Eduardo Toro
“Amo el amor de los marineros
que besan y se van”
P. Neruda.
Eran las tres de la tarde de un día
de abril, había sopor de mar sobre las calles del puerto de las Gaviotas; el
sol quemaba, olía a sal, a carbón y a despedida. Alauda, alta y hermosa, se
hospedó en el único hotel que ofrecía comodidades. Unas gafas oscuras ocultaban sus ojos de
ausencia y la indecisa mirada de la espera sin tiempo.
A las cinco de la tarde salió del
hotel, tomó rumbo hacia el muelle de Los Adioses. Reconoció el viejo escaño a
pesar de los remaches de hierro carcomidos por la herrumbre. Se sentó y miró
reverente el farol que se conservaba erguido, se preguntó si aún proyectaba su
luz de sombras melancólicas. Miró hacia el mar y vio las gaviotas acompañando en desordenado vuelo a los barcos
pesqueros que regresaban de faena y murmuró: “háblame del mar marinero”.
Una tarde, Alauda, sentada en el
viejo escaño, sacó de su bolso un pequeño cuadernillo y leyó en voz alta: “yo
soy el mar, yo soy tu marinero, levanta tus párpados y abrázame” Una mujer que rondaba
por la escollera, se acercó a Alauda, la saludó amable, pidió permiso para
sentarse a su lado, le contó que desde hacía veinte años venía al muelle de Los
Adioses, esperando el regreso de un guapo marinero que la hizo suya al calor
del ron, después levó anclas y se fue en el navío del adiós. Alauda le confió
su nombre. A mí me dicen Percal, me gusta que me llamen Percal porque soy
triste como el tango -dijo la mujer- luciendo una sonrisa de oro de catorce
quilates.
Naviera, una mujer bella y graciosa, confesó
una tarde a Alauda que, en su larga trayectoria de mujer de puerto, había
conocido marineros de muchas y lejanas banderas, que todos la habían amado en
noches de alcohol y locura, que todos
habían prometido regresar a encontrarse con ella en el muelle de Los Adioses,
por eso venía todos los días a esperar por uno de los miles de marineros que,
seguramente, se habían extraviado en el regreso, o en busca de una nueva
aventura para sumarla a su cuenta. Por eso me llaman Naviera, por eso digo como
el poeta “para que nada nos separe, que no nos una nada… Amo el amor de los marineros
que besan y se van, dejan una promesa y no vuelven nunca más. En cada puerto
una mujer espera, los marineros besan y se van”.
La tarde era brumosa, una flotilla de
buques carboneros se desdibujaba a la distancia. La brisa era salobre y los pañuelos
agitaban los adioses. Alauda sentada en el escaño con la mirada perdida en los
recuerdos no pudo contener dos lagrimones. Golondrina, una mujer joven de ojos
grandes y profundos, se sentó a su lado, generosa le ofreció un cigarrillo que
Alauda rechazó con un gesto amable. Hablaremos del mar marinero. Vengo todos los días al muelle
de Los Adioses -contó Golondrina- Hace cinco años me embriagué de mar y de un
marinero que llevaba tatuado en su pecho un corazón y un te quiero; tengo una
pequeña, hija de mi entrega y de las promesas del hermoso navegante. Mi hija se
llama Azul como el mar. Soy triste como la nublada tarde. A veces quisiera
quitarme la vida. Alauda se apresuró a
callarla cruzando sus labios con el dedo del silencio. No puedes blasfemar
cuando tienes una hija y la esperanza del regreso marcada en tu mirada. La
llamaban Golondrina, porque sus ojos eran como dos horizontes a la mar
abiertos.
Percal, Naviera, Golondrina y Alauda,
eran cuatro corazones perdidos en el naufragio de la espera, bajeles a la
deriva sin brújula y sin rosa de los vientos. Ellas, y otras mujeres que rondaban
el lugar, venían al muelle de Los Adioses urgidas por la ilusión de un regreso.
Alauda, gaviota de mar y acantilado, se había casado con un gallardo navegante
de cabellos rubios. Viajaron en luna de
miel en un crucero por el Mediterráneo; muy enamorados, un día de abril se
dijeron un hasta luego que el tiempo volvió eterno. Nació una niña a quien llamó
Esperanza, como las aceitunas en los ojos del apuesto capitán.
En los primeros días de mayo, Alauda, empacó sus pertenencias,
liquidó la cuenta en el hotel, caminó hacia la estación del tren, miró el viejo
escaño y el farol que aun proyectaba luces de sombras melancólicas, entre la
arboleda de tamarindos florecidos; dio una larga mirada de piratería al muelle
de Los Adioses, se detuvo a observar cómo zarpaba un barco entre el celaje, lo
vio alejarse y perderse a la distancia, murmuró muy quedo un verso de Meira del
Mar: “de tanto quererte mar, se me ha vuelto marinero el corazón”.
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