Eduardo Toro G
Mi muy querida e inolvidable Emma:
Ayer en casa de tus padres conocí a tu hijo mayor. Fue un golpe de gracia a mi pasado. Al pasado que nos une desde el recuerdo, desde el corazón y desde el espíritu. ¿Te acuerdas? No sé si tú, pero yo sí, al ver la figura de tu hijo Antonio. No quiero imaginar por qué le pusiste ese nombre. Volví a caminar enamorado abrazado a tu talle por las alamedas de Viena. Y recordé tú último adiós, aquel adiós que todavía me aturde.
Aún recuerdo. Amaneció. Las luces cayeron desmayadas y tenues
sobre los lomos del Danubio. Era primavera. Entre mis brazos juraste que me
amabas y que nunca te irías de mi lado. Después, que tal vez sí me querías pero
que tu vida era la música, que debías cumplir tu compromiso con el piano y que todas
tus expectativas estaban en Austria, muy lejos de nuestra patria. Te rogué con
lágrimas y fuiste dura, casi perversa, al verme humillado y suplicante. Me alejé de ti. El trayecto que nos separaba
de nuestro último adiós, lo recorrí despacio y en silencio, con la esperanza
del “aguarda” que debieron pronunciar tus labios. Volví hacia ti para tirarte
un adiós con el abanico de mi mano y ya no estabas. Tu desdén me devolvió a mi
patria. ¡Qué dura y despiadada fuiste!.
Apenas desempacaba maletas, supe que te habías unido en
matrimonio a un joven profesor alemán, él tuvo suerte, porque mandaste tu
música al carajo y tu carrera de concertista quedó trunca. Supe, también, que
te fuiste a vivir a un poblado cercano a Berlín y que meses después el cielo te
regaló a tu hijo Antonio. Yo dediqué mi vida a recordarte en silencio: me casé
con una mujer adorable, nació mi primer hijo y también lo llamé Antonio.
Alguien desde el corazón me gritaba, mi querida Emma, que
debía enfrentar a tu hijo, debía cotejarlo en talla y apariencia con mi
Antonio. No muy lejos de mi recuerdo estaban tus ojos de mirada ausente. Tu voz
de terciopelo nuevo me atosigaba para contarme una historia que solo tú
conoces, una verdad que te atormenta, te persigue y no te da sosiego. Sabrás,
porque lo imaginas o te lo debieron contar tus padres, que el encuentro de
nuestros hijos fue en términos normales; fue casual y emotivo; fue como la
unión de dos ríos de la misma sangre que un día se bifurcan y después de muchos
años, sin buscarse, se vuelven a encontrar.
Sí mi Querida Emma, porque te amé y te tuve entre mis brazos
aquella inolvidable noche en Viena, debes saber que ya lo presentía, que cuando
miro a mi hijo Antonio veo en él a nuestro Antonio. Ahora sabes que el lejano
Antonio que no te olvida, conoce tu secreto, nuestro secreto.
Eduardo, me encantó. Excelente
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