Gustavo Urrego
Todo comenzó el día que supo que estaba muerta, se lo dijeron en la registraduría, a donde había llegado por la pérdida de su cédula. Había denunciado la pérdida y faltaba solicitar una copia, por eso le sorprendió escuchar al funcionario en la ventanilla decirle:
- ¡Usted
está muerta!
Saberse muerta fue diferente a lo que imaginaba que era estar muerta, no volver a levantarse de su cama y desprenderse de la vida en un sueño.
Lucrecia Cuesta Montealegre, aparece dada de baja por
muerte natural, según acta de defunción. La miró por encima de sus gafas
cuadradas en una cara redonda cortada por un bigote nervioso sobre unos labios
pequeños, con la sospecha de estar descubriendo un fraude, se levantó de su
silla con ganas de buscar café.
- Espere
-dijo ella- según sus registros cuando fue la defunción.
Él volvió a la pantalla.
- Según
el acta de defunción, fue el 12 de mayo del 2020, hace más de un año, en el hospital regional. No tengo más datos.
Dejo el computador y salió del cubículo. Ella continuó
al frente de la ventanilla mirando el computador, no alcanzaba a leer, pero
algo le decía que allí se quedó encerrada su vida.
No recuerda como llegó a su casa, cuando volvió a estar
consciente estaba sobre el sofá adormilado, contando por teléfono la misma
historia a amigas y familiares. No sabe si por burla o por tranquilizarla le
decían cosas como: “mírale el lado bueno, no tienes que pagar deudas ni
impuestos”, o “un muerto no necesita comer”. La llamaron Zombi o muerto
viviente, no faltó quien le recomendó que demandara al estado por daños y
perjuicios. El esposo llegó del trabajo y mientras almorzaba escuchó en
silencio la historia de su esposa.
- Es un
error, vas a ver que en el hospital reconocen su equivocación y la
registraduría te va a expedir copia de la cédula, le dijo mientras la miraba de
reojo.
En el hospital regional, el encargado del archivo la
orientó a la oficina de defunciones de la secretaria de salud municipal. Al
otro lado de la ciudad. Una oficina fría donde se respiraba el polvo de folios
arrumados en paredes de archivadores metálicos. El funcionario buscó los
registros del 2020 y sacó la copia del acta de defunción de Lucrecia Cuesta
Montealegre, cédula 29080972. Causa de muerte: COVID, en la unidad de cuidados
intensivos del hospital regional. El documento le produjo escalofrío, como una
sentencia inapelable.
Son mis datos le dijo, pero como ve se
trata de una homónima.
Pero es su número de cédula, dígame qué
pasó con su cédula.
Se me perdió, en la pandemia pasé a hacer
compras y pagos por internet y me olvidé de ella.
En el barrio el chisme de la vecina a la que se le
murió la cédula, corrió como agua de avalancha, llenando las bocas en las
cocinas y el cuchicheo en los antejardines. De tanto rodar se le fueron
agregando detalles: que la que murió era una inmigrante que llevaba poco
viviendo en el barrio, que se enfermó y la atendieron el en hospital con la
cédula de Lucrecia, que en el barrio se pusieron de moda las venecas, que el
esposo de Lucrecia se enredó con una de ellas a la que ayudaba con los gastos a
cambio de favores sexuales, que un día la venezolana enfermó y el esposo le
prestó la cédula de Lucrecia para que la atendieran en el hospital, que en el
barrio era frecuente prestarle las cédulas
a vecinos y familiares que no tenían derecho a servicios de salud y
luego las devolvían al salir del hospital, que las cosas no salieron bien y
Margarita, la venezolana, empeoró, le diagnosticaron COVID, la llevaron a la
unidad de cuidados intensivos donde falleció después de veinticinco días, que
al morir su cuerpo lo embalaron en una bolsa de hule negro con cierre, sin que
ningún familiar la viera y la cremaron en el cementerio local sin derecho a
velación.
Con la pandemia nos encerraron a todos y muchos de los
muertos pasaron desapercibidos. El esposo de Lucrecia se olvidó de Margarita,
hasta la respuesta de la registraduría. Negó repetidas veces haber prestado la
cédula y se enojó ante la insistencia. Lucrecia ayudada por una vecina conoció
la familia de Margarita. El niño con el que viajó de Venezuela estaba viviendo
con la abuela, en una pieza, al fondo de una casa de inquilinato, un cuarto
oscuro con una ventana pequeña de madera y dos naves que daban a un corredor.
En el suelo un colchón, una maleta en un rincón y unas bolsas de comida sobre
una mesita de madera donde descansaba una olla pequeña sobre una estufa
eléctrica.
- Fue
una obra de misericordia lo que hizo su esposo con mi hija, dijo la anciana al
escuchar sobre la cédula prestada. Yo no tengo como pagarles. Mi hija era una
buena mujer. No dejo nada. Si de algo le sirve tome la cédula de ella. Una
cédula venezolana con la cara de una mujer trigueña de pelo ensortijado.
Es curioso pensó Lucrecia, cómo hay hombres que
siempre les gusta el mismo tipo de mujer. Después de mirarla un rato, le
pareció justo el trato y se la quedó…
Ya en su casa se miró en el espejo del baño y comparó
su cara con la cédula de Margarita, en algo se parecían. Recordó cuando en el
recreo, en la escuela, con las amiguitas jugaban a cambiarse los nombres. A
ella Lucrecia nunca le gustó, le parecía nombre de vieja, Cuesta, su primer
apellido siempre le puso la vida de para arriba y Montealegre le sonaba como
una invitación a los hombres. Por eso ahora Margarita Valencia Alegría, la
renovaba, le daba un aire fresco, como volver a nacer. Miró de nuevo la foto de
la cédula y repitió varias veces el mantra Margarita.
Se acostumbraron a llamarla Margarita, menos la mamá
de ella que seguía diciéndole Lucrecia. Una tarde entre lágrimas, le confesó un
secreto familiar. Antes de conocer a tu papá, le dijo, yo tuve una niña con un
novio que desapareció cuando le conté del embarazo, esa niña se llamaba
Lucrecia y murió pequeña. Por eso cuando naciste te bautizamos Lucrecia. Con
sus ojos humedecidos, le dijo: quería que el nombre de tu hermana viviera en
ti. Mamá, pero eso pasó hace mucho tiempo y muchos niños mueren en accidentes.
- No, no
fue un accidente -dijo la madre- y volvió a llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario