Clemencia Inés Gómez
“Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos. Mi libro se abre y se cierra con las imágenes de ciudades felices que cobran forma y se desvanecen continuamente, escondidas en las ciudades infelices”. (Ítalo Calvino ciudades invisibles).
Caliba es una ciudad construida encima de una gran orquesta, basta oprimir los círculos multicolores señalados en el piso, para que ella se convierta en una fiesta. Ritmos musicales como salsa, son, mambo, chachachá, interpretados por reconocidas orquestas, impregnarán los cuerpos agitados y sensuales, de visitantes que vienen a ella cada año, atraídos por el lenguaje del cuerpo que allí se respira.
Las palmeras que adornan sus calles, se mecen también al ritmo agitado de la brisa que esparcen las corrientes marinas cercanas, en horas de las tardes.
Los viajeros
arriban a Caliba, provenientes de los llamados “paraísos del silencio”, huyendo
de las bajas temperaturas, y del ensordecedor silencio. Llegan con la creencia
de haberlo vivido todo, ahh sorpresa, al enterarse que, bajo sus pies, tienen
disponible una orquesta completa, percusión, piano, clave, saxofón, trombones,
bajos eléctricos, trompetas, flauta y violín. Si en sus latitudes el sol se
oculta después de las diez de la noche, en Caliba la ciudad del sabor, no
importa que el soberano rey esté dormido, la consigna para propios y
extranjeros es “aquí el que duerme pierde”.
Quienes quieran
aprender a bailar, además de los círculos multicolores en el suelo, hay unas
cuerdas colgantes en la parte superior de postes, árboles y balcones, que
permiten enlazar los brazos, para generar un estilo de baile libre y con ritmo,
manteniendo a los practicantes despiertos. La promesa es “el que baila
gana”.
Al regresar a
sus ciudades de origen, los visitantes piensan en Caliba con nostalgia al
recordar lo que ya no les pertenece y la añoranza de volver a aquella amalgama
multiétnica, donde se siente de verdad la música y la alegría, y que ya no les
pertenece.
Los residentes
de Caliba, amantes de la tranquilidad y el silencio, regresan a ocupar sus
viviendas, que habían quedado bajo la custodia de la música y el estruendo.
Ahora la gran
pista duerme en paz.
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