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martes, 25 de mayo de 2021

No todo es para siempre

   Jorge Enrique Villegas 



 Le asombró ver tantos caracoles en el balde. 

Son pocos—le dijo el jardinero—, con el invierno se reproducen rápido y devoran la vegetación que encuentran. Se parecen a las langostas que arrasan en un santiamén el campo. Son lentos para moverse pero eficaces al comer. Ya hemos llenado un balde. Este es el segundo.

—¿Qué hacen con ellos?

—Son una plaga. Hay que acabarla. Si no se hace los jardines desaparecen. Se acaban las flores, las abejas, las mariposas. Sería una tragedia.

—¿Pero cómo lo hacen?

—Con sal. Le ponemos capas de sal y los enterramos. Se derriten…

       Siguió el camino contemplando el entorno sin dejar de pensar en la muerte de los caracoles. ¡Que horror!—exclamó—. Igual que la soda cáustica cuando la colocan en la piel: la quema. Recordó que era así como a Niki le trataban las verrugas en los dedos de las manos de niño. “No te volverán a salir—le decían—. No seas llorón”. ¿Quién siendo niño no llora al sentir que se quema la piel?—se preguntó—. Pobre Niki. Menos mal que dejaron de usar el remedio cuando el hermano de tres años encontró el frasco y se tragó el contenido. Recordó que hubo gritos en el vecindario y el pedido de auxilio para llevar al niño al hospital. Allá lo dejaron hasta cuando sanaron las heridas del estómago.

        Volvió la mirada al balde que llevaba el jardinero.

Si los caracoles gritaran—expresó.

Cerró los ojos. 

Si no los veo no existen. Creo que alguien escribió algo parecido—dijo y siguió caminando.

Pero lo que no quería contemplar apareció en su mente: cientos de  minúsculos ataúdes con los cuerpos de los caracoles. Asustado abrió los ojos y divisó ataúdes por doquier.

—¡No puede ser!

      Recordó que vivió una época en la que cada vez  que iba a la iglesia,  al campo de fútbol, al estadio o  los parques no distinguía  personas, percibía ataúdes. Cientos, miles de ataúdes presenciaban los partidos o jugaban. Cuando anotaban un gol, el estallido de la multitud de ataúdes se ahogaba en un gemido sordo, triste y  prolongado. Luego los ataúdes cambiaban de forma hasta parecerse a  personas que conocía. No podía evitar estar rodeado de ataúdes con sus muertos.  Vivía angustiado.

—¿Yo qué soy? ¿Acaso un cadáver?—se preguntó—¿Cómo puedo decir vivo si me rodean muertos por doquier?

Para probar que no lo era decidió irse y habitar en un  bosque.

     Con el paso de los días la brisa suave, la luz natural, los sonidos del viento, de la lluvia, de las quebradas y ríos, el trinar de las aves y  los “ruidos” emitidos por las cigarras, los silencios al amanecer, los destellos del sol, el vuelo de las aves, la cautela o el salto ágil de animales, la danza de las mariposas, lo fueron limpiando de tanto pensamiento lúgubre. Comía lo que el bosque daba: raíces, carne, frutos, agua, huevos. Se volvió caminante dentro del bosque y poco a poco su espíritu se fue serenando. En época de flores se embriagaba con los aromas y reía. Sentía cómo regresaba a su espíritu la calma que lo congraciaba con la vida.

   Una tarde temprano encontró un nido en el suelo. Admiró la perfección de forma.  Lo tomó con una mano y con la otra siguió el tejido de las hebras. Miró en derredor. Todo estaba bien menos el nido en el piso. Recordó la furia del viento que había azotado al lugar horas antes, las ramas sacudidas con fuerza parecían enfrentarse. Un nido había caído. ”No hay sitio seguro—comprendió—. Una fisura o una sacudida y al traste todo”. Siguió atento por el camino que ahora le resultaba familiar. Solo el suave roce del calzado en las hojas y el aire frío le acompañaba. En un claro levantó la mirada al cielo gris. Gruesas nubes llenaban el horizonte. Vio destellos, oyó truenos y apuró el paso tropezando con la raíz de un pino bastante grueso. Cayó y rodó por la falda de la montaña. Cuando se detuvo, además de las ropas rotas tenía la piel de los brazos y las piernas con raspaduras que comenzaron a arderle.

—¡Carajo! No me pasó nada. 

    Se sentó y escuchó el susurro alegre  de la quebrada próxima. Creyó que le pedía que le mostrara lo mejor que tenía y no pudo evitar reír, dichoso.

    Comenzaba a llover. Buscó el refugio habitual, encendió unos leños para calentarse y secar lo que le quedaba de ropa y esperó. Durmió y soñó: su esposa conducía el auto en la ciudad de calles estrechas. El semáforo ahora con la luz roja. Se detuvo. Fue cuando lo distinguió. Sintió un extraño placer verlo, caminaba en  compañía de Noa, una mascota. Lo llamó.

—Vamos para la casa.

—Yo también.

—Sube—le abrió la puerta trasera del coche.

Lo contempló ahora sentado. Sintió mucha tranquilidad percibirlo así, sereno, fresco, como de 40, sin una arruga en la piel límpida, con el corte del cabello justo y una polo gris claro impecable. Sonrió feliz a su mirada.

—Papá…

 

         

 

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