Adriana Potes
Se
encuentra en la cima de una montaña, vestida con túnica blanca bordada en
tonos dorados y azul, en cada mano un brazalete, el de la izquierda le cubre el antebrazo, es de cuero grueso con cintas del
mismo material, el de la derecha dorado;
en la cabeza luce una cinta dorada y ancha. Camina hacia el lugar que
sabe le corresponde en medio de dos hombres altos, sus escoltas, cada uno porta
una lanza.
En el lugar más alto, un hombre mayor con un bastón de mando,
contempla la tribu, esperando el momento
de iniciar la ceremonia. Desde la altura se ve cómo el ejército marcha desde la
base de la montaña en perfecta formación, acompañado por sonidos de flautas y
tambores. El pueblo también forma al parecer por orden de jerarquías. La
montaña es alta, de un verde intenso, el sol
en lo alto, el cielo es azul
intenso. Al mirar hacia el horizonte la princesa ve un águila que lentamente
desciende sobre ella, vuela haciendo tres círculos, sonríe, quisiera
abrazarla, ha vuelto su compañera
de infancia. Levanta el brazo, el ave se
posa muy suave, acerca el pico a la cara
de su amiga, saluda; es tanto el peso del ave que debe depositarla en un
pedestal ubicado cerca a ella. El ejército termina el ascenso, se hace silencio
mientras se distribuye por cuadras en
tres terrazas que rodean la cima. Pasados unos momentos de nuevo se escucha una
flauta, marcando el inicio de la
ceremonia. El jefe de la tribu levanta el bastón, da un paso al frente, uno de
los guerreros vestido diferente a los demás sale de la formación, se acerca al
jefe para entregar un rollo de cuero; sin prisa, con paso seguro toma lugar
frente a la joven. Las emociones de la princesa ya no son tranquilas. El
patriarca extiende el rollo, leerá sobre su futuro y el del hombre que lo
entregó. Siente que no es tiempo para
estar ahí, quisiera ser águila y volar, sabe que deberá obedecer mientras
sueña. Todo se desdibuja a su al derredor, extiende los brazos para alcanzar lo que no está presente, está segura que le
pertenece.
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