Jesús Rico Velasco
El 25 de agosto de 1923 nació en Bogotá uno de los grandes autores de la lengua española: Álvaro Mutis Jaramillo. Leer las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero fueron una entretención que me acompañaron durante los días de aventuras cartageneras al lado de mi esposa. La dedicación a la lectura juiciosa y apasionada de sus obras fueron un deleite en nuestro apartamento alquilado a orillas del mar, mientras los jóvenes y pequeños lectores sentados en las escaleras devoraban el recién publicado libro de Harry Potter. Para nosotros la búsqueda de las obras de Mutis como valiosos tesoros aumentaba la admiración por el autor en la medida en que avanzábamos en la lectura organizada por títulos independientes. El primer libro que adquirimos en una librería del centro histórico fue La nieve del Almirante (1986), los demás fueron llegando: Ilona llega con la lluvia (1988), Un bel morir (1989), La última escala del trump steamer (1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990), Tríptico de mar y tierra (1993). Las siete novelas quedaron perdidas en los anaqueles de nuestra pequeña biblioteca hasta perderse de nuestra vista y recuerdos. Hoy se encuentra una bonita publicación de la editorial Alfaguara en 1997. Gabriel García Márquez vecino y amigo en ciudad de Méjico por muchos años señaló: « La obra completa de Álvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos».
Hay que señalar que Mutis fue ante todo poeta. En sus obras enreda a sus personajes en un ámbito de soledad y de mágica ternura que le da un sabor especial a la saga del Gaviero. Aparecen enmarañadas en la narrativa la prosa del escritor diáfano y tierno . Para muestra un botón que copio de La nieve del Almirante, es la oración del Capitán para los caminantes en peligro de muerte:
“Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de
cada hora,
hazte presente en este momento de peligro,
extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos,
revoca el desorden de las aves y criaturas
augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes
en donde el vómito de los rechazados se cuaja
como una señal de infortunio, en donde las ropas de los suplicantes
son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos
nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.
Invoco tu presencia en esta hora y deploro de
todo corazón la cadena de mis prevaricaciones:
mi pacto con los leopardos cebados en las
pesebreras,
mi debilidad y tolerancia con las serpientes que
cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados,
mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de
mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se
cristaliza la saliva de los humildes,
mi habilidad para urdir la mentira de poderes y
destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones,
mi inadvertencia en proclamar tus poderes en
las oficinas de la aduana y en las salas de guardia,
en los pabellones del dolor y en las barcas en donde
florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de
los poderosos.
Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia,
presérvame
con la certeza de mi obediencia a tus amargas
leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos
desolados.
Me entrego por entero al dominio de tu
inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno
para recordarte que soy un caminante en
peligro de muerte, que mi sombra nada vale,
que el que perece lejos de los suyos es como basura
triturada en los rincones del mercado,
que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras
se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo
que se te
debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén”.
La
mansión de Araucaíma:
Había sido antaño soldado de fortuna,
mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto dudosas. Le faltaba un brazo y
hablaba correctamente cinco idiomas. Olía a esas plantas dulce amargas de la
selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal.
El dueño
Si alguien hubiera indicado la obesidad como
uno de sus atributos, nadie habría recordado si ésta era una de sus
características. Era más bien colosal, había en él algo flojo y al mismo tiempo
blando sin ser grasoso, como si se alimentara con substancias por entero ajenas
a la habitual comida de los hombres.
Decía haber adquirido la mansión por herencia
de su madre, pero luego se supo que había caído en sus manos por virtud de
ciertas maquinaciones legales de cuya rectitud era arriesgado dar fe. Se
llamaba Graciliano, pero todos lo conocían por Don Graci.
El piloto
Apareció en la hacienda como piloto de una
avioneta de fumigación contratada por Don Graci para combatir una plaga que
amenazaba acabar con sus naranjos y limoneros, sembrados en ordenada plantación
a orillas del río Cocora. Había ya terminado su labor cuando la avioneta fue
incendiada por un rayo que cayó sobre ella en una noche de tormenta. El piloto
se fue quedando en la mansión sin atraer sobre si ni el rechazo ni la simpatía
de nadie. Fue la Machiche quien lo obligó finalmente a quedarse en forma
permanente.
La Machiche
Hembra madura y frutal, la Machiche. Mujer de
piel blanca, amplios senos caídos, vastas caderas y grandes nalgas, ojos negros
y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos anchos y ávida boca que
dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París galante del siglo pasado.
Hembra terrible y mansa la Machiche, así llamada por no se supo nunca qué
habilidades eróticas explotadas en sus años de plenitud. Vivía en el fondo de
la mansión y su gran cabellera oscura, en la que brillaban ya algunas canas,
anunciaba su presencia en los corredores, antes de que irrumpiera la ofrecida
abundancia de sus carnes.
El fraile
Decía haber sido confesor del difunto Papa
bien amado. Nadie lo hubiera creído de no haber sido por una carta que recibió
un día cuyo sobre ostentaba la tiara papal con las dos llaves cruzadas debajo.
La guardó sin leerla ni mostrar interés alguno por su contenido. Todos lo
conocían como «el fraile» y nadie supo nunca su nombre. Fue el único en negarse
a acompañar en sus baños a Don Graci, cosa que éste supo aceptar, al comienzo
con cierta ironía y, luego, con sorprendente resignación.
Rincones oscuros de
sus poemas producidos por 30 años fueron
dejados a un lado por el éxito de sus novelas enredadas en las historia
de Maqroll el Gaviero. Interesante biografía de un hombre que se confunde en la vida por circunstancias no
pensadas llevándolo a alejarse de su
geografía para escapar a otro país huyendo de la persecución. Malos manejos de los presupuestos del dinero
en Bogotá con la Standard Oil Compañy y otras empresas incidieron en el
señalamiento que lo empujó a alejarse de la patria para irse al extranjero escapando de la persecución judicial. Allí conoció a
Octavio
Paz, Carlos Fuentes, Emilio García Riera, Luis Buñuel. Inicialmente no tuvo dificultades
pero después de varios años perseguido por la Interpol fue puesto preso
y llevado a la cárcel de Lecumberri en Méjico en donde estuvo recluido durante 15 meses. La vida en la prisión fue el ambiente que lo marcó para el resto
de su vida literaria, allí escribió el Diario de Lecumberri, y las primeras
señas de sus novelas sobre las tribulaciones y empresas de Maqroll el Gaviero.
También recobró parte de sus poemas los
Trabajos perdidos y su cosecha de poemas del pasado.
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas,
un ávido anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mástiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraña del hastío.
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.
De Los trabajos perdido
Sobre
las hojas de plátano,
sobre
las altas ramas de los cámbulos,
ha
vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima
que
crece las acequias y comienza a henchir los ríos
que
gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.
La
lluvia sobre el zinc de los tejados
canta
su presencia y me aleja del sueño
hasta
dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en
la noche fresquísima que chorrea
por
entre la bóveda de los cafetos
y
escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.
Ahora,
de repente, en mitad de la noche
ha
regresado la lluvia sobre los cafetales
y
entre el vocerío vegetal de las aguas
me
llega la intacta materia de otros días
salvada
del ajeno trabajo de los años.
Amirbar, aquí me
tienes escarbando las entrañas de la tierra como quien busca el espejo de las
transformaciones,
aquí me tienes, lejos
de ti y tu voz es como un llamado al orden de las grandes extensiones salinas,
a la verdad sin
reservas que acompaña a la estela de las navegaciones y jamás la abandona.
Por los navíos que
hunden su proa en los abismos y surgen luego y una y otra vez repiten la prueba
y entran, al fin,
lastimados, con la carga suelta golpeando en las bodegas, en la calma que sigue
a las tormentas;
por el nudo de pavor
y fatiga que nace en la garganta del maquinista, que sólo sabe del mar por su
ciega embestida contra los costados que crujen tristemente;
por el canto del
viento en el cordaje de las grúas,
por el vasto silencio
de las constelaciones donde está marcado el derrotero que repite la brújula con
minuciosa insistencia,
por los que hacen el
tercer cuarto de guardia y susurran canciones de olvido y pena para espantar el
sueño;
por el paso de los
alcaravanes que se alejan de la costa en el orden cerrado de sus formaciones,
lanzando gritos para consolar a sus crías que esperan en los acantilados;
por las horas interminables
de calor y hastío que sufrí en el golfo de Martaban, esperando a que nos
remolcara un guardacostas porque nuestros magnetos se habían quemado;
por el silencio que
reina cuando el capitán dice sus plegarias y se inclina contrito en dirección a
La Meca;
por el gaviero que
fui, casi niño, mirando hacia las islas que nunca aparecían,
anunciando los
cardúmenes que siempre se escapaban al cambiar bruscamente de rumbo,
llorando el primer
amor que nunca más volví a ver,
soportando las bromas
bestiales de la marinería en todos los idiomas de la Tierra,
por mi fidelidad al
código no escrito que impone la rutina de las travesías sin importar el clima
ni el prestigio del navío,
por todos los que ya
no están con nosotros;
por los que bajaron
en tumbos resignados hasta yacer en el fondo de corales y peces cuyos ojos se
han borrado;
por los que barrió la
ola y nunca más supimos de su suerte,
por el que perdió la
mano tratando de fijar una amarra en los obenques;
por el que sueña con
una mujer que es de otro mientras pinta de minio las manchas de óxido del
casco;
por los que partieron
hacia Seward, en Alaska, y una montaña de hielo a la deriva los envió al fondo
del mar;
por mi amigo Abdul
Bashur, que toda su vida la pasó soñando en barcos y ninguno de los que tuvo se
ajustaba a sus sueños,
por el que, subido al
poste de la antena, dialoga con las gaviotas mientras revisa los aisladores y
ríe con ellas y les propone rutas descabelladas,
por el que cuida el
barco y duerme solo en el navío en espera de los desembargadores de levita;
por el que un día me
confesó que en tierra sólo pensaba en crímenes atroces y gratuitos y a bordo se
le despertaba un anhelo de hacer el bien a sus semejantes y perdonar sus
ofensas;
por el que clavó en
la popa la última letra del nombre con el que fue bautizado su navío:
Czesznyaw;
por el que aseguraba
que las mujeres saben navegar mejor que los hombres, pero lo ocultan
celosamente desde el principio de los tiempos,
por los que susurran
en la hamaca nombres de montañas y de valles y al llegar a tierra no los
reconocen;
por los barcos que
hacen su último viaje y no lo saben pero su maderamen cruje en forma lastimera,
por el velero que
entró en la rada de Withorn y nunca consiguió salir y quedó allí anclado para
siempre;
por el capitán Von
Choltitz que emborrachó durante una semana a mi amigo Alejandro el pintor con
una mezcla de cerveza y champaña;
por el que se supo
contagiado de lepra y se arrojó desde cubierta para ser destrozado por las
hélices,
por el que decía,
siempre que se emborrachaba hasta caer en el mancillado piso de las tabernas:
«¡Yo no soy de aquí ni me parezco a nadie!»,
por los que nunca
supieron mi nombre y compartieron conmigo horas de pavor cuando íbamos a la
deriva contra las rompientes del estrecho de Penland y nos salvó un golpe de
viento,
por todos los que
ahora están navegando,
por los que van a
partir mañana;
por los que ahora
llegan a puerto y no saben lo que les espera,
por todos los que han
vivido, padecido, llorado, cantado, amado y muerto en el mar;
por todo eso,
Amirbar, aplaca tu congoja y no te ensañes contra mí.
Mira en dónde estoy y
apártate piadoso del aciago curso de mis días, déjame salir con bien de esta
oscura empresa,
muy pronto volveré a
tus dominios y, una vez más, obedeceré tus órdenes. Al Emir Bahr, Amirbar,
Almirante, tu voz me sea propicia,
Amén.
I.
El
deseo
Hay que
inventar una nueva soledad para el deseo. Una vasta soledad de delgadas
orillas
en donde se extienda a sus anchas el ronco sonido del deseo. Abramos de
nuevo todas las
venas del placer. Que salten los altos surtidores no importa hacia dónde.
Nada se ha hecho aún. Cuando teníamos algo
andado, alguien se detuvo en el camino para ordenar sus vestiduras y todos se
detuvieron tras él. Sigamos la marcha. Hay cauces secos
en donde pueden viajar aún aguas magníficas.
Recordad las bestias de que hablábamos. Ellas
pueden ayudarnos antes de que sea tarde
y torne la charanga a enturbiar el cielo con
su música estridente.
II.
Letanía
Esta era la
letanía recitada por el gaviero mientras se bañaba
las torrenteras del delta:
Agonía de los
oscuros
recoge tus frutos.
Miedo de los mayores
disuelve la esperanza.
Ansia de los débiles
mitiga tus ramas.
Agua de los muertos
mide tu cauce.
Campana de las minas
modera tus voces.
Orgullo del deseo
olvida tus dones.
Herencia de los fuertes
rinde tus armas.
Llanto de las olvidadas
rescata tus frutos.
Y así seguía indefinidamente mientras el ruido de las aguas
ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus
carnes laceradas por
los oficios más variados y oscuros.
III.
Ciudad
Un llanto
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídos de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta
que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este
llanto,
hasta los solares donde se amontonan las
basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias
avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas
militares,
en las medallas que reposan en joyeros de
teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
sin conocer otra cosa
que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.
IV.
Sonata
Otra vez el
tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
cono tren en la noche de las páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que enjuta la fiebre de los ghettos
a la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.
La fiebre
atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la
tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las
islas
donde
las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día
cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.
sirviente
sube a cambiarse de ropas. Su voz gasta los tejados y en
su
grasiento delantal trae la noche fría y estrellada.
2
Aparte en un tarro de especias vacío,
guarda un mechón de pelo.
Un
espeso y oscuro cadejo de color indefinido como el humo de los trenes
cuando
se pierde entre los eucaliptos.
3
Vestido de amianto y terciopelo, recorrió
la ciudad. Era el pavor disfrazado
de
tendero suburbano. Cuántas historias se tejieron alrededor de sus palabras
con un
sabor de antaño como las nieves del poeta.
4
Así a primera vista, no ofrecía belleza
alguna. Pero detrás de un cuerpo
temblaba
una llama azul que arrastraba el deseo, como arrastran ciertos ríos
metales
imaginarios.
5
Otra
luz vino a sumarse a la primera. Una voz agria la apagó como se mata
un
insecto. A dos pasos de allí, el viento golpeaba ciegas hojas contra ciegas
estatuas.
Paz del
estanque. ..luz opalina de los gimnasios.
6
Sordo peso del corazón. Tenue gemido de un
árbol. Ojos llorosos limpiados furtivamente en el lavaplatos, mientras el
patrón atiende a los clientes con la sonrisa sucia de todos los días.
Penas de mujer.
En las aceras, el musgo dócil y las piernas con manchas aceitosas de barro milenario.
En las
aceras, la fe perdida como una moneda o como una colilla. Mercancías.
Cáscara
débil del hollín.
8
Polvo suave en la oreja donde brilla una
argolla de pirata. Sed y miel de las telas.
Los
maniquíes calculan la edad de los viandantes y un hondo, innominado deseo surge
de sus
pechos de cartón. Mugido clangoroso de una calle vacía. Rocío.
9
Como un loco planeta de liquen, anhela la
firme baranda del colegio con su campana y el fresco olor de los laboratorios.
Ruido
de las duchas contra las espaldas dormidas.
Una
mujer pasa y deja su perfume de cebra y poleo.
Los
jefes de la tribu se congregaron después de la última clase
y
celebran el sacrificio.
10
Una
vida perdida en vanos intentos por hallar un olor o una casa. Un vendedor
ambulante que insiste hasta cuando oye el último tranvía. Un cuerpo ofrecido en
gesto furtivo y ansioso.
Y el
fin, después, cuando comienza a edificarse la morada o se entibia el lecho de
ásperas cobijas.
VII. UN BEL MORIR
cuyas aguas pasan en lento remolino
de lodos y raíces,
el misionero bendice la familia del cacique.
Los frutos, las joyas de cristal, los animales,
la selva,
reciben los breves signos de la bienaventuranza.
Cuando descienda la mano
habré muerto en mi alcoba
cuyas ventanas vibran al paso del tranvía
y el lechero acudirá en vano por sus botellas
vacías.
Para entonces quedará bien poco de nuestra
historia,
algunos retratos en desorden,
unas cartas guardadas no sé dónde,
lo dicho aquel día al desnudarte en el campo.
Todo irá desvaneciéndose en el olvido
y el grito de un mono,
el manar blancuzco de la savia
por la herida corteza del caucho,
el chapoteo de las aguas contra la quilla en
viaje,
serán asunto más memorable que nuestros largos
abrazos.
VIII. EN ALGUNA CORTE PERDIDA
tu nombre,
tu cuerpo vasto y blanco
entre dormidos guerreros.
En alguna corte perdida,
la red de tus sueños
meciendo palmeras,
barriendo terrazas,
limpiando el cielo.
En alguna corte perdida,
el silencio
de tu rostro antiguo.
¡Ay, dónde la corte!
En cuál de las esquinas del tiempo,
del precario tiempo
que se me va dando
inútil y ajeno.
En alguna corte perdida
tus palabras
decidiendo,
asombrando,
cerniendo
el destino de los mejores.
En la noche de los bosques
los zorros buscan
tu rostro. En el cristal
de las ventanas
el vaho de su anhelo.
Así mis sueños
contra un presente
más que imposible
innecesario.
IX. GIRAN, GIRAN
los halcones
y en el vasto cielo
al aire de sus alas dan altura.
Alzas el rostro,
sigues su vuelo
y en tu cuello
nace un azul delta sin salida.
¡Ay, lejana!
Ausente siempre.
Gira, halcón, gira;
lo que dure tu vuelo
durará este sueño en otra vida.
X. LIED DE LA NOCHE
La Fontaine
llega la noche
como un aceite
de silencio y pena.
A su corriente me rindo
armado apenas
con la precaria red
de truncados recuerdos y nostalgias
que siguen insistiendo
en recobrar el perdido
territorio de su reino.
Como ebrios anzuelos
giran en la noche
nombres, quintas,
ciertas esquinas y plazas,
alcobas de la infancia,
rostros del colegio,
potreros, ríos
y muchachas
giran en vano
en el fresco silencio de la noche
y nadie acude a su reclamo.
Quebrantado y vencido
me rescatan los primeros
ruidos del alba,
cotidianos e insípidos
como la rutina de los días
que no serán ya
la febril primavera
que un día nos prometimos.
XI. LIED MARINO
a los acantilados.
Lancé tu nombre
y sólo el mar me respondió
desde la leche instantánea
y voraz de sus espumas.
Por el desorden recurrente
de las aguas cruza tu nombre
como un pez que se debate y huye
hacia la vasta lejanía.
Hacia un horizonte
de menta y sombra,
viaja tu nombre
rodando por el mar del verano.
Con la noche que llega
regresan la soledad y su cortejo
de sueños funerales.
XII. SI OYES CORRER EL AGUA
su manso sueño pasar entre penumbras y musgos,
con el apagado sonido de algo
que tiende a demorarse en la sombra vegetal.
Si tienes suerte y preservas ese instante
con el temblor de los helechos que no cesa,
con el atónito limo que se debate
en el cauce inmutable y siempre en viaje.
Si tienes la paciencia del guijarro,
su voz callada, su gris acento sin aristas,
y aguardas hasta que la luz haga su entrada,
es bueno que sepas que allí van a llamarte
con un nombre nunca antes pronunciado.
Toda la ardua armonía del mundo
es probable que entonces te sea revelada,
pero sólo por esta vez.
¿Sabrás, acaso, descifrarla en el rumor del agua
que se evade sin remedio y para siempre?
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