Para ti, querida mamá,
mi corona de flores literaria.
Rosa Nieto
Empieza mi mente a sosegarse, decanta el ruido y la
agitación que se adhirieron a ella en mi juventud. Surgen palabras y silencios que hace tiempo mis
oídos dejaron de escuchar, estuvieron escondidos tras el velo de cosas
intrascendentes y ahora el eco de olas de mar los retorna paulatinamente. Recupero todo aquello que en mi infancia era
querido. Ha sido un largo camino recorrido, lleno de pasos en direcciones
contrapuestas, cuyo significado e importancia solo hoy estoy reconociendo. La
vida pasa entre palabras, gestos, silencios y temores. Así, sin darnos cuenta,
nos construimos.
Ahí está ella reclinada al dintel de la puerta de mi
cuarto con su sonrisa picarona “Ajá, niña
¿Es que no te va’ a levanta’? ¡La
vida no es sopla’ y hace’ botella! “. Tan serena. Mi madre. Seca sus manos de artesana en el delantal,
las mismas que me sostuvieron para que me armara de valor y diera mis primeros
pasos. Maestra constructora de mi ser, me
formé en su vientre, me acunó en su regazo, me alimenté de su pecho, me abrigó,
me cuidó, me protegió, prometió estar siempre a mi lado. Sus
manos de alfarera moldearon mi subconsciente antes de que pudiera decir “yo”. Con su musical acento costeño me enseñó su mundo.
Tiernamente deslizó por mi oído una vasta gama de sonidos que explotan tun, tun, tun; que mugen mmmuuu; que llaman ma, ma, ma; que silvan ssssss;
aprendí con ella a balbucear mis primeras palabras para manifestarle mi amor. Tiempo
después descubrí el maravilloso misterio de que solo podría expresar mi amor al
ser amado en mi lengua materna. De sus labios descubrí que me llamarían
Rosa…Rosita…Matilde. Inventos de mi madre siempre juguetona. Me regaló dos nombres de pila y uno de cariño,
para que al escucharlos mi corazón saltara en sincronía con el giro de mi
cuello hacia aquel que me nombrara y que, a mis amados al evocar mi nombre, el
de la más bella de las flores, llegara a su memoria mi rostro inolvidable.
Madre, mi lengua de leche, mi tesoro en la edad adulta. Cuando
tengo que escoger entre un sustantivo y un adjetivo llegan a mi memoria
infinidad de opciones que escuché de sus labios: corroído por el hambre o con hambre o famélico o “anda, niña, no te
compliques. Escribe hambriento y punto”. Palabras que cuando las pronuncia
la voz humana significan mucho más para mí pues sus matices calan mi corazón. Mágicas palabras de mi lenguaje que al pelarlas
como a una alcachofa surgen de ellas otras igualmente hermosas: sortilegio, encantamiento, hechizo,
embeleso…
En la mañana del 9 de abril de 1948, mi madre despertó se
frotó los ojos brincó de la cama y como de costumbre presurosa peinó su cabello
con dos gruesas trenzas, se vistió con una jardinera a cuadros y corrió al
colegio. Cuando esperaba el bus de
regreso a casa, a las tres de la tarde, notó movimientos inusuales en su
tranquilo barrio cartagenero. Uniformados marchaban serios, firmes, con mirada
al frente y fusiles al hombro. En Bogotá
acababan de asesinar al líder liberal Jorge Eliecer Gaitán, el país se
encontraba militarizado. La ola de disturbios y protestas desencadenó una de
las épocas más sangrientas del siglo XX en la historia de Colombia. Entre
asustada y ansiosa por saber lo que pasaba, quiso cruzar la calle tan pronto
los marineros terminaran la marcha, pero el último de la fila capturó su atención,
la miró fijamente. Descubrió a sus quince años que en su estómago revoloteaba
un sentimiento nuevo. ¡Cupido había soltado una flecha atravesando dos
corazones! Olga y Félix iniciaron un
noviazgo que duró dos años. La mayor parte del tiempo por correspondencia. Mi
madre romántica y ávida por contarle a su amado lo que latía en su corazón
aprendió a cantarle bajito palabras de su tierra que tenían el poder de enamorarlo
“Qué bello es el cielo / en la tierra mía
/ y el paisaje crece / crece en lejanía", le envió florecitas
disecadas y le escribió acrósticos que sellaban un íntimo acuerdo entre dos. El 15
de agosto de 1951, se casaron. Por primera vez mi madre comprendió el
significado de la palabra nostalgia, había dejado atrás a su familia, amigos y a
su entrañable tierra costeña para seguir a su amado a un mundo nuevo en tierras
frías de la montaña, llamado Bogotá.
Mis padres vivieron en Bogotá tres años, allí nació mi
hermana María Eugenia. Yo, la segunda de seis hermanos, nací en Cartagena, por
cosas del destino la familia se encontraba allí temporalmente. Luego nos trasladamos a Armenia, donde
nacieron German y Olga. Por último, en 1957 nos mudamos a Cali allí nacieron
Doris y Liliana. Mi madre vivió en Cali hasta su fallecimiento en 1992.
En nuestra niñez mi madre nos contó historias sencillas y
limpias, robadas de la vida. Parecía que había leído en algún libro los relatos
que nos contaba cuando volvía de la calle o de hacer alguna visita. Por muchos años me acompañó un imaginario personaje
que ella construyó llamado Uñita. “Tómate la sopa, Rosita, la Uñita te está
mirando. Rapidito antes de que venga a llevarte”. Era la uña de un dedo
índice gigante que a veces interpretaba papeles de buena y otras de mala. Me enamoré de sus relatos improvisados. De su voz
creé mi fantástico mundo interior de la imaginación. Desde entonces deambulo
siempre en estado de alerta representando visualmente cada detalle, como yo lo
hacía de niña. Comprendí que la vida es una colcha de retazos donde cabe todo:
nuestras historias, amores, proyectos, fracasos, lo que escuchamos y también los
libros que leemos nos ayudan a levantarnos, pero por sobre todo nos hacen
sentirnos más vivos. Me encanta ver el mundo a través de la mirada de los
personajes que leo.
Inventaba juegos para nosotros. Nos cantó sus rondas de
infancia: “¡Rosita, la de atrás! ¿Qué,
señorita mamá? / ¡Vaya a ver si Emiliano está vivo o está muerto! / ¿A Emiliano
qué le dan? / La cebolla con el pan/ ¿A Emiliano qué le dieron? / La cebolla
con el huevo”. Su sentido del humor,
el frescor de su alma, su infantilismo casi genial que logró conservar durante
toda su vida, despertaba la simpatía de todo el que la conocía. Nosotros
sentíamos que nuestra madre no era un adulto más que se sentaba a jugar con los
niños si no que era otra niña.
Sus dichos populares presagiaban cualquier fatalidad y
nunca fallaba: “Al que le van a da, le
guardan”, “mono cuco guayabero carga los huevos en el pescuezo” y cuando
quería dejar una historia sin final se limitaba a decir “échale guinda” es decir, adivina tú el final. En las calurosas tardes caleñas, cuando todos
cabeceamos con ganas de siesta, mi madre, para espantar la nostalgia de su
tierra nos cantaba boleros cubanos “No
existe un momento del día en que pueda apartarme de ti/ el mundo parece
distinto cuando no estas junto a mi…” y vallenatos: “Como Dios en la tierra no tiene amigos/como no tiene amigos que lo
quieran, /tanto le pido y le pido ¡ay hombe! / se llevó a mi compañera…” Aprendí a tararear con ella sus preferidas.
Para entonces comprendía vagamente que mi alma siempre buscaría la música en
momentos de desasosiego.
Desde niña el gusto por la lectura se apoderó de mí. Antes
de leer con corrección, mi madre buscaba ilustraciones en los libros para que aprendiéramos
primero por los ojos. Las primeras historias que leí fueron las de las tiras
cómicas del periódico. En la juventud me convertí en lectora compulsiva de novelas
y ahora, que no tengo afanes económicos pues disfruto de mi pensión, me estoy
reivindicando con las cosas que se hacen con las manos. Además de haber
heredado de mi madre sus cejas arqueadas, el cabello crespo, las manos de
artesana, la rapidez mental para encontrar parecidos fisonómicos en la gente y la
entrega por los necesitados, recibí de ella un invaluable bien inmaterial: mi lenguaje escrito. Poseo una caligrafía
limpia, con rasgos uniformes y elegantes que inventan temores y deleites del
fluir de la vida. En las noches, cuando el mundo se retira y las epifanías
llegan, disfruto escribiendo a mano sobre una hoja de papel en lugar de hacerlo
directamente en el computador. Necesito sentir la pluma y el papel para registrar
cada instante vivido. El rasgueo de la pluma y su olor a tinta me embelesan. Pinto
mi paisaje interior con palabras ornamentales que al unirlas tejen poco a poco
telarañas de ficción. Fantaseo con hadas, duendes y mujeres maravilla. Escribo,
corrijo, tacho, reescribo, subrayo, persisto casi hasta el infinito. Me rodean
bolas arrugadas de papel y en una esquina del escritorio resmas de papel en blanco
esperan a que la tinta les de vida. Sueño
con ser escritora. Como la vida no siempre está dispuesta a satisfacer nuestros
deseos, leo y releo a otros autores.
Mi madre nunca regresó a vivir a Cartagena, como fue su
anhelo. Solo viajaba de vez en cuando a visitar a la familia y amigos. Sin
embargo, mantuvo fresco en su corazón el sabor caribe y disfrutó transmitiendo
a los que la rodeaban los encantos de su tierra y su comida. Su tradición oral,
cordón umbilical que la ató a sus antepasados, la esparció a los cuatro
vientos.
La muerte de la madre constituye un gran estallido, la
familia se deshace en pedazos y cada uno sigue su propio destino. Mi familia no
fue la excepción. En el camino hacia el cementerio, comprendí que mi madre era
única, la mejor, mi guerrera. Una soledad gélida sin esperanzas me envolvió. Las
lágrimas no me aliviaron. ¿Quién dijo
que llorar es empezar a consolarse? En
la soledad de mi cuarto con frecuencia escucho la bella canción El Moldava, que ejerce en mí el efecto
de bálsamo. Es el segundo poema sinfónico de Mi Patria, conjunto de seis, basado en temas, ritmos y melodías del
folklore de la República Checa, país natal de su compositor Bedrich Smetana. El poema sinfónico
exalta el paisaje, la historia y las leyendas de su amada ciudad Bohemia. Preciosa pieza que me define que madre al
igual que patria es lo que se habla y se canta.
Siempre recordaré los lazos
innegables que mi madre tejió para explicarme mis orígenes, mis raíces. Ya no
volveré a tenerla cerca, perdí la oportunidad de escuchar de nuevo sus palabras
susurradas a mi oído de manera tan sencilla, solo continuarán resonando en mi
mente como el aleteo lejano de un ave.
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