Jesús Rico Velasco
El coronel destapó el
tarro del café y comprobó que no había más de una cucharadita. Retiró la olla
del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó
el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las ultimas
raspaduras del polvo de café revueltas con oxido de lata.
En ese momento
empezaron los dobles. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922- dijo-
Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril. –Ya debe haberse
encontrado con Agustín – dijo-pueda ser que no le cuente la situación en que quedamos después de su
muerte.
-A esta hora estarán
discutiendo de gallos- dijo el coronel.
«Todo está así», murmuró,
«Nos estamos pudriendo vivos».
Vivían en el extremo
del pueblo, en una casa de techo de palma con paredes de cal desconchadas.
La mujer se desesperó.
«Y mientras tanto qué
comemos», preguntó y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió
con energía.
-
Dime, qué comemos.
El coronel necesito
setenta y cinco años – los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto –
para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el
momento de responder:
-
Mierda. París,
enero de 1957.
La expresión más extraordinaria de la vida le
servía al coronel para emitir los sentimientos más profundos de amor por su
mujer. El tiempo había pasado minuto a minuto en una tira larga de días
contados con la esperanza siempre puesta en la llegada del barco trayendo una
noticia de su jubilación bien ganada en las luchas de la guerra civil. Los años
se enredan y van sumando vida a la novela con cosquillas en los huesos del
hambre permanente que se presenta en la necesidad de sobrevivir frente al acoso
de la muerte que se asoma por la ventana en la medida en que pasan los años. La
historia de un gallo facilita la existencia y le pone granos de esperanza a su jubilación cada viernes con la
llegada del barco.