Querido papá:
-Sandra cuando me muera no vayan a acabar con esta empresa, no se la repartan porque se quedan sin nada.
Alexandra Correa
El
comentario no estaba salido de proporciones, nos conocías tan bien, tal vez sabías de una manera premonitoria la
fuerza que tenían tus palabras.
Recuerdo
cuando me necesitabas, comprabas el tiquete Bogotá-Cali para que viniera a
ayudarte a hacer las facturas, los fines de semana.
Cuando
decidiste no volver a manejar, íbamos juntos por todas las obras y a los talleres, a comprar repuestos para las máquinas.
A mitad de mañana parábamos en algún sitio a comer y tomar algo ¡Me encantaba
compartir contigo!
Sé
que jamás te gustó aparentar ni gastar el dinero en lujos, a mi me molestaba, porque
yo quería que viviéramos en un mejor barrio y tener un mejor carro. Hoy me doy
cuenta que en las cosas materiales no está la felicidad. Los verdaderos
recuerdos hermosos fueron nuestros juegos de niños, las peleas de hermanos, las
reuniones en los que la camaradería, la mamadera de gallo, los bailes y las
trasnochadas escuchando a Julio Jaramillo nos marcaron para siempre.
Papá
sé que cuando tu padre te abandonó a los siete años tuviste una infancia
difícil con tu mamá y hermanos debías responder por la obligación de
sostenerlos, por eso comprendí tu debilidad con nosotros en la abundancia de la
comida, así no nos dieras juguetes ni comodidades. Hoy quiero confesarte algo: cuando
tenía unos diez y seis años te odiaba, claro no tenía lo que muchas compañeras del
colegio poseían: lujos, permisos para salir, novios. El amor y la atención que
me dabas era escaso. ¿Te acuerdas aquella noche que se quebró el vidrio de la
ventana del cuarto y te dije que me había cortado? ¡Pues no fue así! Era tanta
mi rabia de cómo te comportabas y tu manera de ver la vida que me quise cortar
las venas. Hoy me da risa como se magnifica una situación y se cometen locuras.
Debí pensar que tuviste una infancia infeliz y por eso te comportaste de la
misma manera como te criaron, no me puse en tus pantalones.
Te
esmerabas porque el estómago lo tuviéramos lleno. Los domingos madrugabas a la
galería y hacia el medio día regresabas con el carro repleto de costales con carnes,
verduras y legumbres ¡Algo exagerado! Pero éramos siete hermanos, todo un
batallón para alimentar.
Papá
comprendo que cuando éramos pequeños fuimos difíciles de manejar, imagínate aún
más grandes, lidiar con los genios, las emociones de todos a quienes diste más o menos, o castigaste. Los traumas, sin embargo, quedaron
y se acrecentaron cuando crecimos y escogimos los maridos y las esposas, quienes
cada noche entre cobijas nos calientan
el oído y ponen gasolina al fuego, o son un oasis.
Menos
mal no te tocó ver lo que vivimos cuando se enfrentó tu hija mayor con el
esposo de tu otra hija, delante de los empleados. Era de esperarse después de tantas
discusiones verbales, algún día llegarían a las manos. Entrando a la empresa él
le pasó el carro cerca, haciendo que sintiera que la iba a atropellar, iracunda
caminó hasta donde él y le tocó el
hombro con una varilla, él la empujó, ella
cayó y se fracturó un pie, haciendo que
debiera permanecer en silla de ruedas por meses. La pelea se extendería a los
estrados judiciales. Cada uno perdió. Él con una demanda por lesiones
personales que lo obligó a pagar diez millones
de pesos y ella incapacitada. La falta
de dominio de sus actos los llevó a la locura. Qué pena contigo Papá, todos los
inmuebles adquiridos se los tuvimos que ceder a tu hija mayor. Acto seguido nos
pidió la parte que le correspondía como socia, más de trescientos millones que
se le abonaron mensualmente para no descapitalizarnos. No bastó, siguió demandando, por las cesantías, las vacaciones,
el despido, acoso laboral, aconsejada
por un abogado de tercera.
Me
imagino que cuando cada persona ve las noticias o lee los periódicos dice: ¡Terrible! Esto nunca tocará mi casa, solo les pasa a los demás, por codicia, o por amor. Te confieso: es la
naturaleza humana. No nos podemos controlar, tenemos cerebro de simios, las
emociones nos dominan, somos así, impredecibles con nuestros comportamientos, la
locura nos ronda, la llevamos.
Mi
mamá sigue igual que tú, vigorosa con ochenta y cinco años, pienso que como fue
tan sumisa contigo, todo lo soporta, se hace la de la vista gorda. Pero si tú
estuvieras aquí tal vez nada de esto habría pasado, porque todos te
respetábamos. Ya no nos reunimos y cuando lo hacemos para el día de la madre
tratamos de fingir nuestros sentimientos, evocamos recuerdos de la niñez, tratamos
de olvidar nuestras diferencias, simulamos risas y travesuras de antaño buscando
hacerle perder fuerza al enfrentamiento. ¿Será por amor a mamá? ¿Por fingir que
todo está bien?
Comprendo que nada es eterno, las empresas,
las relaciones, la vida, todo tiende a acabarse a extinguirse. ¿Pero el amor de
familia también tiende a un final? Estoy segura que no, si algo le pasara a alguno de mis hermanos
correría a socorrerlo, pero en cambio
recurrimos a la envidia, al egoísmo, a la avaricia. Papá, he tratado de unirlos,
en diciembre inventé reuniones familiares para apaciguar los ánimos, pero fue
imposible, no ponen de su parte, siguen actuando de una manera solitaria, ya
nada los hace sonreír, se les perdió el brillo en sus ojos, sus ganas de dar el
todo por el otro, el egocentrismo se apoderó de su ser.
¿Qué
nos queda en adelante? Seguir luchando, así no nos comprendamos, fingir que
todo está bien y aguantar hasta más no poder. No desfallecer, tratar de remar
con los que quedan, y los que no quieran se pueden poner el chaleco y bajar del
barco en el cual tú nos embarcaste. Será la prueba definitiva, llegar a tierra
firme o naufragar.
Te
amo infinitamente papá, así nunca te lo haya dicho en vida.
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