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lunes, 5 de agosto de 2024

 La naturaleza del caracolí


Jesús Rico Velasco


Con los cuerpos pegados a su tronco y nuestras manos sujetadas formábamos una cadena de brazos que en completa extensión a duras penas abarcaban un tercio de su envergadura. Había crecido por naturaleza en uno de los rincones de la parcelación   de Guacarí  hace por lo menos unos 50 años atrás  arrinconado contra los límites de un cañaduzal.

 El destino puso frente a nuestros ojos la publicidad de la parcelación  un día mientras recorríamos las carreteras de la región del Valle.  La amabilidad orquestada de los propietarios y su lema publicitario: viva en el campo con las comodidades de la ciudad,  hizo fácil tomar la decisión de comprar un lote.  Al principio como resultado de la emoción nos aventuramos a pasar algunas tardes en el lote utilizando una carpa de acampar  para resguardarnos del sol. Nos hacían compañía un árbol de chiminango viejo y formidable,  que  debajo de sus extensas ramas cargadas de ramilletes de pequeños frutos nos entregaba una sombra suave y aprovisionaba de alimento a un sinnúmero  de azulejos, torcazas, mirlas y liberales, y dos magníficos ejemplares de Matarratón en un costado del lote atiborrados de flores de pétalos rosados  con blanco como ramos preparados para una gala nupcial. Las dadivosas ramas del chiminango nos permitieron construir un columpio para dicha de nuestra pequeña hija, que se divertía jugando con su perrito y sus muñecas, mientras nosotros pasábamos tardes completas acostados sobre una manta observando el ajetreo de insectos y aves entre las hojas y los frutos.  Las suaves brisas vespertinas  procedentes de la cordillera occidental completaban nuestro disfrute y anunciaban el momento de regresar a Cali. Esta plácida y amorosa rutina se repitió varios fines de semana, hasta que las ganas de permanecer más tiempo en el acogedor ambiente  nos animó a adquirir  una  casa prefabricada y contratar su instalación y construcción a la mayor brevedad.

 La casa nos permitió pasar fines de semana enteros disfrutando del lote. Un improvisado fogón de leña fue protagonista de la preparación junto con mi esposa de sancochos de gallina,  fríjoles, arroces mixtos o entreverados. Un pequeño asador satisfacía el deseo de degustar asados con carnes y chorizos, plátano maduro, mazorcas tiernas y papas. El calor agobiante de las mañanas invitaba a remojarse el cuerpo, lo que nos dio  la idea de inventar una especie de pileta con espacio suficiente para los tres que con el tiempo se transformó en un agradable Jacusi.   Los fines de semana comenzaron a alegrarse gracias a la compañía  de algunos familiares, amigos y vecinos.  Sin embargo, una tarde mientras disfrutaba de una siesta recostado en la hamaca  del cielo comenzaron a caer pavesas grandes y pequeñas, al principio las sacudí sin interés, pero al poco tiempo la copiosa lluvia de ceniza  me hizo salir de mi ensueño. En minutos nubes de ceniza  formaron una capa negra  y espesa  sobre el césped y Jacusi . Era una imagen que nos recordaba  que en la región del Valle del Cauca llueve ceniza por obra y gracia de los ingenios  ubicados en los  alrededores.

 Fue en nuestra primera incursión en bicicleta cuando lo conocimos.  Imponente y señorial nos recibió con sus 30 metros de alto. Sus generosas ramas simples y alternas nos regalaron unas flores pequeñas de color blanco combinadas en armonía  con pequeños pétalos de color rojo. Escuchamos su llamado mudo, de brisa fresca y verdor palpitante, dejamos las bicicletas nos acercamos y nos fundimos los tres en un solo abrazo, un abrazo fraternal.  Con  el alma penetramos  su interior, y  sentimos el correr de la savia como venas que llevan  el alimento combinado con los sentimientos de amor  en una unión de la naturaleza humana con la naturaleza vegetal.  La sensación de  áspera corteza de árbol sobre nuestra piel, dejándose acariciar nos llenó de plenitud extrema.  Ahora teníamos un motivo mayor para querer regresar a la parcelación.

 Averiguamos que nuestro nuevo amigo era  un Caracolí.  Un árbol en vía de extinción  por las actos vandálicos de la deforestación  requerida para  la producción de la caña de azúcar en un Valle idílico. Un Valle del Cauca  que presenció el amor plasmado en la novela La María de un Jorge Isaac que apreció  y disfrutó las cercanías de las laderas de la cordillera central para  plasmar  páginas de poesía sobre la naturaleza y  el amor.

¡Primer amor!... noble orgullo de sentirnos amados: sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida: felicidad que comprada para un día con las lagrimas de toda una existencia, recibiríamos como un don de Dios: perfume para todas las horas del porvenir: luz inextinguible del pasado: flor guardada en el alma y que no es dado marchitar a los desengaños: único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia de los hombres: delirio delicioso... inspiración del cielo... ¡Maria! ¡Maria! ¡Cuanto te am! ¡Cuanto te amara!..

Las regiones de Guacarí y Ginebra se caracterizan por la presencia de enormes y ancestrales árboles como:  ceibas, samanes, gualandayes,  caracolíes, chiminangos, flor amarillos, y  guaduales  en las tierras planas y los bordes de los río. El Caracolí,  un árbol  hermoso y gigante    se utilizó ampliamente en la construcción de canoas, botes, casas de madera, y artesanías especialmente en la talla de monturas para  caballería. En proporciones y  tamaño su amigo “el samán”  apareció en la moneda de quinientos  pesos como “el árbol de Guacarí” pero no corrió con buena suerte,    enfermó a los 75 años y  murió de pie como deben morir todos los árboles.

 Con la idea de contar con una vivienda más amplia y acogedora y motivado por mi espíritu constructor  contratamos un ingeniero  medio arquitecto que había hecho la casa de una vecina muy querida por nosotros. Pese a los intentos por integrar  la casa prefabricada a la nueva construcción, venderla a muy bajo precio, o algún negocio que nos beneficiara,  no fue posible. Terminamos regalándosela al maestro de obra con la condición de que la desmontara, se la llevara y dejara el terreno como si no hubiera existido nada allí.   La nueva casa campestre  ofrecía una insuperable vista a través de inmensas puerta-ventanas   en vidrio de la zona verde, el chiminango, las buganvilias y las instalaciones de la zona húmeda. Disfrutar de las tardes acostados en las hamacas colgadas de los árboles de Matarratón era una delicia.  De manera curiosa a los jardineros de la copropiedad no les gustaba este árbol leguminoso de tamaño medio.   Con características forrajeras para ganado vacuno y caballar y de uso ocasional en afecciones dérmicas.  Usado también  para  las cercas de  fincas  e ingenios  azucareros una oportunidad para  ofrecer resguardo a pájaros de la zona como:  la tijereta,  mirlas de pecho blanco,  torcazas moradas y  naguiblanca muy comunes en la zona.

 El dolor más grande que viviríamos en la parcelación se avecinaba una tarde de nubes grises. Al llegar de Cali,  corrimos por nuestras bicicletas para visitar a nuestro amigo gigante. Al acercarnos el aserrín en el aire y el olor a madera cortada nos auguró malas noticias. Tiramos las bicicletas, y corrimos a un encuentro que nunca se dio. Aún recuerdo los gritos desgarradores de mi esposa y cómo el corazón de de mi pequeña hija hacía que como lluvia de otoño corrieran por su rostro las lágrimas más punzantes que he presenciado.  Los pedazos inmensos del tronco del caracolí se hallaban esparcidos por el suelo como pistas dejadas por un cruel  descuartizador.

 «¿Papito, qué le pasó al árbol? », entre sollozos preguntó mi hija.

 «Alguien que no lo quería como lo quisimos nosotros, decidió cortarlo», le dije mientras la acercaba a mi cuerpo para abrazarla.

 Nuestra hija aprendió muy temprano en la vida de las crueldades de las que somos capaces los seres humanos. Mientras la abrazaba, imaginaba el dolor del Caracolí siendo despedazado, en silencio, en entrega total a su verdugo, sin poder hacer nada y sentí rabia e impotencia.  Ese mismo día regresamos a Cali con el luto de la desilusión vistiendo nuestras almas. A pesar de las quejas que presentamos a la administración por este acto vandálico, el daño estaba perpetuado. Con el tiempo nos enteramos de que  fue el mismo dueño quien había decidido cortarlo para  vender el lote. Qué lástima cómo no pudo apreciar el valor incalculable de un árbol emblemático frente a un poco más de ganancias, era un lote pequeño.

 Los pensamientos llegaron a mi cabeza que siempre había querido comprar el lote para conservar el árbol . El dolor en mi corazón me llevó a la imagen de Dante Alighieri que construyo su poema de La Divina Comedia con tres partes infierno, purgatorio y paraíso, y en medio de mi tormento  alce la cara hacia el cielo y dije,

 « Los asesinos de arboles merecen estar en las profundidades del infierno, en el circulo mas profundo de ese espacio eternamente oscuro, y abandonar toda esperanza pues de  ese lugar  no saldrá  vivo  nunca nadie ».

 No volvimos  más a Guacarí, la casa terminó por arrendarse a una familia. El dolor causado por la ausencia del caracolí y su fatídica muerte con el tiempo se fue durmiendo en nuestras mentes, y en nuestras almas  que aprendieron a perdonar lo inevitable.

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