“Los
abuelos nunca mueren, se vuelven invisibles”
Anónimo
Mis
abuelos se casaron en Manizales, donde se conocieron, se fueron a vivir a Pereira,
a una casa heredada por mi abuela de su tío Pablito, muerto en el famoso crimen
del pañuelo rojo, famoso, porque nunca se resolvió. A Pablito lo mataron
ahorcado con el pañuelo rojo que lucía en el bolsillo de su saco, por robarle
las morrocotas de oro. Nunca se casó, por eso lo heredaron sus sobrinos, entre
los que estaba mi abuela.
La
casa era hermosa, de estilo moderno para esa época, la familia creció con la
llegada de las primeras hijas, la última nació a los siete meses de gestación,
una bebé con muchos problemas de salud, de raquitismo y el médico familiar dictaminó,
se curaría cambiando de
clima.
Mi
abuelo empezó la búsqueda de un lugar donde además del clima apropiado para la
salud de su tercera hija, se pudiera establecer con un negocio propio, para no
depender de nadie y ser libre de ejercer su carrera política en el liberalismo.
Su compadre le hablo de un municipio pequeño, en la cordillera occidental, en
los límites con el departamento de Risaralda, el paraíso terrenal, por su clima,
por la posibilidad de pasar cine en el teatro, con el recién adquirido
proyector Bell & Howell que mi abuelo había comprado a un
comerciante que lo trajo por Buenaventura.
Así
empezó la historia de la familia en el Cairo. Vendieron la casa heredada por mi
abuela, empacaron los enseres y se marcharon al paraíso terrenal. El viaje duró
diez horas en una berlina contratada en la plaza principal de Cartago, viajaron
uno encima de otro. Entre los enseres de la abuela y los aparatos de cine del
abuelo se llenó el carro.
Eran
las cinco de la tarde cuando llegaron. Una plaza llena de flores, servía de
marco a la Alcaldía, la Inspección de Policía, la Notaria y el Juzgado
Promiscuo. Preguntaron por la casa del señor Arango, y el que se decía el bobo
del pueblo gustoso los guió. Al pasar por la panadería mi abuelo vio el local
perfecto para poner el teatro, y pensó que allí de día podría funcionar el
directorio liberal gaitanista, y que además el Caudillo, lo podría nombrar
director.
La
casita que compraron al Señor Arango era hermosa, con un inmenso jardín de
hortensias y una huerta, que sería el deleite de mi abuela, y el patio trasero para
los juegos de las niñas, con un árbol de níspero, donde funcionaria el columpio
y donde recibía el sol la menor, a la que el aire puro garantizaba curación.
El
pueblo tenía una escuela, con un solo salón, en el que funcionaban todos los
cursos escolares, dirigida por Mario Campo, un maestro por vocación, nacido y
criado en el pueblo, que estudió en la capital, se sentía muy orgulloso de su
reloj de leontina, del que nunca se separaba, regalo de grado de sus padres.
Y
como en todos los pueblos del país, existía el llamado malo del pueblo, que
transpiraba odio con el que traslucía su fealdad y timidez. Usaba un sombrero
gigantesco, cubría su humanidad, botas vaquero de las que usaban los gringos
pistoleros de las películas que proyectaba mi abuelo.
Como
ya se hacía de noche, mi abuela le preguntó al chofer de la berlina, la hora a
la que se encendía la luz de las calles, contesto que en el Cairo, todavía no
había luz, algunos privilegiados tenían planta eléctrica. Mi abuelo no se
amilanó, puso por delante su buen humor y optimismo, quería iniciar una nueva
vida en un pueblo donde la gran mayoría eran godos, no había luz y además no
les gustaban los paisas. Hizo traer una planta eléctrica. Se puso en la tarea
de hacer un sondeo entre los habitantes para conocer a los que compartían su
credo político y matriculó a las dos hijas mayores en la escuela.
El
día de la inauguración del cine, la entrada fue gratuita. Todo el pueblo acudió
a la invitación, el alcalde con su emperifollada esposa, el Inspector, soltero
todavía, dándose aires de guapo, en busca de novia, el Notario, con su famélica
esposa y sus trillizos, y el Juez, que recién había enviudado. El único que permanecía
alejado era un personaje oscuro a quien el sombrero no permitía verle el
rostro, y cuyas botas hacían ruido de espuelas. Los del pueblo estaban
acostumbrados a su presencia, a mi abuelo le perturbaba su presencia, no podía
confiar en alguien que oculta su rostro.
El
pueblo entero amaneció adorando a quien les dio un rato de entretenimiento. La
vida transcurría y los niños en la escuela habían creado una copla que cantaban
cuando salían: “dos cosas hay en el Cairo que causan admiración, el reloj de
Mario Campo y las botas del Gorrón”. Hasta la menor corría detrás de los escolares
cantándola, demostrando su mejoría. Todos celebraban la travesura, hasta el
profe Campo, al único que le molestaba era al Gorrón, que escondido detrás de
su inmenso sombrero rumiaba ira y odio contra el mundo y los liberales.
Mi
abuelo abrió su oficina de director del centro liberal gaitanista, con cinco
miembros, que temerosos acudían a las reuniones, para conocer lo que El
Caudillo del Pueblo, instruía a través de correspondencia que cada quince días
llegaba en la berlina. En una carta apareció el anhelado nombramiento, mi
abuelo era el director de la oficina gaitanista del Cairo. Después cada semana
le llegaran cartas anónimas amenazantes.
Una
mañana le llegó un panfleto, le daban plazo de 48 horas para irse del pueblo, lo
echaban por liberal, no lo querían más allí. Ellas no querían irse del pueblo, no
supieron la causa.
Fue
el nueve de Abril de 1948, a la una de la tarde, cuando la historia se partió.
La noticia de la muerte del Caudillo llegó al pueblo tres horas después, se inició
la campaña para sacar a mi abuelo del pueblo; alguien puso un petardo en el
teatro, que destruyó absolutamente todo. De la oficina del directorio no quedó nada.
Los
liberales tuvieron que encerrarse, las provisiones de comida empezaron a
terminarse. Esa noche el abuelo, la abuela y las niñas, dejaron la casita
primorosa para huir de los pájaros, que asechaban a todo el que no fuera conservador.
A
la madrugada del sábado llegaron las bestias, solamente podían llevar una mude
ropa y uno que otro libro. El clima
estaba terrible, la neblina no dejaba ver a más allá de un metro, debían irse a
riesgo de la vida.
El
abuelo llevaba la carta de Jorge Eliecer Gaitán en su carriel. Miró hacia atrás
y le dio el adiós al paraíso terrenal.
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