El día en que todo terminó, Martina se levantó liviana y tranquila. Ni siquiera el hondo suspiro que dejó escapar al asomarse a la ventana después de correr la cortina de palillos de bambú que filtraba la espesa luz de aquel amanecer sonrosado y caliente, dio lugar a un presentimiento. Se frotó los ojos tratando de espantar los últimos rezagos de sueño pegados de sus pestañas. Los entrecerró un poco para enfocar mejor el horizonte plateado que se abría en frente suyo, y alcanzó a divisar una lancha grande balanceándose en la lejanía.
El primer sábado de cada mes llegaba a San Nicolás el mismo catamarán trayendo pasajeros, revistas, mercancía y noticias de otros puertos.
Martina bajó descalza los tres escalones de piedra coralina que separaban su habitación de la zona de oficios de su casa. Se recogió el negro cabello con una banda elástica y se dirigió a la cocina a tomarse el primer café del día. Entonó una canción antillana y mientras agitaba el café reconstruyó su llegada al grupo de músicos aficionados, que fue cogiendo fuerza a punta de los disparejos aplausos, unas veces nutridos otras apenas audibles, en las pequeñas tabernas del malecón de la Avenida Olmedo.
El recuerdo le aceleró el corazón aunque ella más que nadie insistía en negar la trascendencia de aquel amor que había alegrado su vida. La monotonía de su matrimonio, la ausencia de hijos propios, la extrema predictibilidad de las actividades en común, habían llenado sus horas de una modorra infinita al punto que llegó a pensar que su sensibilidad se agotaba y que no existía en el mundo nada capaz de sacudirla. Decidió que felicidad y tranquilad eran sinónimos y no se volvió a preocupar por averiguar si era cierto o si solo se trataba de una estrategia de su cabeza para mantener sus emociones controladas. Quizás así habría continuado su vida, de no ser por el bienaventurado día en que oyó tocar a los músicos que amenizaban las veladas de los viernes y sábados en “El Rinconcito”.
Su marido la animó a subirse a la tarima, cuando el bongoncero preguntó si había alguien dentro del público que quisiera cantar. No presumía de buena cantante, pero aquella noche tenía unos cuantos rones en la cabeza, el ambiente estaba distendido y en parte por darle gusto a su marido y en parte por la secreta vanidad que le hacía presentir unos cuantos aplausos, se paró y aceptó la mano que aquel mulato de ojos grandes le ofrecía para subir al tablado. El contacto con la piel de Nazario Agüero le produjo un corrientazo. Se puso de acuerdo rápidamente con el guitarrista para encontrar el tono adecuado e iniciar su canción. Escogió un bolero sencillo en el que su voz dulce se destacó sin complicaciones. Había aprendido que el estilo es más importante que una voz impecable. Durante su interpretación, Nazario la miraba sonriente y por el gesto que hizo con sus cejas, Martina sintió que había pasado la prueba. Al bajarse de la tarima, su marido le dio un beso en la frente tomándole la cara mientras sonreía con dulzura.
- Muy bien Martina, cantaste de maravilla, pero me siento cansado.
Le habría encantado seguir pero no insistió en quedarse. Recogió su bolso y salió despacio con aire de resignación.
Se fueron caminando a su pequeña cabaña de playa, refugio de viernes a domingo al que acudían sin falta después de la agitada vida laboral que cada uno afrontaba.
Cumplido el ritual del aseo, su marido buscó acomodo y empezó a roncar, primero moderadamente y luego con tal intensidad, que Martina tuvo que taparse los oídos con las puntas de la almohada. Nunca conseguía dormir al primer intento y como tantas otras noches, empezó a hojear el libro que estaba leyendo. Pero no pudo concentrarse. La sonrisa del mulato Nazario le salía al encuentro sin estarla buscando. Su piel firme, los ojos diáfanos, las piernas fuertes que alcanzó a adivinar debajo del pantalón de lino blanco contribuyeron a prolongar su acostumbrado insomnio. Ese hombre tenía la sonrisa más abierta y seductora que había visto en su vida.
La vinculación de Martina al grupo se hizo oficial. No veía la hora de que llegara el viernes para conducir las dos horas que separaban la casa de ciudad de su cabaña de playa. Su complicidad con Nazario fue tomando fuerza y un extraño sentimiento de alegría y ansiedad la fue invadiendo sin remedio. El viernes que ahora evocaba, se había arreglado de manera especial. Su cara aceitunada tenía un aire juvenil que no la abandonaba ni siquiera ahora que ya pasaba de los cuarenta años y lo confirmó al retocar el brillo de sus labios.
La presentación fue más larga que otras noches y al finalizar la tanda de boleros podía sentir las palpitaciones de su corazón siguiendo el ritmo de los bongoes y el repicar metálico de la campana. Bebió el ron y masticó suavemente las hojitas de yerbabuena. No quería decirle a Nazario que la acompañara y tampoco quería marcharse sola. Él se sentó en su mesa, pidió un ron seco y le sonrió.
– ¿Y Antonio?
- No está, anda de viaje.
- ¿Y eso?
- Trabajo, últimamente está muy ocupado, lo invitan mucho a dar conferencias.
- ¿Ah, y tú que vas a hacer ahora?
- Nada, ¿por qué?
- Puedo acompañarte si quieres.
- Vamos entonces, ya es tarde
Caminaron en silencio; los latidos de su corazón amenazaron con aturdirla. La brisa le erizó la piel.
-¿Tienes frío?
- Si, tan raro, con el verano que hace.
- No es raro, esta brisa del sur es muy fresca.
Le pasó el brazo por la espalda y ella apoyó la cabeza sobre su hombro. Disfrutó el olor de su camisa que aún conservaba rastros de sudor. Él sonrió confiado y le frotó el brazo con su mano. Se detuvieron un instante y fijó sus ojos en ella sin evasiones. La abrazó con decisión y sus bocas se encontraron suavemente. Le soltó la cinta de seda con la que se había atado el cabello y la besó de nuevo. Martina sintió que sus rodillas falseaban y sus huesos se desleían como azúcar en agua caliente. No hablaron más, no lograban articular una frase coherente. Entraron en la cabaña de Nazario y la madrugada solo les alcanzó para empezar a descubrirse en medio de la urgencia del deseo aplazado largamente.
Cuando Antonio la acompañaba al bar se sentaba a escuchar las canciones del grupo mientras tomaba una cerveza. Nazario lo saludaba siempre con respeto y admiración con la deferencia que había aprendido a tener hacia las personas mayores. Si Nazario no aparecía, Martina prefería no indagar. No quería saber nada, preguntar nada, especular nada. La embriaguez de su estado era suficiente para resolverlo todo.
El día siguió deslizándose con un calor fatigante. Martina se preparaba para cantar; Antonio estaba con ella, empeñado en tomarle fotos y grabar la presentación, pues según él, era muy interesante que una profesora de filosofía hubiese resultado con gracia para cantar con tanta soltura y sensualidad. Estaba incómoda por la presencia de su marido y su continua sobreprotección. La actitud paternal que dio inicio a su relación era ahora un fastidio. Nazario se notaba nervioso. La saludó con frialdad. Durante la interpretación tuvo algunas entradas en falso, no lograba acoplarse con el ritmo y al entrar a destiempo, descoordinaba al resto del grupo.
Sentada frente a la tarima, una joven mujer sonreía ampliamente con su atención fija en el bongoncero. Él también le sonreía, pero la sonrisa no subía hasta sus ojos. Cuando terminaron de tocar, la mujer se acercó a la tarima. Saludó a los integrantes con camaradería y confianza bien correspondidas. Felicitó a Martina:
- Lo haces bien y cantar SON no es nada fácil, ¡¡ Pareces una profesional!! Ya Nazario me había hablado de ti.
Martina no se sintió cómoda con el comentario. ¿Quién era esa? Nazario no le había hablado nunca de ella. Endureció el gesto. Su marido quiso tomarle una foto con la recién aparecida, pero ella solo quería salir y mandarlos a todos al diablo antes de que la rabia la pusiera en evidencia. Le costaba mantener la compostura. La mujer tomó a Nazario de la mano y le preguntó con ternura:
- ¿Me extrañaste?
Él no supo que responder. Pero sonrió y asintió con la cabeza. No se atrevía a mirar de frente a Martina. Ella apretando los dientes le dijo a su marido:
- Nos vamos.
Caminaron por la playa en silencio. Cuando llegaron a la cabaña él tomó las nueve pastillas con las que trataba de controlar desde el reflujo hasta la apnea, le dio un beso amoroso y se hundió a roncar entre las almohadas. La ansiedad la devoraba. Obedeciendo el mandato de un impulso imprudente se bajó de la cama y apurada, buscó los jeans y la blusa blanca.
Salió furtivamente. Caminó resoplando, pateando la arena que se metía entre sus sandalias. Olvidó llevar una linterna y maldijo su descuido. La noche estaba oscura y un delgado aro de luna se escondía detrás de nubes espesas. Apenas se insinuaba con brillo metálico en los bordes de las olas. Se demoró en acostumbrarse a la penumbra, pero sus pasos la guiaron por el camino que conocía de memoria.
Las velas iluminaban con luz indecisa el pequeño salón de la cabaña, y por las disparejas ranuras de las tablas se filtraban voces intercaladas con risas. Martina tropezó y soltó una exclamación. Las ramas secas del solar crujieron bajo sus torpes pisadas. Buscó en qué apoyarse, tomó lo primero que encontró en el suelo, lo sostuvo en el aire un instante y volvió a caer, sintiendo el calor que la invadía. Un ardor intenso la atravesó mientras intentaba pararse. Tocó su vientre y sintió la blusa empapada, sus manos nerviosas no alcanzaron a contener el torrente que se desbordaba de sus venas y un miedo aterrador se sintió en su gemido de agonía.
La mujer de Nazario se asomó por la ventana, sacó la cabeza y exploró el patio con curiosidad y temor.
– ¿Oíste qué ruido más extraño? Creo que le diste a algo… Nunca me ha gustado que uses la escopeta de perdigones para espantar alimañas.
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