Entrañables reminiscencias de un viejo muy viejo que gusta de rumiar sus recuerdos
J. Iván Pérez
De
niños era fácil treparse a la alfombra mágica y halada que describían los
cuentos de la edad. Ahora de viejos, con más dificultad pero con mayor empeño,
se hace necesario aferrarse a la memoria que rescata los recuerdos, como restos
de naufragios que aparecen cuando quedan atrás las etapas de la existencia
personal.
Eso
es lo que parece haber sucedido con nuestro entrevistado, un viejo, muy viejo, que gusta de
rumiar sus recuerdos y rescatar remembranzas y personajes
sobrevivientes de obligadas ausencias, surgidas de los años de fuga obligada
desde su entrañable pueblo de origen: Anorí. Pueblo paisa sembrado por manos de
arrieros y mineros, aupados por aventureros españoles, en los agrestes riscos
del nordeste antioqueño. Pueblo donde logró, apenas, alcanzar la estatura que
lo distinguía entre los alumnos de su entrañable escuela veredal.
Eduardo
Toro Gutiérrez, es su nombre. “Poeta,
prosista, gallero, amante del tango, cultor de la amistad, funde con
persistencia de condenado en sus relatos, la más alegre nostalgia con la
alegría socarrona de sus años”, según la apreciación de uno de sus
editores.
Desempeñó
diversos oficios durante el trasegar de sus 85 años de vida bien vividos y cultivados,
como que después de su grado de bachiller comercial, se hizo Contador Público y
se especializó en Administración Pública.
Fungió
como azucarero por espacio de doce años, y durante otros treinta ocupó cargos
de gran responsabilidad en la Corporación Autónoma Regional del Valle del Cauca
(C.V.C.), siempre en uso de su conspicua pluma de escribano. Suma a su rol
actual de esposo, padre y tío, el que más llega a quienes le admiramos: el de
escribidor de remembranzas, crónicas y poesía, que sumados a una entrañable
cuentería original, constituye precioso regalo para deleite de su familia y de
sus allegados -“mientras personalmente lo
utiliza de excusa para sacarle el cuerpo a los desastres del mal del olvido”-. Así, por lo menos, lo repite en la intimidad
con su familia y entre sus amigos.
Inició
la publicación de sus obras con el libro
(2000) Anorí, páginas de olvido, seguido de Anorí al calor de la
nostalgia (2003); en 2008 sacó a
la luz El Otoño siempre llega, en el que entrega todo lo que
ha juzgado publicable de su estro poético; y en 2012 publica los escritos suyos
de dos años de trabajo en el taller de ‘Palabras Mayores’ con la Casa de la
Lectura, que en connivencia con su director y editor personal, tituló Un
viejo, muy viejo que contaba cuentos>, “en el que el alma de cronista, el corazón de poeta y la garra del
narrador, concurren al lugar preciso donde, inspiración y traspiración, dan
lugar a una feliz invención: la de , su pueblo”.
YABURÍ, es
nombre proveniente de dialecto
indígena, (Yabur, el cacique y Nori,
la cacica). Al modo de Macondo o de
Comala, aparece como la imaginaria expiación de demonios y fantasmas que,
iniciados en sus instancias infantiles, se
quedaron agazapados por muchas primaveras en un rincón de su alma. Hubo que
esperar hasta la tardía estación de su otoño, en la que no duele tanto recordar
ni da pena hacer el ridículo, para encontrar, en su vigoroso estilo de poeta y
narrador, preciosos materiales que le han dado la estatura del entrañable ser
que es y que hoy nos entrega sus vivencias -como girones de su alma paisa- como
finos lingotes que combustionan su pasión por escribir.
¿Hay en
tu historia de escritor una fecha que marque la iniciación de esa pasión por la
escritura?
Mi familia estuvo
constituida por una cofradía de maestras. Mis tías y las primas de mi madre
eran maestras normalistas. Cada mes, a lomo de mula, salían a reclamar su
nómina, y de regreso, nos enriquecían con las noticias del mes anterior, con
los cuentos y experiencias recogidas, y nos las entregaban con su arte
personal, como las mejores palabreras que eran. Era un deleite escucharlas y
aprender. En la intimidad del hogar todo contribuía a cultivar la buena
lectura; los cuentos y leyendas: Genoveva de Brabante, el Quijote, etc. La
escritura, ha sido mi pasión desde siempre.
¿Cómo
ocurrió que, viviendo en una finca de un pueblo eminentemente rural, se pudiera
cultivar la pasión por la escritura y la lectura?
Desde que aprendí
a leer y a escribir, no he dejado de practicarlos nunca. Lo que pasa es que el
género que me tocó utilizar primero fue el epistolar. Les escribía a todos los
miembros de la familia. Manejé y manejo ese género muy bien. Me tocó en las
empresas escribir mamotretos de normas e instrucciones que debían llegar a todo
el personal y debía pulirme en el estilo de escritura. Debía hacer informes y
actas para socios y juntas directivas, y cuando las escuchaban, sus miembros
señalaban que, aunque ahí se transcribía lo que habían dicho, estaba tan bien
expresado que se sentían felices y se veían forzados a mejorar su estilo para
decir las cosas.
¿Cuál contacto con la lectura reconoces como el que te marcó?
Te vas a
sorprender. El recuerdo del maestro que me introdujo al mundo de la lectura y
escritura fue don Evanglista Quintana, con su La
alegría de leer, cartilla 1, 2, 3 y 4. Además, el apoyo de mis
tías maestras, siempre tan cercanas. Pero además, la cultura, las historias,
las leyendas y los mitos de mi tierra, ¡tierra de arrieros y mineros con sus
mitos y leyendas!, y todas las referencias buenas de mi familia y de mi pueblo;
todo eso alimentó mi imaginación y ayudó a perfeccionar mi pluma.
Tierra
de mineros, mitos y leyendas, la tuya, ¿algún mito o leyenda que te marcó en
especial?
Personajes como
las brujas, abundaban en Anorí pero no volaban en escobas, se trasladaban entre
huevos de guacharaca y entre ellos recorrían grandes distancias. Pero había
otros mitos propios de la orografía paisa: la patasola, la madre monte, el
mohán, la gallina con los pollitos de oro, entre otros. Había mineros que
decían haber llegado al pueblo a explotar las minas entre huevos de guacharaca.
Otras, eran las historias que se contaban en los mercados de sábados y
domingos. Eran impresionantes. Eran otro de los
vehículos de la cultura
anoriseña.
Sin
radio ni prensa disponibles, ¿cómo se enteraban del resto del mundo?
La gente salía al
pueblo los domingos a oír misa, mercar y escuchar las noticias. En la plaza
estaban los palabreros que -como no había radio- contaban lo que estaba pasando
por allá en el mundo, durante la segunda guerra mundial. Lo que pasaba en
España interesaba enormemente, porque Anorí había sido creado por españoles, no
descubierto sino creado por ellos; y eso quedaba tan lejos, tan lejos, que
cuando nos estaban hablando de cien muertos, allá irían mil. Aquello era como
tener una suscripción a un periódico. Las noticias eran confirmadas por el
peluquero Roque Restrepo, quien recibía el periódico que traía el señor del
correo, junto con las cartas y encomiendas para los vecinos del pueblo. Él lo
leía, y luego lo hacía conocer voceado por entregas, en una especie de centro
cultural móvil.
Y
tuviste que salir de Anorí con tu familia… ¿Por qué razón, y cómo ocurrió?
Debimos salir con
el alma partida por igual mis padres, mis hermanos y yo. ¡Lo único que sabíamos
era que teníamos que salir, así no más! Nos despertaron a las dos de la
madrugada de un día cualquiera, nos montaron a un caballo y nos dijeron que
teníamos que abandonar el pueblo. Yo tenía entonces nueve años. Todo aquello
era producto de la lucha partidista que no comprendía.
¿Fue la
violencia partidista la que los saco del pueblo o hubo alguna razón más?
Lo que alegó
siempre mi mamá era que nos tenía que sacar de allá. Y comenzó la huida, de
madrugada, sin mirar hacia atrás. Mi tristeza personal era dejar a mis amigos,
dejar mis cosas, dejar mi caballo, porque cada uno tenía asignado un caballo
como quien tiene aquí en la ciudad una bicicleta. Dejar la familia, porque
todos éramos familia e iguales en pobreza. Todos andábamos descalzos porque el
pueblo era ricamente empedrado y ¿para qué zapatos, si teníamos la quebrada y
el río para nosotros? Para mí -entonces-
el mundo era inmensamente grande, pero ese mundo era Anorí, lo demás me tenía
sin cuidado. Mi mayor interés allí eran mis estudios, los palabreros de los
días de fiesta y los domingos, y ayudar en las cosas de la finca. A mí me
hablaban de carros, y me los imaginaba como casas con ruedas. Tuve un impacto
enorme al ver el primer carro, que fue una ‘chiva’, un camión de escalera que
nos trasportó en nuestra huida, porque eso fue lo nuestro, una huida del pueblo
entrañable hacia lo desconocido.
¿Y, en
ese momento qué era ‘lo desconocido’ para ustedes?
Todo. Esa vez
caminamos en bestia dos días desde que huimos del pueblo; y en otro pueblo que
no conocíamos, llamado Yarumal, tomamos un camión de escalera que nos llevó a
Medellín donde llegamos después de tres días de haber salido de Anorí. Nos
quedamos en una pensión, mientras mi papá hizo los negocios que tenía que
hacer. Recibió el dinero de la venta de la finca que había previsto para poder realizar
nuestra huida y enfilamos al Valle, al Valle, al Valle… porque esa era la meta.
Desde ahí, mi mamá tomó las riendas de la familia y estableció el matriarcado
único, a pesar de ser una mujer extremadamente sumisa al patriarca. Y cuando
llegamos a Palmira, dijo: “aquí nos
quedamos”. Vivía en Cali, a hora y media de Palmira, un tío (hermano suyo) al
que contactaríamos luego.
¿Si la
mamá los quería lejos de la arriería y cerca del estudio, qué pasó con éste?
En Palmira,
retomamos la escolaridad. El hermano mayor debió ir a Medellín a continuar sus
estudios y terminar el bachillerato; mi hermano Oscar y yo lo hicimos en
Palmira y seguimos lo que se usaba en aquella época que era estudiar
bachillerato comercial. Eso a mí me llegó al dedillo porque pude salvar muchas
cosas con él, a pesar de mi corta edad. Tenía un profesor -Guillermo Parra se
llamaba- que era ingeniero agrónomo, pero con una capacidad impresionante para
la literatura. Me ponía la mano en el hombro y me decía, “Eduardo, tus cartas
son extraordinariamente buenas, de una madurez única, cultiva ese género”.
¿Y por
qué conocía él lo de tus cartas?
Porque él era mi
profesor de correspondencia en el bachillerato comercial de entonces. Yo venía
de toda la vida escribiendo, apoyado por mis tías maestras. En aquel tiempo,
era una novedad recibir las cartas de los parientes que estaban en Medellín o
las de los amigos; y lo eran por varias razones: primero por la belleza de la
letra, que era una caligrafía preciosa; por las noticias: “y estamos bien y ustedes cómo están”, y porque eran cartas que
volvían de toda la familia, aunque dirigidas a la mamá quien las leía para
todos en las reuniones familiares. Entonces, ese género epistolar a mí me llenó
de siempre. Yo todavía escribo cartas.
Lo hago a mis sobrinas en Bogotá, y las reclaman.
¿Alguna
vez regresaste a Anorí? ¿De eso qué recuerdas? ¿Por qué volviste?
Ese regreso fue
algo único. Regresé después de 65 años de ausencia o de huida, y para responder
por un homenaje que me hacían la Gobernación y la Universidad de Antioquia con
motivo de los doscientos años de Anorí. Para responder a la invitación, me dió por
escribir un poema y un libro que titulé Anorí, Páginas de Olvido;
sacado del corazón, sin técnicas literarias, ni nada. Luego, me jalé un libro
sobre Vida social y costumbres de
los pueblos de Antioquia,
con Anorí metido aquí en la cabeza; ese Anorí de mis primeros años. El libro
fue un acontecimiento dentro, y fuera de la familia y lo copiaron y lo
copiaron, y llegó a España y llegó a Ecuador y llegó a todas partes, al punto
que mis amigos de la escuela aparecieron y me decían: “Eduardo se te olvidó tal cosa, se te olvidó contar esta otra, se te
olvidó fulano o fulana de tal…”, con tal presión que surgió la necesidad
de un segundo libro que titulé fue, Anorí, al calor de la
nostalgia, un éxito dentro del entorno.
Y de tu
regreso para el homenaje que te hacía tu pueblo, ¿qué te marcó más?
Resultó que allá
conocían mis libros y habían averiguado mi trayectoria. Mis antiguos compañeros
de escuela, -todos viejos ya- me tenían la sorpresa mayúscula: me llevaron
donde la nana mía que tenía entonces 101 años; absolutamente lúcida. Tuvo tal
empatía conmigo y con mi hijo -que había oído hablar tanto y por tanto tiempo
de ella- que lloramos juntos.
Me ocupé en escribir, para llevarles, un poema
que titulé Un canto a mi tierra. Estaba inspirado en uno de mis
poetas favoritos, el palmirano Ricardo Nieto, y en su poema . Lo que hice,
expresa algo así en su comienzo: (y recita de memoria el inicio de su poema)
Empiezo,
tierra de mi alma, pidiendo perdón por mi tardanza,
Porque
en la cotidianidad de mis locuras
Extravié
el sendero que recorrió mi huida;
No
volví a oír el grito arriando las muladas
Y
perdí el camino marcado de herraduras.
Por
fin, hoy, después de mil faenas,
Aquí
está de rodillas un hijo de tu vientre,
Que
se inclina emocionado a mordisquear tu suelo.
Te
cuento que, en el camino del retorno,
Nuevamente
se llenaron de fiesta mis pupilas
Contemplando
la flor multicolor del sietecueros.
Quise
embriagarme como cuando niños
Con
las uvas borracheras de las lomas;
Volví
a corretear por tus laderas,
Bebí
el néctar del arrayán y de las moras;
Acaricié
la fragancia de tus pomas
Y
me llené los bolsillos de mortiños.
¿Y de
tu ‘entronque’ con la obra de García Márquez, qué cosas destacas?
Yo conocía La hojarasca, Los funerales de la mama
grande y El Coronel no tiene quien le escriba, aparte de los artículos que
podía leer en el periódico; ¡que me los devoraba con un apego! Era tal la
empatía, que me sacó de la cabeza a Eduardo Caballero Calderón, que era de los
que más leía. Pero llegó a mis manos Cien anos de soledad y lo tomé con
tal pasión que creí que me había embobado. Me alucinó su primer párrafo (y lo
recita de memoria), y me preguntaba: ¿será que yo no sabía leer y apenas estoy
aprendiendo a hacerlo? Después de aprenderme su primer párrafo, me estuve dos
semanas sin arrancar a leerlo porque leía y me devolvía y se me convirtió en
una cosa de locos. Hoy lo disfruto en cualquier página que lo abra. Creo que yo
aprendí a leer y a escribir en ese libro. En él encontré mi estilo y mi tono.
¿Se
advierte que la lectura apasionada de las cosas de , si no
alcanzaron a secarte el seso -como al caballero don Alonso Quijano- sí te
llevaron a crear tu propio Macondo, tu ?
De pronto sentí
que lo ocurrido en ese pueblo tan entrañable para mí y mi familia, merecía un
esfuerzo como el del nobel para nominarlo y nominar -igualmente- todas las
historias vividas allí. Entonces ahora, cuando ya mis años me dan licencia para reconocerme irreverente,
acudí a los ancestros indígenas nuestros y recordé cómo el pueblo había sido
poblado primero por el caciqueYabur
y la cacica Nory , y me
pregunté ¿por qué no le pusieron Yabury que tiene más sentido
y es más sonoro? Yo digo que Anorí tiene nombre de flautín sonoro. De ahí
concebí e hice que naciera el nombre con el que he querido que estén nominadas
mis historias y los sentimientos que me ha suscitado cada experiencia y cada
una de las nostalgias que acompañan o invaden mis horas de retiro.
Hoy, situado
en el otero del presente que te permite recorrer los caminos trajinados, ¿qué
reflexión te haces?
Que he tenido una
vida, la mía, muy grata, muy llena de emociones, muy llena de amistades. Lo
menos grato es cuando uno comprueba que se van desprendiendo las amistades, y
se van, y uno se está quedando sólo, sólo.
Cada vez que en la mesa familiar son menos y sobran más asientos, cuando
antes se pedía sacar los de las piezas por que llegó fulano o que llegó zutana;
ahora ya no; sobran. Y se asienta la soledad, y su manejo se nos impone a
todos, pero hay que saber dar las gracias y darle manejo a esa soledad.
¿Y tú,
que eres consciente de eso, qué te has inventado para manejarla?
Para mí se ha
convertido en el manejo de un cúmulo de sentimientos, de anécdotas, de
historias que, afortunadamente voy haciéndolo muy bien. Lo que hago con ese
manejo hoy, lo he plasmado en algo que denominé: . Es un trabajo que nació del taller de escritura al que vengo
asistiendo desde hace nueve años. Otras cosas hallarán su momento y su espacio
en la medida que vayan teniendo cabida en mi corazón.
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