que ayudara, un terror fuerte se
había apoderado de él. Sudaba, lloraba en silencio, a ratos sollozaba, se pensó
ser el más desprotegido y miserable de esta vida, a merced de un destino que no
era el que él deseaba, sus fuerzas lo abandonaban, y empezó a presentar un
cuadro de pánico aparecía, el aire le faltaba, la respiración se hacía
dificultosa, el pecho le silbaba como un pito desde lo profundo de los pulmones.
Le llegaron recuerdos de cuando en
ocasiones se reunían al caer la tarde con los amigos de la vecindad a jugar a “ser
machos”, hablar sobre mitos y leyendas de terror, como el de los duendes que le
hacían trenzas en la crin de los caballos y corrían por los potreros enloquecidos,
La Patasola, en busca de los borrachitos perdidos, para llevárselos, o El Mohán,
guardián de los montes, La Llorona, que busca al hijo perdido, o el del Jinete
sin cabeza, que atraviesa la empedrada calle principal del pueblo blandiendo una espada de fuego, a las once de
la noche, en busca de la amada, y que provocaba que todo el mundo se guareciera
(un tiempo después un valiente descubrió que se trataba del señorito, hijo del
gamonal que para no despertar habladurías entre la gente, se camuflaba) y otros, que Humberto, el mayor y líder de la
gallada (convertido en actor de televisión), los contaba de forma tan realista, con una voz como de ultratumba,
imitando a los actores de cine de las películas de terror, Drácula, El fantasma
de la Rue Morgue, y otras en boga por la época, proyectadas en los cines con
censura.
El
cacorro dueño del teatro les permitía la entrada a todos los muchachos. Cuando
la película sufría un corte, la muchachada coreaba: soltá el pelao. Al terminar
la función, regresaba a la casa muy asustado y en ocasiones, casi siempre, tenía un dormir atormentado, soñaba que caía
y caía en un precipicio sin fin, y amanecía orinado. Se dijo en voz alta: estos maricas no
me van a matar, ni me van a seguir jodiendo. Y como blandiendo una espada se
abalanzó sobre ellos y descubrió a los trece años, que vivía en un mundo de
engaño, de pecado original, de cielo, de purgatoria, de infierno, duendes,
brujas y fantasmas.
La
dificultad para respirar fue desapareciendo. Empezó a tranquilizarse y vinieron recuerdos de días ya idos, en los que por
ser tan inquieto cometía pilatunas y su madre lo castigaba, las más de las
veces, con el cable de la plancha. Pero para él, eso no era lo peor, era la
amenaza: se le voy a decir a tu papá cuando llegue de trabajar. Al
acercarse la hora, empezaba a tener dificultad para respirar, le silbaba el pecho,
cuadro muy dramático porque entre llantos y pedidos de auxilio, gritaba, no me dejen morir. Entonces llamaban al médico
familiar y ocurría “el milagro”, así lo decía mi mamá, puesto que con solo ver al
Doctor Berardo Cuestas, con su rostro alegre, adornado con una bella sonrisa, empezaba
a mejorar. Le ponía el fonendoscopio, le daba cualquier brebaje, le acariciaba
el cabello, y de inmediato terminaba el ataque de asma.
El terror
de seres imaginados desapareció, las pesadillas igual, no se volvió a orinar en
la cama, durmió plácidamente, y comprendió lo que es “volverse
macho”.
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