Eduardo Toro G
Hace pocos meses que Cecilio de la Rosa goza de la pensión de jubilación, si a vivir de la manera en que vive se le puede llamar gozar. Permanece confiscado en su casa viendo cómo el descuido de su mujer es cada vez más evidente e insoportable. Rosenda no se peina, no se baña y ocupa el día en el lamentable oficio de refunfuñar y joder, convirtiendo la vida del pobre Cecilio en un infierno.
La rutina del matrimonio comienza a las seis de la mañana
cuando salen al parque cercano a practicar ejercicios. Cecilio viste pantaloneta negra, camiseta
blanca, chancletas grises traídas de la China y una cachucha con un águila
calva bordada sobre la bandera de Estados Unidos. Rosenda lleva sudadera celeste, blusa naranja;
cubre las greñas con una gorra amarilla de fibra poliéster y unos zapatos de goma,
cuyo color original está camuflado entre la mugre.
Ella lo empezó a odiar cuando, después de cumplir un buen
número de años, descubrió que su frustrada maternidad era endosable al pobre
Cecilio. De haberlo sabido más temprano lo hubiera tirado a la mierda- decía
con rabia- escupía y murmuraba entre dientes, empuñando el cuchillo cocinero:
un día de estos le bajo esas pelotas, al fin y al cabo, nunca le sirvieron para
nada.
Cecilio encontró en la lectura del diario su mejor escudo
para ocultarse de las miradas cargadas de odio de Rosenda. El periódico abierto
levantaba un muro o barrera que ocultaba la presencia desagradable de su mujer.
La terca postura de leer a todas horas, hizo que su mujer lo odiara más, que lo
viera como un viejo inútil con cara de “página de clasificados”, con cara de
“estalló una bomba y mató a treinta y cuatro”, con cara de “Barcelona goleó
otra vez al Real Madrid”, con cara de “Hacker Sepúlveda prometió cantar”, con
cara de “La paz en Cuba está muy cerca”, con cara de “Senador borracho
atropelló a dos niños”.
Un día Cecilio amaneció con el alma atollada de mierda y
mandó a Rosenda al carajo, negándose a acompañarla en la rutina de ejercicios.
Se quedó solo en el apartamento leyendo el diario en dobleces de cuarto de
página, tal vez descansando de la posición incómoda que era la de tener todo el
día los brazos abiertos como gallinazo al sol. Preparó una taza de café y la tomó con
placidez, saboreo un sorbo y dijo: ¡ojalá que está puta vieja no vuelva! Esto
es lo que se llama vida y levantó la taza como brindando por la apacible
soledad.
Regresó Rosenda, dio un portazo, vociferó y tiró las llaves
sobre la mesa del comedor. Miró hacia el sillón de la salita y solo vio sentado
un periódico en calzoncillos, inmóvil y mudo que le dejaba a la vista el
siguiente titular: “Asesinaron a cuatro niños en Caquetá”.
Rosenda en la cocina alcanzó del cajoncillo alto un sobre plateado,
con una rata impresa y un letrero que advertía peligro: “Cuidado, veneno para
roedores, no se deje al alcance de los niños”. Tomó el sobre a la altura de sus
ojos y luego volvió hacia el pobre Cecilio con una mirada diabólica. Tomó por el mango el cuchillo de cocina,
calculó el estado de su filo, sacó una lima grande y, mientras se mordía la
lengua, se dio al oficio de afilarlo, pasando la lima por la hoja y sonriendo
malévola mirándole a Cecilio la cara de periódico. Probó con su pulgar el filo
del cuchillo y exclamó: ¡perfecto, quedó listo hasta para capar zancudos al
vuelo!
En la tarde, Rosenda dio un portazo y salió. Se dirigió a la
botica más cercana y habló con el boticario, quien al parecer le recomendó unas
pastillas infalibles, de las cuales compró la cantidad recomendada. Rosenda, de
regreso, no podía evitar mirar su desastre en las vidrieras de las tiendas y se
decía: El pobre Cecilio tiene razón, aquí no hay caso, estoy llevada del putas,
a mí ya no me come ni el tiempo.
Rosenda y Cecilio tampoco cruzaron palabra en el resto del
día. Después de la telenovela de las nueve, se fueron a sus camas, Cecilio primero
apagó la luz y después se quitó el periódico de la cara, no quería correr el
riesgo de ver a su mujer en pelota. Rosenda, por su parte, elevó al cielo un
rezo de improperios y finalmente se quedó dormida, roncando como un huracán
desaforado.
Madrugó Rosenda, se fue a la cocina y prendió la estufa, puso
a calentar el agua para el café de ambos; mientras hervía sacó el sobre de
raticida, alistó el cuchillo cocinero y sacó el sobre con unas pastillas, de
las cuales echó la dosis recomendada al café de Cecilio a quien despertó con un
bramido. Cecilio intimidado por el grito se tomó el café sin importarle la alta
temperatura y sin paladear el sabor del café.
Veinte minutos después, volvió Rosenda hasta la cama de
Cecilio, quien como cosa rara no ocultaba la cara tras el periódico. Rosenda
dio un salto sobre su marido y se le horqueteó en un acto de indigna violación.
Las pastillas azules habían hecho lo suyo en Cecilio. Rosenda cabalgaba
desbocada, con los ojos desorbitados, bramaba como una vaca mancornada al
tiempo que gritaba insultos; echaba babaza y se contorsionaba apurada en busca
de un orgasmo. Cecilio no resistió más la figura diabólica de
Rosenda y se cubrió el rostro con una almohada. Rosenda alcanzó el punto máximo
del éxtasis y jadeante se fue contra Cecilio empujando la almohada contra su
rostro con tal fuerza, que las piernas del pobre se estiraron convulsionando
hasta quedar inmóviles. Más tarde diría la policía en un corto informe: murió
por asfixia.
Rosenda puso el cuchillo, las pastillas azules sobrantes y el
paquetico de raticida sobre la mesa del comedor, abrió una gaveta del aparador
y, para perfeccionar su coartada, tomó una cajeta de madera, sustrajo de ella
las pocas joyas que tenían, las arrojó por la tasa del inodoro y se fue a su
rutina diaria de ejercicios.
Entonces Rosenda, de regreso a casa, iba a encontrar la
puerta abierta, la casa desarreglada, el cadáver del pobre Cecilio con una
almohada cubriéndole la cara; en aquel momento llamaría a los vecinos en busca
de ayuda, quienes alarmados contactarían a la policía y la pobre viuda quedaría muy tranquila pensando en que Cecilio,
en el otro mundo, estaría feliz leyendo en el periódico la noticia de su
asesinato a manos de unos ordinarios rateros de joyas.
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