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miércoles, 24 de julio de 2024

Exaltación al gran poeta y novelista hispanoamericano Álvaro Mutis Jaramillo

 Jesús Rico Velasco

 


El 25 de agosto de 1923 nació en Bogotá uno de los grandes autores de la lengua española: Álvaro Mutis Jaramillo. Leer las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero fueron una entretención que  me acompañaron durante los días de  aventuras  cartageneras al lado de mi esposa. La dedicación a la lectura juiciosa y apasionada de sus obras fueron un deleite en nuestro apartamento alquilado a orillas del mar, mientras los jóvenes y pequeños lectores sentados en las escaleras devoraban el recién publicado libro de Harry Potter. Para nosotros la búsqueda de las obras de Mutis como valiosos tesoros  aumentaba la admiración por el autor en la medida en que avanzábamos en la lectura organizada por títulos independientes. El primer libro que adquirimos en una librería del centro histórico fue   La nieve del Almirante (1986), los demás fueron llegando: Ilona llega con la lluvia (1988), Un bel morir (1989), La última escala del trump steamer (1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990), Tríptico de mar y tierra (1993). Las siete novelas  quedaron perdidas en los anaqueles de nuestra pequeña biblioteca hasta perderse de nuestra vista y recuerdos. Hoy se encuentra  una bonita publicación de la editorial Alfaguara en 1997. Gabriel García Márquez   vecino y amigo en ciudad de Méjico por muchos años señaló: « La obra completa de Álvaro Mutis, su vida misma, son las de un vidente que sabe a ciencia cierta que nunca volveremos a encontrar el paraíso perdido. Es decir: Maqroll no es sólo él, como con tanta facilidad se dice. Maqroll somos todos».

 Hay que señalar que Mutis  fue ante todo poeta. En sus obras enreda a sus personajes en un ámbito de soledad y de mágica ternura que le da un sabor especial a la saga del Gaviero.  Aparecen  enmarañadas en la narrativa la prosa del escritor diáfano y tierno  . Para muestra un botón que copio de La nieve del Almirante, es la oración del Capitán para los caminantes en peligro de muerte: 

    “Alta vocación de mis patronos y antecesores, de mis guías y protectores de cada hora,
     hazte presente en este momento de peligro, extiende tus aceros, mantén con firmeza la ley de tus propósitos,
     revoca el desorden de las aves y criaturas augurales y limpia el vestíbulo de los inocentes
     en donde el vómito de los rechazados se cuaja como una señal de infortunio, en donde las ropas de los   suplicantes
     son mácula que desvía nuestra brújula, hace inciertos nuestros cálculos y engañosos nuestros pronósticos.

     Invoco tu presencia en esta hora y deploro de todo corazón la cadena de mis prevaricaciones:
     mi pacto con los leopardos cebados en las pesebreras,
     mi debilidad y tolerancia con las serpientes que cambian de piel al solo grito de los cazadores extraviados,
     mi solidaria comunión con cuerpos que han pasado de mano en mano como vara que ayuda a salvar los vados y en cuya piel se cristaliza la saliva de los humildes,
     mi habilidad para urdir la mentira de poderes y destrezas que apartan a mis hermanos de la recta aplicación de sus intenciones,

     mi inadvertencia en proclamar tus poderes en las oficinas de la aduana y en las salas de guardia,
     en los pabellones del dolor y en las barcas en donde florece la fiesta, en las torres que vigilan la frontera y en los pasillos de los poderosos.
     Borra de un solo trazo tanta desdicha y tanta infamia, presérvame

     con la certeza de mi obediencia a tus amargas leyes, a tu injuriosa altanería, a tus distantes ocupaciones, a tus argumentos desolados.
     Me entrego por entero al dominio de tu inobjetable misericordia y con toda humildad me prosterno
     para recordarte que soy un caminante en peligro de muerte, que mi sombra nada vale,
     que el que perece lejos de los suyos es como basura triturada en los rincones del mercado,
     que soy tu siervo y nada puedo y que en estas palabras se encierra el metal sin liga ni impurezas de aquel que ha pagado el tributo que se te
     debe ahora y siempre por la pálida eternidad. Amén”.

 La mansión de Araucaima  me trae algunos recuerdos de juventud cuando entre  1973 y 1974  vivía en el barrio de la Flora en Cali. Mi vecino a dos casas de por medio era Andrés Caicedo un muchacho que para la época era fuera de serie en el desarrollo de la musica y sus ideas sobre el cine (Ojo al cine) con revistas y publicaciones  que motivaban a muchos jóvenes en la ciudad. Escribía sus propias obras de teatro, cuentos y novelas y mantenía una intensa correspondencia  con escritores y amigos. Como vecino me enteraba de algunas cosas que sucedían en su vida familiar pues conocía a  su mamá Nellie Estela de Caicedo,  su papá Carlos Alberto Caicedo de voz muy ronca y bulliciosa y  sus hermanas mis amigas vecinas  de juventud Vicky, Rosario y Pilar. Andrés era muy amigo de Carlos Mayolo y Luis Ospina, tenían en la cabeza hacer cine y se les metió la idea de realizar uno de los trabajos de Mutis: La mansión de Araucaima.

  Los  dos eran cineastas a morir y locos por producir una película.  Consiguieron una casona de campo en Santander de Quilichao o cerca de Jamundí y tomaron como propósito hacer la película.  Me enteraba por el correo de las brujas  sobre el desarrollo del proyecto porque me fascinaba Nidia, la hermana de Carlos  una hermosa mujer veinteañera de ojos negros, grandes y vivaces que me daban la vuelta seca. La película “gótica tropical” finalmente se rodó en 1986.    De manera curiosa, por estos tiempos cobra vigencia la filmografía de Carlos Mayolo y será presentada próximamente en el museo La Tertulia . Las ganas de hacer cine hacía germinar en Bogotá,   la idea de llevar al celuloide  una obra más de Mutis: “Ilona llega con la lluvia”  dirigida por  Sergio Cabrera  con la actuación de Margarita Rosa de Francisco,  estrenada en 1996.


La mansión de Araucaíma:

 Un bocadito exquisito de la película lo dejo en un resumen de sus personajes que aparecen en la introducción de la obra:

 El guardián

Había sido antaño soldado de fortuna, mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto dudosas. Le faltaba un brazo y hablaba correctamente cinco idiomas. Olía a esas plantas dulce amargas de la selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal.

El dueño

Si alguien hubiera indicado la obesidad como uno de sus atributos, nadie habría recordado si ésta era una de sus características. Era más bien colosal, había en él algo flojo y al mismo tiempo blando sin ser grasoso, como si se alimentara con substancias por entero ajenas a la habitual comida de los hombres.

Decía haber adquirido la mansión por herencia de su madre, pero luego se supo que había caído en sus manos por virtud de ciertas maquinaciones legales de cuya rectitud era arriesgado dar fe. Se llamaba Graciliano, pero todos lo conocían por Don Graci.

El piloto

 Apareció en la hacienda como piloto de una avioneta de fumigación contratada por Don Graci para combatir una plaga que amenazaba acabar con sus naranjos y limoneros, sembrados en ordenada plantación a orillas del río Cocora. Había ya terminado su labor cuando la avioneta fue incendiada por un rayo que cayó sobre ella en una noche de tormenta. El piloto se fue quedando en la mansión sin atraer sobre si ni el rechazo ni la simpatía de nadie. Fue la Machiche quien lo obligó finalmente a quedarse en forma permanente.

La Machiche

Hembra madura y frutal, la Machiche. Mujer de piel blanca, amplios senos caídos, vastas caderas y grandes nalgas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos anchos y ávida boca que dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París galante del siglo pasado. Hembra terrible y mansa la Machiche, así llamada por no se supo nunca qué habilidades eróticas explotadas en sus años de plenitud. Vivía en el fondo de la mansión y su gran cabellera oscura, en la que brillaban ya algunas canas, anunciaba su presencia en los corredores, antes de que irrumpiera la ofrecida abundancia de sus carnes.

El fraile

Decía haber sido confesor del difunto Papa bien amado. Nadie lo hubiera creído de no haber sido por una carta que recibió un día cuyo sobre ostentaba la tiara papal con las dos llaves cruzadas debajo. La guardó sin leerla ni mostrar interés alguno por su contenido. Todos lo conocían como «el fraile» y nadie supo nunca su nombre. Fue el único en negarse a acompañar en sus baños a Don Graci, cosa que éste supo aceptar, al comienzo con cierta ironía y, luego, con sorprendente resignación.

 Álvaro Mutis se casó tres veces: a los 19 años  con Mireya Durán, con quien tuvo tres hijos: María Cristina, Santiago y Jorge Manuel;  Años después conoció a  María Luz Montané, fruto de esa unión nacería su hija María Teresa; Y finalmente, tiempo después de llegar a México, con la catalana Carmen Miracle Feliú, quien acababa de enviudar y tenía una hija a la que el escritor acogió como suya.  En la distancia acompañé  al poeta en su soledad y en la tristeza con la muerte de su hijastra Francine que murió de cáncer a la edad de cuarenta años. Su muerte fue un dolor profundo que golpeó duro el alma de Mutis y se reflejó en el cambio de su comportamiento de gran vacan en la ciudad de Méjico, cerrando un poco su vida y casa  a los visitantes extranjeros y colombianos iniciados en    las letras y las artes en el barrio San jerónimo y que amañaba algunos fines de semana.   Era un gran anfitrión como lo había aprendido de su padre que  lo dejo la temprana edad de 33 años  cuando vivía de niño en Bruselas ( Bélgica). Con su padre aprendió el gusto por las cosas buenas, el  trato con los demás y el buen vino y la vida alegre que mostró en los momentos que de  onda larga  fue cosechando a través de sus obras  Méjico. 

Rincones oscuros de sus poemas producidos por 30 años fueron  dejados a un lado por el éxito de sus novelas enredadas en las historia de Maqroll el Gaviero. Interesante biografía de un hombre que se  confunde en la vida por circunstancias no pensadas  llevándolo a alejarse de su geografía para escapar a otro país huyendo de la persecución.  Malos manejos de los presupuestos del  dinero   en Bogotá con la Standard Oil Compañy y otras empresas incidieron en el señalamiento que lo empujó a alejarse de la patria para  irse al extranjero   escapando de la persecución judicial.   Allí conoció a  Octavio Paz, Carlos Fuentes, Emilio García Riera, Luis Buñuel. Inicialmente no tuvo dificultades   pero después de varios años perseguido por la Interpol fue puesto preso y llevado a la cárcel de Lecumberri en Méjico en donde estuvo recluido  durante 15 meses. La vida en la prisión   fue el ambiente que lo marcó para el resto de su vida literaria, allí escribió el Diario de Lecumberri, y las primeras señas de sus novelas sobre las tribulaciones y empresas de Maqroll el Gaviero. También recobró parte de sus poemas  los Trabajos perdidos y su cosecha de poemas del pasado.

 Entre sus amigos que posiblemente están todos muertos menciono a :Gabriel García Márquez, Ernesto Volkening, Casimiro Eiger, Alberto Zalamea, Octavio Paz, Gonzalo Mallarino, Alejandro Obregón, Álvaro Castaño.

 De “Los trabajos perdidos”  quiero mostrar dos poemas que me gustan mucho, uno por su angustia de poeta perdido y otra por la delicadeza en la presentación del paisaje de los recuerdos de su tiempo en la finca de Coello de su juventud.

 Cada Poema

 Cada poema un pájaro que huye 

del sitio señalado por la plaga. 
Cada poema un traje de la muerte 
por las calles y plazas inundadas 
en la cera letal de los vencidos. 
Cada poema un paso hacia la muerte, 
una falsa moneda de rescate, 
un tiro al blanco en medio de la noche 
horadando los puentes sobre el río, 
cuyas dormidas aguas viajan 
de la vieja ciudad hacia los campos 
donde el día prepara sus hogueras. 
Cada poema un tacto yerto 
del que yace en la losa de las clínicas, 
un ávido anzuelo que recorre 
el limo blando de las sepulturas. 
Cada poema un lento naufragio del deseo, 
un crujir de los mástiles y jarcias 
que sostienen el peso de la vida. 
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban 
sobre el rugir helado de las aguas 
el albo aparejo del velamen. 
Cada poema invadiendo y desgarrando 
la amarga telaraña del hastío. 
Cada poema nace de un ciego centinela 
que grita al hondo hueco de la noche 
el santo y seña de su desventura. 
Agua de sueño, fuente de ceniza, 
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas, 
metal que dobla por los condenados, 
aceite funeral de doble filo, 
cotidiano sudario del poeta, 
cada poema esparce sobre el mundo 
el agrio cereal de la agonía.

De Los trabajos perdido

 Nocturno

 Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.

Sobre las hojas de plátano,

sobre las altas ramas de los cámbulos,

ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima

que crece las acequias y comienza a henchir los ríos

que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales.

La lluvia sobre el zinc de los tejados

canta su presencia y me aleja del sueño

hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,

en la noche fresquísima que chorrea

por entre la bóveda de los cafetos

y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes.

Ahora, de repente, en mitad de la noche

ha regresado la lluvia sobre los cafetales

y entre el vocerío vegetal de las aguas

me llega la intacta materia de otros días

salvada del ajeno trabajo de los años.

 Quisiera mostrar su imagen de poeta exquisito trayendo igualmente de Amirbar la plegaria que acompaña su tránsito por las minas. Dice así:

                                               

Amirbar, aquí me tienes escarbando las entrañas de la tierra como quien busca el espejo de las transformaciones,

aquí me tienes, lejos de ti y tu voz es como un llamado al orden de las grandes extensiones salinas,

a la verdad sin reservas que acompaña a la estela de las navegaciones y jamás la abandona.

Por los navíos que hunden su proa en los abismos y surgen luego y una y otra vez repiten la prueba

y entran, al fin, lastimados, con la carga suelta golpeando en las bodegas, en la calma que sigue a las tormentas;

por el nudo de pavor y fatiga que nace en la garganta del maquinista, que sólo sabe del mar por su ciega embestida contra los costados que crujen tristemente;

por el canto del viento en el cordaje de las grúas,

por el vasto silencio de las constelaciones donde está marcado el derrotero que repite la brújula con minuciosa insistencia,

por los que hacen el tercer cuarto de guardia y susurran canciones de olvido y pena para espantar el sueño;

por el paso de los alcaravanes que se alejan de la costa en el orden cerrado de sus formaciones, lanzando gritos para consolar a sus crías que esperan en los acantilados;

por las horas interminables de calor y hastío que sufrí en el golfo de Martaban, esperando a que nos remolcara un guardacostas porque nuestros magnetos se habían quemado;

por el silencio que reina cuando el capitán dice sus plegarias y se inclina contrito en dirección a La Meca;

por el gaviero que fui, casi niño, mirando hacia las islas que nunca aparecían,

anunciando los cardúmenes que siempre se escapaban al cambiar bruscamente de rumbo,

llorando el primer amor que nunca más volví a ver,

soportando las bromas bestiales de la marinería en todos los idiomas de la Tierra,

por mi fidelidad al código no escrito que impone la rutina de las travesías sin importar el clima ni el prestigio del navío,

por todos los que ya no están con nosotros;

por los que bajaron en tumbos resignados hasta yacer en el fondo de corales y peces cuyos ojos se han borrado;

por los que barrió la ola y nunca más supimos de su suerte,

por el que perdió la mano tratando de fijar una amarra en los obenques;

por el que sueña con una mujer que es de otro mientras pinta de minio las manchas de óxido del casco;

por los que partieron hacia Seward, en Alaska, y una montaña de hielo a la deriva los envió al fondo del mar;

por mi amigo Abdul Bashur, que toda su vida la pasó soñando en barcos y ninguno de los que tuvo se ajustaba a sus sueños,

por el que, subido al poste de la antena, dialoga con las gaviotas mientras revisa los aisladores y ríe con ellas y les propone rutas descabelladas,

por el que cuida el barco y duerme solo en el navío en espera de los desembargadores de levita;

por el que un día me confesó que en tierra sólo pensaba en crímenes atroces y gratuitos y a bordo se le despertaba un anhelo de hacer el bien a sus semejantes y perdonar sus ofensas;

por el que clavó en la popa la última letra del nombre con el que fue bautizado su navío: Czesznyaw;

por el que aseguraba que las mujeres saben navegar mejor que los hombres, pero lo ocultan celosamente desde el principio de los tiempos,

por los que susurran en la hamaca nombres de montañas y de valles y al llegar a tierra no los reconocen;

por los barcos que hacen su último viaje y no lo saben pero su maderamen cruje en forma lastimera,

por el velero que entró en la rada de Withorn y nunca consiguió salir y quedó allí anclado para siempre;

por el capitán Von Choltitz que emborrachó durante una semana a mi amigo Alejandro el pintor con una mezcla de cerveza y champaña;

por el que se supo contagiado de lepra y se arrojó desde cubierta para ser destrozado por las hélices,

por el que decía, siempre que se emborrachaba hasta caer en el mancillado piso de las tabernas: «¡Yo no soy de aquí ni me parezco a nadie!»,

por los que nunca supieron mi nombre y compartieron conmigo horas de pavor cuando íbamos a la deriva contra las rompientes del estrecho de Penland y nos salvó un golpe de viento,

por todos los que ahora están navegando,

por los que van a partir mañana;

por los que ahora llegan a puerto y no saben lo que les espera,

por todos los que han vivido, padecido, llorado, cantado, amado y muerto en el mar;

por todo eso, Amirbar, aplaca tu congoja y no te ensañes contra mí.

Mira en dónde estoy y apártate piadoso del aciago curso de mis días, déjame salir con bien de esta oscura empresa,

muy pronto volveré a tus dominios y, una vez más, obedeceré tus órdenes. Al Emir Bahr, Amirbar, Almirante, tu voz me sea propicia,

Amén.

 Cosechó muchos premios que lo persiguieron  con galardones y reconocimientos que lo pusieron en el tope de los mejores escritores hispanoamericanos. Menciono algunos de los reconocimientos más importantes,  en algún momento se pensó que estaba listo para el Nobel de literatura que  nunca llegó, pero no le hizo falta.  Fue galardonado con premios y homenajes en el mundo entero, incluyendo: “honoris causa” de la Universidad del Valle en 1974.   El Premio Cervantes, el premio Príncipe de Asturias, el premio Reina Sofía, el Médicis Étranger y la Orden de Caballero en Francia.

 Su último deseo  que sus cenizas fueran esparcidas en el río Coello, ubicado en el occidente del Tolima cerca de Ibagué , lugar que influyó en su  mayor talento, el de poeta. La vida rural campesina, la naturaleza de los bosques y los ríos , los cafetales, las lecturas tranquilas en su hamaca en el corredor de la finca  manejada por su mama como herencia de la familia, están en sus escritos como estampas del recuerdo para sus paginas literarias y poéticas.

 Una docena de poemas publicados en diferentes medios sirven para enaltecer  a este genio de las letras muy querido por sus vecinos  y  amigos colombianos como Gabriel García Márquez, Fernando Vallejo, y otros expatriados. El dolor de la muerte de su hijastra Francine   lo hunden en la tristeza  alejándolo de la vida alegre y festiva que lo caracterizaban.  Su muerte a los 90 años el 22 de septiembre de 2013 marcaría el final de un escritor con un inmenso legado literario para Colombia, América Latina y el mundo de las letras.

 

I.              El deseo

Hay que inventar una nueva soledad para el deseo. Una vasta  soledad de delgadas orillas
en donde se extienda a sus anchas  el ronco sonido del deseo. Abramos de nuevo todas las
venas del placer. Que salten los altos surtidores no importa hacia dónde.

Nada se ha hecho aún. Cuando teníamos algo andado, alguien se detuvo en el camino para ordenar sus vestiduras y todos se detuvieron tras él. Sigamos la marcha. Hay cauces secos
en donde pueden viajar aún aguas magníficas.
Recordad las bestias de que hablábamos. Ellas pueden ayudarnos antes de que sea tarde
y torne la charanga a enturbiar el cielo con su música estridente.

II.             Letanía

Esta era la letanía recitada por el gaviero mientras se bañaba
las torrenteras del delta:

Agonía de los oscuros
recoge tus frutos.
Miedo de los mayores
disuelve la esperanza.
Ansia de los débiles
mitiga tus ramas.
Agua de los muertos
mide tu cauce.
Campana de las minas
modera tus voces.
Orgullo del deseo
olvida tus dones.
Herencia de los fuertes
rinde tus armas.
Llanto de las olvidadas
rescata tus frutos.
Y así seguía indefinidamente mientras el ruido de las aguas

ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus carnes laceradas por
los oficios más variados y oscuros.

III.           Ciudad

Un llanto
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan

y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídos de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta

que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,

sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su tumba en el sueño,

por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
sin conocer otra cosa
que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.

IV.           Sonata

Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,

como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
cono tren en la noche de las páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que enjuta la fiebre de los ghettos
a la sombra del tiempo, amiga mía,

un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.

 V.            Nocturno

La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas
 donde las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día

cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.

 VI.            LA ORQUESTA

      La primera luz se enciende en el segundo piso de un café. Un

sirviente sube a cambiarse de ropas. Su voz gasta los tejados y en

su grasiento delantal trae la noche fría y estrellada.

 

2

     Aparte en un tarro de especias vacío, guarda un mechón de pelo.

Un espeso y oscuro cadejo de color indefinido como el humo de los trenes

cuando se pierde entre los eucaliptos.

 

3

     Vestido de amianto y terciopelo, recorrió la ciudad. Era el pavor disfrazado

de tendero suburbano. Cuántas historias se tejieron alrededor de sus palabras

con un sabor de antaño como las nieves del poeta.

 

4

     Así a primera vista, no ofrecía belleza alguna. Pero detrás de un cuerpo

temblaba una llama azul que arrastraba el deseo, como arrastran ciertos ríos

metales imaginarios.

 

5

     Otra luz vino a sumarse a la primera. Una voz agria la apagó como se mata

un insecto. A dos pasos de allí, el viento golpeaba ciegas hojas contra ciegas estatuas.

Paz del estanque. ..luz opalina de los gimnasios.

 

6

     Sordo peso del corazón. Tenue gemido de un árbol. Ojos llorosos limpiados furtivamente en el lavaplatos, mientras el patrón atiende a los clientes con la sonrisa sucia de todos los días.

     Penas de mujer.

     En las aceras, el musgo dócil y las piernas con manchas aceitosas de barro milenario.

En las aceras, la fe perdida como una moneda o como una colilla. Mercancías.

Cáscara débil del hollín.

 

8

     Polvo suave en la oreja donde brilla una argolla de pirata. Sed y miel de las telas.

Los maniquíes calculan la edad de los viandantes y un hondo, innominado deseo surge

de sus pechos de cartón. Mugido clangoroso de una calle vacía. Rocío.

 

9

     Como un loco planeta de liquen, anhela la firme baranda del colegio con su campana y el fresco olor de los laboratorios.

Ruido de las duchas contra las espaldas dormidas.

Una mujer pasa y deja su perfume de cebra y poleo.

Los jefes de la tribu se congregaron después de la última clase

y celebran el sacrificio.

 

10

     Una vida perdida en vanos intentos por hallar un olor o una casa. Un vendedor ambulante que insiste hasta cuando oye el último tranvía. Un cuerpo ofrecido en gesto furtivo y ansioso.

Y el fin, después, cuando comienza a edificarse la morada o se entibia el lecho de ásperas cobijas.

  

VII.     UN BEL MORIR

 De pie en una barca detenida en medio del río

cuyas aguas pasan en lento remolino

de lodos y raíces,

el misionero bendice la familia del cacique.

Los frutos, las joyas de cristal, los animales, la selva,

reciben los breves signos de la bienaventuranza.

Cuando descienda la mano

habré muerto en mi alcoba

cuyas ventanas vibran al paso del tranvía

y el lechero acudirá en vano por sus botellas vacías.

Para entonces quedará bien poco de nuestra historia,

algunos retratos en desorden,

unas cartas guardadas no sé dónde,

lo dicho aquel día al desnudarte en el campo.

Todo irá desvaneciéndose en el olvido

y el grito de un mono,

el manar blancuzco de la savia

por la herida corteza del caucho,

el chapoteo de las aguas contra la quilla en viaje,

serán asunto más memorable que nuestros largos abrazos.

 

VIII.     EN ALGUNA CORTE PERDIDA

 En alguna corte perdida,

tu nombre,

tu cuerpo vasto y blanco

entre dormidos guerreros.

En alguna corte perdida,

la red de tus sueños

meciendo palmeras,

barriendo terrazas,

limpiando el cielo.

En alguna corte perdida,

el silencio

de tu rostro antiguo.

¡Ay, dónde la corte!

En cuál de las esquinas del tiempo,

del precario tiempo

que se me va dando

inútil y ajeno.

En alguna corte perdida

tus palabras

decidiendo,

asombrando,

cerniendo

el destino de los mejores.

En la noche de los bosques

los zorros buscan

tu rostro. En el cristal

de las ventanas

el vaho de su anhelo.

Así mis sueños

contra un presente

más que imposible

innecesario.

 

IX.       GIRAN, GIRAN

 Giran, giran,

los halcones

y en el vasto cielo

al aire de sus alas dan altura.

Alzas el rostro,

sigues su vuelo

y en tu cuello

nace un azul delta sin salida.

¡Ay, lejana!

Ausente siempre.

Gira, halcón, gira;

lo que dure tu vuelo

durará este sueño en otra vida.

 

X.        LIED DE LA NOCHE

 La nuit vient sur un char conduit par le silence.

La Fontaine

 Y, de repente,

llega la noche

como un aceite

de silencio y pena.

A su corriente me rindo

armado apenas

con la precaria red

de truncados recuerdos y nostalgias

que siguen insistiendo

en recobrar el perdido

territorio de su reino.

Como ebrios anzuelos

giran en la noche

nombres, quintas,

ciertas esquinas y plazas,

alcobas de la infancia,

rostros del colegio,

potreros, ríos

y muchachas

giran en vano

en el fresco silencio de la noche

y nadie acude a su reclamo.

Quebrantado y vencido

me rescatan los primeros

ruidos del alba,

cotidianos e insípidos

como la rutina de los días

que no serán ya

la febril primavera

que un día nos prometimos.

 

XI.       LIED MARINO

 Vine a llamarte

a los acantilados.

Lancé tu nombre

y sólo el mar me respondió

desde la leche instantánea

y voraz de sus espumas.

Por el desorden recurrente

de las aguas cruza tu nombre

como un pez que se debate y huye

hacia la vasta lejanía.

Hacia un horizonte

de menta y sombra,

viaja tu nombre

rodando por el mar del verano.

Con la noche que llega

regresan la soledad y su cortejo

de sueños funerales.

 

XII.      SI OYES CORRER EL AGUA

 Si oyes correr el agua en las acequias,

su manso sueño pasar entre penumbras y musgos,

con el apagado sonido de algo

que tiende a demorarse en la sombra vegetal.

Si tienes suerte y preservas ese instante

con el temblor de los helechos que no cesa,

con el atónito limo que se debate

en el cauce inmutable y siempre en viaje.

Si tienes la paciencia del guijarro,

su voz callada, su gris acento sin aristas,

y aguardas hasta que la luz haga su entrada,

es bueno que sepas que allí van a llamarte

con un nombre nunca antes pronunciado.

Toda la ardua armonía del mundo

es probable que entonces te sea revelada,

pero sólo por esta vez.

¿Sabrás, acaso, descifrarla en el rumor del agua

que se evade sin remedio y para siempre?

 

 

 

 

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