Karol Ríos
Eran las ocho de las noche y nos preparábamos
para dormir. Algo en el ambiente advertía que la noche sería diferente. Aunque
nos sentíamos felices, estábamos un poco agotadas por el trajín del día. Esta
vez, no leeríamos cuentos antes dormir. Casi sin darnos cuenta empezamos a
narrar una historia que habíamos llorado juntas y de la que poco hablábamos.
Con nuestra cabeza apoyada sobre la almohada y
la luz tenue que nos invitaba a descansar, empezamos a contar la historia.
“Había
una vez una pequeña princesa que vivía con su padre, y su madre en
las maravillosas tierras de la felicidad...”
Mientras escuchaba su voz recordé cuando su
padre me alzó en brazos para que el agua de los charcos no mojara mis pies.
Ella tenía razón. Ambas historias, la que ella contaba y la mía con él,
empezaron felices.
“…Todas
las tardes el rey jugaba con la princesa y en las madrugadas se despertaba
cuando ella sentía ganas de conversar con alguien. Era simplemente perfecto…”
“Perfecto”. No podía estar de acuerdo con
ello. Sabía a ciencia cierta que en las noches el rey dejaba de ser rey y se
convertía en ogro. En el antagonista, en el cruel hombre que me había llevado a
la tierra de la felicidad para conocer la desdicha. Quien me había enfrentado a
la soledad a pesar de tenerlo a mi lado. Pero por supuesto, solo yo, la reina,
aquella que se marchitaba cada noche, podía contar lo que para todos era
desconocido. Unos segundos de silencio abrieron la oportunidad que necesitaba
para terminar con esa afonía que me hacía arder la garganta.
“Lo
que la niña no sabía era que el rey, no siempre era quien ella veía. En las
noches, su silencio golpeaba el corazón de la reina. Su desprecio lastimaba a
quien un día pensaba que sería feliz para siempre con él.”
Un grito no me permitió continuar. Mis ojos se
dirigieron hacia ella. Su carita dibujaba una mueca de ira. Su voz continuó
golpeando mis oídos, ¡Él es bueno con todos! Y queriendo imponer su historia,
continuó:
“En
las noches el rey dormía a su pequeña en medio de arrullos y cuentos de tierras
lejanas y mientras la princesa descansaba él vigilaba su sueño”.
Sin mucha paciencia, interrumpí la historia.
“En la noche, mientras la princesa dormía, el rey no podía vigilar su
sueño porque debía encontrarse en medio de los jardines con la mujer que había
descendido del cielo, con quien hoy se ha ido”.
Su pequeño rostro palideció y sus ojos se
inundaron de tristeza. No se atrevió a balbucear palabra. Su mirada estaba
perdida, como pudo quebró el silencio que nos abrigaba.
“La malvada reina hizo que el rey partiera dejando sola a su
pequeña niña. Ella es la culpable de que el padre se haya ido…”.
No pude silenciar el dolor profundo de sentir
que el ogro se había llevado el corazón de mi pequeña niña, él se había convertido
en su bondadoso rey. Ambas llorábamos,
ella por su rey y yo por el ogro. Dos corazones que trataban de sanarse en un
abrazo casi eterno. Entre suspiros y sollozos sus tiernos ojos me miraron
preguntándome ¿mi papá va a volver? La refugié en mis brazos, besé su frente y
le susurré, siempre va a volver, recuerda que es un rey bondadoso. Cansadas, ya
sin muchas ganas de seguir apachurrándonos el corazón, nos quedamos dormidas.
Al despertar supe que las horas de sueño
habían sido pocas. Al verla dormida abrazando su almohada pensé en lo ocurrido
hace unas horas y quise que tuviera la oportunidad de saber mi final de la
historia. Me preparé un café, encendí el portátil y a su lado empecé a
escribirlo.
“Justo después de que su pequeña princesa se durmió, el rey se adentró
a su habitación, cambiando sus vestiduras, también su rostro. Miraba a su reina
ya no con amor sino como a la mujer que necesitaba para criar a la princesa,
despreciando cada gesto de cariño. Aunque creyera que la reina no lo notaba,
ella siempre supo de sus recurrentes salidas en la madrugada, aunque nunca le
preguntó por su destino.
Una noche de luna llena la reina decidió tomar de la mano al rey antes de que saliera de sus aposentos para
despedirlo con un beso, sus vestiduras rociadas con su mejor perfume le
revelaron lo que sucedería.
Una vez el rey salió del castillo, la reina decidió partir tras él. Quiso
saber lo que sucedía cuando se ausentaba. Escondida entre los arbustos notó a
su rey en jardines ajenos. De repente, como ángel o demonio, vio descender del cielo una mujer que
no conocía aunque sospechaba de su existencia. Al verla sintió una punzada en su corazón,
pero a la vez presagió su libertad. Sus ojos lograban descifrar el
encantamiento que ella había puesto sobre el rey. La reina corrió hacia él
sujetándolo y evocando su viejo amor lo escondió entre sus brazos. Pero el rey
se zafó de ella y se aproximó a quien ahora era la dueña de su corazón y como
por acto de magia emprendió vuelo con la extraña mujer. Así que renunció a su
reino y partió.
Al final, la reina comprendió que quizá la misteriosa mujer, al
llevarse al rey les había librado también del ogro. Así ella, que se marchitaba
cada noche, pudo ver la luz de la luna con la tranquilidad de que no traería
consigo otra mortificante noche. Ahora ella estaba a salvo.”
No supe
a qué hora volví a caer dormida.
Amaneció y me desperté apurada a causa de la nueva rutina de la mañana a
la que empezaba a acostumbrarme. Preparé el desayuno, aquel que él
preparaba. Mientras me bañaba, mi pequeña desayunaba sola, porque su padre
ya no estaba para acompañarla, para jugar con su cuchara al avioncito ni para
peinarla. Me vestí rápidamente mientras la animaba a que lo hiciera sin mi
ayuda, ni la ayuda del ausente. Casi sin terminar corrimos hacia la parada del
bus. Tres besos en su mejilla y un abrazo le dieron esa seguridad para subirse.
Luego de
su partida regresé a casa. Me senté de nuevo frente al computador y mientras
escuchaba el ruido de la impresora me invadió una felicidad liberadora.
Allí estaba mi historia, una que ella no tenía por qué repetir. Podría
tener a un carpintero o a un herrero a su lado si quisiera, pero debía
cerciorarse de que en las noches no fuese un ogro. No sé cuánto tiempo estuve
pensando en eso.
A la
hora de regresar del colegio, allí estaba mi pequeña, iluminando la casa con su
sonrisa, alborotando todo a su paso con su alegría. En su mano traía una hoja
llena de colores que llamó mi atención. Era un dibujo del rey montado en su
corcel junto a su princesa despidiendo a la reina. Era el final de la historia.
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