Eliseo Cuadrado
Nunca se llamaba a lista porque eran
tan pocos que con una mirada alrededor se sabía quién faltaba. No había quórum
por estar ausente quien siempre llegaba retrasado. La sesión era especial
porque se trataba de reconciliar a un par de socios que en cierta ocasión
fueron grandes amigos y ahora se odiaban. Uno de ellos no había llegado. Un tercero, se ofreció a servir de intermediario.
Era cuestión de ponerse de pié en medio y acercarles la mano mientras esbozaba
una sonrisa. Se habían tomado tres tintos y los temas improvisados se agotaron.
Él, no aparecía. La puerta estaba cerrada para favorecer la atmósfera de aire
acondicionado. Todos enmudecieron cuando escucharon los pasos lentos, bien
marcados, retumbantes del ausente.
Frente
al Presidente de la pequeña Junta Directiva se conservaba una silla vacía que
acostumbraba ocupar quien estaba por llegar. El pomo giró y al abrirse la
puerta entró Juan Manuel seguido por una
nube de su inconfundible agua de colonia.
No
saludó. Solo se ocupó de acomodar la silla en que se iba a sentar y sacó de su
axila una revista que evidentemente envolvía algo. Seguía ajeno al tema que se
analizaba. Unos minutos después desenvolvió el paquete, que contenía una pistola semiautomática y de
inmediato la descargó en el colega que tenía enfrente. Después se acercó al
caído, bocabajo y lo ultimó con la bala que quedaba en la recámara.
Estaban
petrificados en sus sillas, lo que aprovechó el atacante para salir como había
llegado. Bajó las gradas al primer piso, ganó el andén, se dirigió con su paso
marcial al CAI de la esquina y le dijo al uniformado de turno: “Vengo a
entregarme. Acabo de matar con esta pistola a quien me traicionaba”.
-Es
increíble. Usted no es capaz de semejante barbaridad.
-Llame
a quien le corresponda y le apuntó con el arma sin balas.
El agente llamó de
inmediato al encargado de las judicializaciones quien encontró a Juan Manuel
sentado en el butaco disponible mirando al piso, apoyándose en la pierna
derecha con el codo del mismo lado.
-¡Doctor Iriarte! ¿Qué hace usted aquí?
Sin decir palabra, con su acostumbrada
parsimonia deslizó el arma de la mano derecha a la izquierda . Después de
sostenerla por el cañón se la acercó al agente. Sin mirarlo le dijo no tiene balas. Se las
acabo de disparar al corazón de mi peor amigo. De quien sedujo a mi mujer
durante años mientras yo apenas sospechaba.
-¡Esto es increíble!
-Jamás he mentido. Usted me conoce. Tengo
pruebas que soy un asesino con razón.
-Mire
hacia allá. El bulto que están introduciendo en esa ambulancia es su cadáver. Pierde
su tiempo acercándose. Deténgame sin esposarme. Es suficiente que me tome amigablemente
por el brazo. Tomemos un taxi para trasladarnos a la cárcel. Soy tan culpable
que un abogado de oficio cualquiera me sirve. Seis testigos presenciales
facilitarán el proceso.
Las dos familias habían sido vecinas toda la vida sin tener grados de
consanguinidad y los dos varones mayores frecuentaron el mismo colegio y
Universidad. Estudiaron la misma profesión pero siguieron diferentes especialidades.
José
Iriarte fue siempre díscolo, paranoico y
problemático tanto en el vecindario como en los estudios. Siempre estaba de mal
genio pero obtenía buenas notas.
A
quien llevaban en esos momentos para la morgue fue en vida todo lo contrario.
Nunca pudieron ser amigos de verdad aunque seguían siendo vecinos. Su relación
fue intermitente.
Se
casaron y ambos regresaron a vivir con sus familias, de manera que volvieron a
ser vecinos. José empezó a sentir celos. Al principio solo le hizo reclamos a
su mujer, pero con el tiempo la empezó a maltratar. Aparentemente las relaciones
eran normales hasta cuando no pudieron ocultar la intolerancia intrafamiliar.
Una madrugada, al regresar de una
fiesta en la que todos se habían divertido
José le dio una trompada al otro al tiempo que le gritaba “¡Si sigues
tratando de seducir a mi mujer, te mato!”.
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