José Antonio Cortés
E
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ra una madrugada fría, la puerta
se abrió con un estrepito de guerra, luego siguieron los gritos. Varias
personas entraron atropelladamente, forcejeando con alguien que parecía una mujer, la traían agarrada de pies y manos, sucia, desgreñada,
cubierta apenas con jirones mugrosos de
ropa. Jadeante, gritando, insultando. Con los ojos enrojecidos y desorbitados
se resistía con todas sus fuerzas.
—¡Suéltemen!, ¡Jueputas! ¡Me
la van a pagar, malparidos!— vociferaba mientras escupía a la cara de los que
la traían— ¡violadores, asesinos!
Así, el ajetreo y los gritos quebraron el tenso amanecer. Todo quedó de pronto suspendido en el frágil
equilibrio de aquella
incierta madrugada. Rápidamente fue inyectada, mientras intentaba morder a los
que la sujetaban. Chilló como un cerdo en el sacrificio cuando sintió la aguja,
luego resopló, — ¡me mataron jueputas!— alcanzó a decir antes de aflojarse y perder
sus fuerzas. En seguida se calló, no combatió más. Se sumió en un letargo profundo. Finalmente, llevada
en andas por los que la sometieron, fue conducida a un cuarto de aislamiento.
Para
Vanegas, médico en su rotación de último año, esta escena era como un dejá vú, la había vivido muchas veces en tantos turnos en el hospital
psiquiátrico.
Vanegas,
se pierde absorto en el recuerdo de la vida hospitalaria: «…Los pacientes usualmente
deambulan ensimismados y sin prisa por
los pasillos y corredores. Algunos caminan sin pausa ni fatiga. Siempre solos. Hablan
con infaltables seres imaginarios, con
los que ríen, discuten y pelean. Algunos
se acercan a los visitantes — quienes los rehúyen; otros, los miran con
aprensión y curiosidad. Tocan suavemente a los visitantes con curiosidad. Mirándolos
fijamente —con una inquietante
mirada— estrechan sus manos que retienen por eternos segundos, mientras les piden
con raro apremio dinero o cigarrillos. La
mayoría son abandonados por sus familiares, nunca nadie los visita. Son como
actores, representando sus propias vidas miserables en una anodina película que
no verá nadie jamás.»
Vanegas
y sus compañeros visitan a la paciente de la noche anterior, quien poco a poco
fue despertando, pero se niega a comer, no para de gritar y golpear su cabeza
contra las paredes. Hubo necesidad de colocarle nuevamente la camisa de fuerza.
Ella, cuando no está vociferando cosas ininteligibles, mira fijamente el vacío,
permanece suspendida en una nebulosa sin tiempo. Su piel blanca llena de cicatrices y casi sin cabello —fue
rapada a su llegada—, los ojos tan azules como inexpresivos. Vanegas la mira
con detenimiento, su rostro le resulta familiar, se estruja el cerebro buscando
el recuerdo, pero no logra evocarla.
Vanegas —ausente del hospital
tres días, por permiso— no deja de pensar en la mujer. El rostro prematuramente
ajado, continuamente da vueltas por su mente. Hurgando en los médanos y
vericuetos de su memoria la encuentra por fin; primero en fragmentos, después
toda en una sucesión de nítidas imágenes. ¡Isabel, la muchacha del banco!, la
recordaba porque era una mujer joven y bonita aunque un tanto introvertida.
Vanegas
ahora piensa en la terapia electroconvulsiva.
─ ¡Esta vaina es cruel e inhumana!─
les repetía a sus compañeros. Pero alguien tiene que hacerlo. Y es que cada vez
que lo hacía, lo invadía desde antes un desasosiego visceral que lo atormentaba
y le arrugaba el corazón. Aunque le
parecía atroz, sabía que luego de varias sesiones mejoraban.
—La ciencia lo aprueba
─Se justificaba.
Y
es que la satisfacción que sentía al verlos recuperados, paseándose por el
hospital; le espantaba el sentimiento de culpa, como si hubiera sido un mal sueño.
Aunque hoy es algo distinto porque ve en la lista a Isabel. A quien se
ha decidido ─ante la pobre respuesta y la conducta autodestructiva─ aplicarle terapia de electrochoques.
Vanegas,
divagando distraído por su memoria, recordaba: «…Era un cuarto lóbrego, de
paredes ásperas y piso de cemento. Traídos
a la fuerza o con engaños, por los corpulentos enfermeros — que no hablaban y
siempre se veían indolentes—, los pacientes eran despojados de sus ropas. Los
que nunca habían recibido descargas llegaban desprevenidos, conversadores y
hasta curiosos. En cambio los que ya las habían recibido, apenas veían los
aparatos se trastornaban, se resistían con todas sus fuerzas, lloraban y
suplicaban…»
Cuando Isabel entró, el piso
estaba mojado —hubo que lavar los orines
y excrementos del paciente anterior—. Apenas vio a Vanegas con su aparato de
electrochoques se perturbó.
— ¡No, Doctorcito, choques no, por favor!, — Ruega exaltada, con el
miedo brillando en sus ojos.
Fue
acostada desnuda sobre el piso de cemento y —sujetada por los enfermeros— se le pusieron
los electrodos sobre las sienes y —mientras miraba con ojos de terror— se le
descargó el voltaje. Todo su cuerpo fue sacudido por fuertes y violentos
espasmos, su cara a la vez que alcanzó un color azulado, hizo un rictus amargo y
fantasmagórico. Un olor desagradable inundó el cuarto después, cuando
se relajaron sus esfínteres. Todo duró eternos minutos. Luego quedó como muerta,
respirando escasa y trabajosamente, nadando en su inconciencia y sus propios
orines. Los enfermeros se limitaron a ponerla
de lado y constatar que seguía viva.
Ahora
lo había hecho de nuevo, la pesadumbre se
le pegaba a la piel y le dejaba el alma arrinconada.
Varios días después y unas cuantas sesiones
más, Isabel, mostraba una mejoría
evidente. Comía y dormía bien, recibía y aceptaba su medicación, su ideación
era mucho mejor. Ya se le permitía salir. Y como no estaba en aislamiento andaba calmadamente
por los pasillos.
Isabel era hija de padres
separados. Había estudiado en una universidad de élite, administración y
negocios. Fue una adolescente rebelde y conflictiva. «Ella es muy dulce para meterse en problemas»
—decía su mamá. Después de la universidad, todo en ella había sido una continua
e inexorable cadena de conductas temerarias, impulsivas e irresponsables. Los
sucesivos descalabros amorosos la sumieron en la depresión. Se volvió promiscua
y descuidada. Se rodeó de la peor gente
y cayó en las drogas. Fue cuando intentó matarse cortándose las venas y tuvo —con
la aflicción y remordimiento de su madre─ su primera hospitalización.
Cuando Isabel salía del hospital, se
arreglaba, se acicalaba y retomaba su vida. Su madre le conseguía trabajo en donde
duraba cortos periodos. Pero algo definitivamente no estaba bien en ella. Tenía
momentos en que se ponía melancólica, se encerraba y lloraba sin motivo y al
poco tiempo estaba inexplicablemente feliz, entusiasta y habladora. No sentía
cansancio, no dormía y se embarcaba en tan utópicos como irreales proyectos. Buscando
las drogas, se perdía en el sórdido bajo mundo de la ciudad. Entonces empezaba a faltar en el trabajo. Cada
vez que era despedida se hundía en la droga y venia la crisis que siempre
terminaba en otra hospitalización.
Después
de un tiempo, Isabel, camina desprevenidamente por los pasillos, cantando desafinadamente
la misma canción: «…Di que vienes de
allá, de un mundo raro…», su canto llevado por el eco, se escucha desde muy
lejos.
A
Vanegas, su recuperación lo reconfortaba. Varios días más tarde se cruzó con
ella en uno de los pasillos. Con una ligera inclinación de cabeza e intentando la venia de una geisha lo saluda.
« ¿Cómo está Doctorcito, cómo me
le ha ido?».
Se
ve un tanto aletargada y torpe. Un brillo melancólico anida en el azul de sus
ojos, aunque también lucen vivaces. Canta sin prevención, no hay odio ni rencor en su canto.
Aún
recuerda el día que se autorizó la salida de Isabel:
«—La
evolución ha sido satisfactoria, esperamos que en su casa cumpla con todas las recomendaciones
—Le advirtió seriamente a su madre.
— ¡Yo no me quiero ir
Doctorcito!, ¡Yo aquí estoy bien! — Dijo haciendo un mohín mientras se aferraba al
brazo de Vanegas.»
Vanegas
terminó su rotación en el Hospital y quizás gracias a lo que vivió allí, desistió
de su idea de hacerse psiquiatra. Aún hoy —muchos años después— se pregunta si todo valió la pena.
El
Vanegas de ahora, adusto y sereno conduce de vuelta a casa. Un basuriego se le atraviesa,
hala una destartalada carreta llena de botellas, papeles, cartones y material de
desecho. Y en la carreta, sobre unos costales, va una mujer sucia, desgreñada, desdentada,
flaca hasta la inanición y como si formara parte del material recogido. Sus
ojos azules y enrojecidos le dan al rostro marchito un aspecto de ánima en pena.
Va cantando con voz estridente y desafinada: «…Di que vienes de allá, de un mundo raro…».
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