La naturaleza del caracolí
Jesús Rico
Velasco
Con los
cuerpos pegados a su tronco y nuestras manos sujetadas formábamos una cadena de
brazos que en completa extensión a duras penas abarcaban un tercio de su
envergadura. Había crecido por naturaleza en uno de los rincones de la
parcelación de Guacarí hace por lo menos unos 50 años atrás arrinconado contra los límites de un
cañaduzal.
El destino
puso frente a nuestros ojos la publicidad de la parcelación un día mientras recorríamos las carreteras de
la región del Valle. La amabilidad
orquestada de los propietarios y su lema publicitario: viva en el campo con las
comodidades de la ciudad, hizo fácil
tomar la decisión de comprar un lote. Al
principio como resultado de la emoción nos aventuramos a pasar algunas tardes
en el lote utilizando una carpa de acampar
para resguardarnos del sol. Nos hacían compañía un árbol de chiminango
viejo y formidable, que debajo de sus extensas ramas cargadas de
ramilletes de pequeños frutos nos entregaba una sombra suave y aprovisionaba de
alimento a un sinnúmero de azulejos,
torcazas, mirlas y liberales, y dos magníficos ejemplares de Matarratón en un
costado del lote atiborrados de flores de pétalos rosados con blanco como ramos preparados para una
gala nupcial. Las dadivosas ramas del chiminango nos permitieron construir un
columpio para dicha de nuestra pequeña hija, que se divertía jugando con su
perrito y sus muñecas, mientras nosotros pasábamos tardes completas acostados
sobre una manta observando el ajetreo de insectos y aves entre las hojas y los
frutos. Las suaves brisas
vespertinas procedentes de la cordillera
occidental completaban nuestro disfrute y anunciaban el momento de regresar a
Cali. Esta plácida y amorosa rutina se repitió varios fines de semana, hasta
que las ganas de permanecer más tiempo en el acogedor ambiente nos animó a adquirir una
casa prefabricada y contratar su instalación y construcción a la mayor
brevedad.
La casa nos
permitió pasar fines de semana enteros disfrutando del lote. Un improvisado
fogón de leña fue protagonista de la preparación junto con mi esposa de
sancochos de gallina, fríjoles, arroces
mixtos o entreverados. Un pequeño asador satisfacía el deseo de degustar asados
con carnes y chorizos, plátano maduro, mazorcas tiernas y papas. El calor
agobiante de las mañanas invitaba a remojarse el cuerpo, lo que nos dio la idea de inventar una especie de pileta con
espacio suficiente para los tres que con el tiempo se transformó en un
agradable Jacusi. Los fines de semana
comenzaron a alegrarse gracias a la compañía
de algunos familiares, amigos y vecinos.
Sin embargo, una tarde mientras disfrutaba de una siesta recostado en la
hamaca del cielo comenzaron a caer
pavesas grandes y pequeñas, al principio las sacudí sin interés, pero al poco
tiempo la copiosa lluvia de ceniza me
hizo salir de mi ensueño. En minutos nubes de ceniza formaron una capa negra y espesa
sobre el césped y Jacusi . Era una imagen que nos recordaba que en la región del Valle del Cauca llueve
ceniza por obra y gracia de los ingenios
ubicados en los alrededores.
Fue en
nuestra primera incursión en bicicleta cuando lo conocimos. Imponente y señorial nos recibió con sus 30
metros de alto. Sus generosas ramas simples y alternas nos regalaron unas
flores pequeñas de color blanco combinadas en armonía con pequeños pétalos de color rojo.
Escuchamos su llamado mudo, de brisa fresca y verdor palpitante, dejamos las
bicicletas nos acercamos y nos fundimos los tres en un solo abrazo, un abrazo
fraternal. Con el alma penetramos su interior, y sentimos el correr de la savia como venas que
llevan el alimento combinado con los
sentimientos de amor en una unión de la
naturaleza humana con la naturaleza vegetal.
La sensación de áspera corteza de
árbol sobre nuestra piel, dejándose acariciar nos llenó de plenitud
extrema. Ahora teníamos un motivo mayor
para querer regresar a la parcelación.
Averiguamos
que nuestro nuevo amigo era un
Caracolí. Un árbol en vía de
extinción por las actos vandálicos de la
deforestación requerida para la producción de la caña de azúcar en un Valle
idílico. Un Valle del Cauca que
presenció el amor plasmado en la novela La María de un Jorge Isaac que apreció y disfrutó las cercanías de las laderas de la
cordillera central para plasmar páginas de poesía sobre la naturaleza y el amor.
¡Primer amor!... noble orgullo de sentirnos amados:
sacrificio dulce de todo lo que antes nos era caro a favor de la mujer querida:
felicidad que comprada para un día con las lagrimas de toda una existencia,
recibiríamos como un don de Dios: perfume para todas las horas del porvenir:
luz inextinguible del pasado: flor guardada en el alma y que no es dado
marchitar a los desengaños: único tesoro que no puede arrebatarnos la envidia
de los hombres: delirio delicioso... inspiración del cielo... ¡Maria! ¡Maria! ¡Cuanto te amé! ¡Cuanto te
amara!..
Las
regiones de Guacarí y Ginebra se caracterizan por la presencia de enormes y
ancestrales árboles como: ceibas,
samanes, gualandayes, caracolíes,
chiminangos, flor amarillos, y guaduales
en las tierras planas y los bordes de los río. El Caracolí, un árbol
hermoso y gigante se utilizó
ampliamente en la construcción de canoas, botes, casas de madera, y artesanías
especialmente en la talla de monturas para
caballería. En proporciones y
tamaño su amigo “el samán”
apareció en la moneda de quinientos
pesos como “el árbol de Guacarí” pero no corrió con buena suerte, enfermó a los 75 años y murió de pie como deben morir todos los
árboles.
Con la idea
de contar con una vivienda más amplia y acogedora y motivado por mi espíritu
constructor contratamos un
ingeniero medio arquitecto que había
hecho la casa de una vecina muy querida por nosotros. Pese a los intentos por
integrar la casa prefabricada a la nueva
construcción, venderla a muy bajo precio, o algún negocio que nos
beneficiara, no fue posible. Terminamos
regalándosela al maestro de obra con la condición de que la desmontara, se la
llevara y dejara el terreno como si no hubiera existido nada allí. La nueva casa campestre ofrecía una insuperable vista a través de
inmensas puerta-ventanas en vidrio de
la zona verde, el chiminango, las buganvilias y las instalaciones de la zona
húmeda. Disfrutar de las tardes acostados en las hamacas colgadas de los
árboles de Matarratón era una delicia.
De manera curiosa a los jardineros de la copropiedad no les gustaba este
árbol leguminoso de tamaño medio. Con
características forrajeras para ganado vacuno y caballar y de uso ocasional en
afecciones dérmicas. Usado también para
las cercas de fincas e ingenios
azucareros una oportunidad para
ofrecer resguardo a pájaros de la zona como: la tijereta,
mirlas de pecho blanco, torcazas
moradas y naguiblanca muy comunes en la
zona.
El dolor
más grande que viviríamos en la parcelación se avecinaba una tarde de nubes
grises. Al llegar de Cali, corrimos por
nuestras bicicletas para visitar a nuestro amigo gigante. Al acercarnos el
aserrín en el aire y el olor a madera cortada nos auguró malas noticias.
Tiramos las bicicletas, y corrimos a un encuentro que nunca se dio. Aún
recuerdo los gritos desgarradores de mi esposa y cómo el corazón de de mi
pequeña hija hacía que como lluvia de otoño corrieran por su rostro las
lágrimas más punzantes que he presenciado.
Los pedazos inmensos del tronco del caracolí se hallaban esparcidos por
el suelo como pistas dejadas por un cruel
descuartizador.
«¿Papito,
qué le pasó al árbol? », entre sollozos preguntó mi hija.
«Alguien
que no lo quería como lo quisimos nosotros, decidió cortarlo», le dije mientras
la acercaba a mi cuerpo para abrazarla.
Nuestra
hija aprendió muy temprano en la vida de las crueldades de las que somos
capaces los seres humanos. Mientras la abrazaba, imaginaba el dolor del
Caracolí siendo despedazado, en silencio, en entrega total a su verdugo, sin
poder hacer nada y sentí rabia e impotencia.
Ese mismo día regresamos a Cali con el luto de la desilusión vistiendo
nuestras almas. A pesar de las quejas que presentamos a la administración por
este acto vandálico, el daño estaba perpetuado. Con el tiempo nos enteramos de
que fue el mismo dueño quien había
decidido cortarlo para vender el lote.
Qué lástima cómo no pudo apreciar el valor incalculable de un árbol emblemático
frente a un poco más de ganancias, era un lote pequeño.
Los
pensamientos llegaron a mi cabeza que siempre había querido comprar el lote
para conservar el árbol . El dolor en mi corazón me llevó a la imagen de Dante
Alighieri que construyo su poema de La Divina Comedia con tres partes infierno,
purgatorio y paraíso, y en medio de mi tormento
alce la cara hacia el cielo y dije,
« Los
asesinos de arboles merecen estar en las profundidades del infierno, en el
circulo mas profundo de ese espacio eternamente oscuro, y abandonar toda
esperanza pues de ese lugar no saldrá
vivo nunca nadie ».
No volvimos más
a Guacarí, la casa terminó por arrendarse a una familia. El dolor causado
por la ausencia del caracolí y su fatídica muerte con el tiempo se fue
durmiendo en nuestras mentes, y en nuestras almas que aprendieron a perdonar lo inevitable.
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