—Son pocos—le dijo el jardinero—, con el invierno se reproducen rápido y devoran la vegetación que encuentran. Se parecen a las langostas que arrasan en un santiamén el campo. Son lentos para moverse pero eficaces al comer. Ya hemos llenado un balde. Este es el segundo.
—¿Qué hacen con ellos?
—Son una plaga. Hay que acabarla. Si no se hace los jardines
desaparecen. Se acaban las flores, las abejas, las mariposas. Sería una
tragedia.
—¿Pero cómo lo hacen?
—Con sal. Le ponemos capas de sal y los enterramos. Se derriten…
—Si los caracoles gritaran—expresó.
Cerró los ojos.
—Si no los veo no existen. Creo que alguien escribió algo parecido—dijo y siguió caminando.
Pero lo que no quería contemplar apareció en su mente:
cientos de minúsculos ataúdes con los
cuerpos de los caracoles. Asustado abrió los ojos y divisó ataúdes por doquier.
—¡No puede ser!
Recordó que vivió una época en la
que cada vez que iba a la iglesia, al campo de fútbol, al estadio o los parques no distinguía personas, percibía ataúdes. Cientos, miles de
ataúdes presenciaban los partidos o jugaban. Cuando anotaban un gol, el
estallido de la multitud de ataúdes se ahogaba en un gemido sordo, triste
y prolongado. Luego los ataúdes
cambiaban de forma hasta parecerse a
personas que conocía. No podía evitar estar rodeado de ataúdes con sus
muertos. Vivía angustiado.
—¿Yo qué soy? ¿Acaso un cadáver?—se preguntó—¿Cómo puedo
decir vivo si me rodean muertos por doquier?
Para probar que no lo era decidió irse y habitar en un bosque.
Con el paso de los días la brisa suave, la luz natural, los sonidos del viento, de la lluvia, de las quebradas y ríos, el trinar de las aves y los “ruidos” emitidos por las cigarras, los silencios al amanecer, los destellos del sol, el vuelo de las aves, la cautela o el salto ágil de animales, la danza de las mariposas, lo fueron limpiando de tanto pensamiento lúgubre. Comía lo que el bosque daba: raíces, carne, frutos, agua, huevos. Se volvió caminante dentro del bosque y poco a poco su espíritu se fue serenando. En época de flores se embriagaba con los aromas y reía. Sentía cómo regresaba a su espíritu la calma que lo congraciaba con la vida.
Una tarde temprano encontró un nido en el suelo. Admiró la
perfección de forma. Lo tomó con una
mano y con la otra siguió el tejido de las hebras. Miró en derredor. Todo
estaba bien menos el nido en el piso. Recordó la furia del viento que había
azotado al lugar horas antes, las ramas sacudidas con fuerza parecían
enfrentarse. Un nido había caído. ”No hay sitio seguro—comprendió—. Una fisura
o una sacudida y al traste todo”. Siguió atento por el camino que ahora le
resultaba familiar. Solo el suave roce del calzado en las hojas y el aire frío le
acompañaba. En un claro levantó la mirada al cielo gris. Gruesas nubes llenaban
el horizonte. Vio destellos, oyó truenos y apuró el paso tropezando con la raíz
de un pino bastante grueso. Cayó y rodó por la falda de la montaña. Cuando se
detuvo, además de las ropas rotas tenía la piel de los brazos y las piernas con
raspaduras que comenzaron a arderle.
—¡Carajo! No me pasó nada.
Se sentó y escuchó el susurro
alegre de la quebrada próxima. Creyó que
le pedía que le mostrara lo mejor que tenía y no pudo evitar reír, dichoso.
Comenzaba a llover. Buscó el refugio habitual, encendió unos leños para calentarse y secar lo que le quedaba de ropa y esperó. Durmió y soñó: su esposa conducía el auto en la ciudad de calles estrechas. El semáforo ahora con la luz roja. Se detuvo. Fue cuando lo distinguió. Sintió un extraño placer verlo, caminaba en compañía de Noa, una mascota. Lo llamó.
—Vamos para la casa.
—Yo también.
—Sube—le abrió la puerta trasera del coche.
Lo contempló ahora sentado. Sintió mucha tranquilidad percibirlo
así, sereno, fresco, como de 40, sin una arruga en la piel límpida, con el
corte del cabello justo y una polo gris claro impecable. Sonrió feliz a su
mirada.
—Papá…
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