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martes, 16 de octubre de 2012

Di que vienes de allá...


 José Antonio Cortés      

  
E
ra una madrugada fría, la puerta se abrió con un estrepito de guerra, luego siguieron los gritos. Varias personas entraron atropelladamente, forcejeando con alguien  que parecía una mujer, la  traían agarrada de pies y manos, sucia, desgreñada, cubierta apenas con jirones mugrosos  de ropa. Jadeante, gritando, insultando. Con los ojos enrojecidos y desorbitados se resistía  con todas sus fuerzas.
         —¡Suéltemen!, ¡Jueputas! ¡Me la van a pagar, malparidos!— vociferaba mientras escupía a la cara de los que la traían— ¡violadores, asesinos!

  Así, el ajetreo y los gritos quebraron el tenso amanecer. Todo quedó de pronto suspendido en el frágil equilibrio de aquella incierta madrugada. Rápidamente fue inyectada, mientras intentaba morder a los que la sujetaban. Chilló como un cerdo en el sacrificio cuando sintió la aguja, luego resopló,  — ¡me mataron jueputas!—  alcanzó a decir antes de aflojarse y perder sus fuerzas. En seguida se calló, no combatió más. Se  sumió en un letargo profundo. Finalmente, llevada en andas por los que la sometieron, fue conducida a un cuarto de aislamiento.                                                      
         Para Vanegas, médico en su rotación de último año, esta escena era como un dejá vú, la había vivido muchas veces en tantos turnos en el hospital psiquiátrico.
         Vanegas, se pierde absorto en el recuerdo de la vida hospitalaria: «…Los pacientes usualmente deambulan ensimismados y sin prisa  por los pasillos y corredores. Algunos caminan sin pausa ni fatiga. Siempre solos. Hablan con infaltables seres  imaginarios, con los que ríen, discuten  y pelean. Algunos se acercan a los visitantes — quienes los rehúyen; otros, los miran con aprensión y curiosidad. Tocan suavemente a los visitantes con curiosidad. Mirándolos fijamente con una inquietante mirada— estrechan sus manos que retienen por eternos segundos, mientras les piden  con raro apremio dinero o cigarrillos. La mayoría son abandonados por sus familiares, nunca nadie los visita. Son como actores, representando sus propias vidas miserables en una anodina película que no verá nadie jamás.»
         Vanegas y sus compañeros visitan a la paciente de la noche anterior, quien poco a poco fue despertando, pero se niega a comer, no para de gritar y golpear su cabeza contra las paredes. Hubo necesidad de colocarle nuevamente la camisa de fuerza. Ella, cuando no está vociferando cosas ininteligibles, mira fijamente el vacío, permanece suspendida en una nebulosa sin tiempo. Su piel blanca  llena de cicatrices y casi sin cabello —fue rapada a su llegada—, los ojos tan azules como inexpresivos. Vanegas la mira con detenimiento, su rostro le resulta familiar, se estruja el cerebro buscando el recuerdo, pero no logra evocarla.                                                                
         Vanegas —ausente del hospital tres días, por permiso— no deja de pensar en la mujer. El rostro prematuramente ajado, continuamente da vueltas por su mente. Hurgando en los médanos y vericuetos de su memoria la encuentra por fin; primero en fragmentos, después toda en una sucesión de nítidas imágenes. ¡Isabel, la muchacha del banco!, la recordaba porque era una mujer joven y bonita aunque un tanto  introvertida.
         Vanegas ahora piensa en la terapia electroconvulsiva.                           
─ ¡Esta vaina es cruel e inhumana!─ les repetía a sus compañeros. Pero alguien tiene que hacerlo. Y es que cada vez que lo hacía, lo invadía desde antes un desasosiego visceral que lo atormentaba y le arrugaba  el corazón. Aunque le parecía atroz, sabía que luego de varias sesiones mejoraban.   
         —La ciencia lo aprueba ─Se justificaba.                                                                                                     
         Y es que la satisfacción que sentía al verlos recuperados, paseándose por el hospital; le espantaba el sentimiento de culpa, como si hubiera sido un mal sueño.                                                                                        
   Aunque hoy es algo distinto porque ve en la lista a Isabel. A quien se ha decidido ─ante la pobre respuesta y la conducta autodestructivaaplicarle terapia de electrochoques.
         Vanegas, divagando distraído por su memoria, recordaba: «…Era un cuarto lóbrego, de paredes ásperas y  piso de cemento. Traídos a la fuerza o con engaños, por los corpulentos enfermeros — que no hablaban y siempre se veían indolentes—, los pacientes eran despojados de sus ropas. Los que nunca habían recibido descargas llegaban desprevenidos, conversadores y hasta curiosos. En cambio los que ya las habían recibido, apenas veían los aparatos se trastornaban, se resistían con todas sus fuerzas, lloraban y suplicaban…»
   Cuando Isabel entró, el  piso estaba mojado  —hubo que lavar los orines y excrementos del paciente anterior—. Apenas vio a Vanegas con su aparato de electrochoques se perturbó.
   — ¡No, Doctorcito, choques no, por favor!, — Ruega exaltada, con el miedo brillando en sus ojos.                              
         Fue acostada desnuda sobre el piso de  cemento y —sujetada por los enfermeros— se le pusieron los electrodos sobre las sienes y —mientras miraba con ojos de terror— se le descargó el voltaje. Todo su cuerpo fue sacudido por fuertes y violentos espasmos, su cara a la vez que alcanzó un color azulado, hizo un rictus amargo y fantasmagórico.  Un  olor desagradable inundó el cuarto después, cuando se relajaron sus esfínteres. Todo duró eternos minutos. Luego quedó como muerta, respirando escasa y trabajosamente, nadando en su inconciencia y sus propios orines. Los enfermeros se limitaron  a ponerla de lado y constatar que seguía viva.                                                                                  
         Ahora lo había hecho de  nuevo, la pesadumbre se le pegaba a la piel y le dejaba  el alma arrinconada.                                                                                                                   
                  Varios días después y unas cuantas sesiones más, Isabel, mostraba  una mejoría evidente. Comía y dormía bien, recibía y aceptaba su medicación, su ideación era mucho mejor. Ya se le permitía salir. Y como  no estaba en aislamiento andaba calmadamente por los pasillos.     
Isabel era hija de padres separados. Había estudiado en una universidad de élite, administración y negocios. Fue una adolescente rebelde y conflictiva.  «Ella es muy dulce para meterse en problemas» —decía su mamá. Después de la universidad, todo en ella había sido una continua e inexorable cadena de conductas temerarias, impulsivas e irresponsables. Los sucesivos descalabros amorosos la sumieron en la depresión. Se volvió promiscua y descuidada. Se rodeó de  la peor gente y cayó en las drogas. Fue cuando intentó matarse cortándose las venas y tuvo —con la aflicción  y remordimiento de su madre su primera hospitalización.
    Cuando Isabel salía del hospital, se arreglaba, se acicalaba y retomaba su vida. Su madre le conseguía trabajo en donde duraba cortos periodos. Pero algo definitivamente no estaba bien en ella. Tenía momentos en que se ponía melancólica, se encerraba y lloraba sin motivo y al poco tiempo estaba inexplicablemente feliz, entusiasta y habladora. No sentía cansancio, no dormía y se embarcaba en tan utópicos como irreales proyectos. Buscando las drogas, se perdía en el sórdido bajo mundo de la ciudad.  Entonces empezaba a faltar en el trabajo. Cada vez que era despedida se hundía en la droga y venia la crisis que siempre terminaba en otra   hospitalización.              
         Después de un tiempo, Isabel, camina desprevenidamente por los pasillos, cantando desafinadamente la misma canción: «…Di que vienes de allá, de un mundo raro…», su canto llevado por el eco, se escucha desde muy lejos.
   A Vanegas, su recuperación lo reconfortaba. Varios días más tarde se cruzó con ella en uno de los pasillos. Con una ligera inclinación de cabeza  e intentando la venia de una geisha lo saluda.                                                  
« ¿Cómo está Doctorcito, cómo me le ha ido?».                                         
         Se ve un tanto aletargada y torpe. Un brillo melancólico anida en el azul de sus ojos, aunque también lucen vivaces. Canta sin prevención,  no hay odio ni rencor en su canto.                                         
         Aún recuerda el día que se autorizó la salida de Isabel: 
         «—La evolución ha sido satisfactoria, esperamos que en su casa cumpla con todas las recomendaciones —Le advirtió  seriamente a su madre.                                                                                                                    — ¡Yo no me quiero ir Doctorcito!, ¡Yo aquí estoy bien! — Dijo  haciendo un mohín mientras se aferraba al brazo de Vanegas.»
         Vanegas terminó su rotación en el Hospital y quizás gracias a lo que vivió allí, desistió de su idea de hacerse psiquiatra. Aún hoy —muchos años después—  se pregunta si todo valió la pena.                                           
         El Vanegas de ahora, adusto y sereno conduce de vuelta a casa. Un basuriego se le atraviesa, hala una destartalada carreta llena de botellas, papeles, cartones y material de desecho. Y en la carreta, sobre unos costales, va una mujer sucia, desgreñada, desdentada, flaca hasta la inanición y como si formara parte del material recogido. Sus ojos azules y enrojecidos le dan al rostro marchito un aspecto de ánima en pena. Va cantando con voz estridente y desafinada: «…Di que vienes de allá, de un mundo raro…».   


                                                                                                    
                                                                                  
  
                                                                                                                                                                                                   

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