Carlos Mira
Hace horas que no los veo. ¿Dónde están?
Con su habitual organización, despachó a toda la
familia y algunos de los invitados en la dirección de todos los caminos. Necesitaba
saber qué hacer en el menor tiempo posible. Además, había sabido por su
conexión con la red de seguridad de la región a la cual sólo él tenía acceso,
que los bandidos habían secuestrado al amanecer a Marcos, su amigo, el sabio de
la tierra, el hombre de las recetas de hierbas, cantor, guitarrista,
conversador exquisito, que se había convertido en el hermano que nunca tuvo.
Ocultando su dolor ahora exacerbado por la ausencia de los niños, bajó y se
encerró en su baño, preso de sus terribles conjeturas y comenzó a sollozar lleno
de angustia. Afortunadamente pensó, este es un recinto aislado. El primer requisito
del cuarto de pánico que quería tener por si los antisociales pensaban en él
como un objetivo posible.
No había pasado más de media hora cuando los
exploradores comenzaron a volver. Solamente el grupo que salió hacia la
carretera de retorno había recibido información. Que habían sido vistos casi
llegando a la cima de la loma, luego del sembrado de aromáticas. Dios mío,
pensó, están llegando al sitio más desolado y por donde el ejército considera
trasiegan los delincuentes. Se estaba acercando la puesta del sol por lo que, con
gran turbación, reunió al grupo y le expresó su dolor por terminar la reunión y
su necesidad de salir ya rumbo a la ciudad para encontrarlos.
Al unísono todos mostraron su apoyo y le expresaron a
él y a su esposa, que terminarían de arreglar la casa y que los alimentos
traídos los dejarían para los mayordomos, los vecinos y los trabajadores del
sembrado de vegetales. Que podían salir ya sin preocuparse. Y así lo hicieron.
Viste, —le dijo a su esposa—, siempre pensé que
contratar a quienes se habían escapado de la tragedia del volcán para construir
la casa nos iba a traer mala suerte. Es que uno puede salir sin rasguños
físicos de algo tan terrorífico, sin consecuencias tangibles, pero el espíritu
de los malvados se queda pegado a quienes sobreviven pues no quiere
desaparecer. Ay, no digas eso, —le contestó la esposa—, nuestros niños están
bien y es sólo tu inclinación para pensar lo peor, lo que te lleva a estos
extremos.
El todoterreno iba con una velocidad excesiva, las
piedras chocaban con la carrocería, añadiendo un sonido hueco, oscuro y un
tanto lúgubre mientras la neblina descendía sobre ellos, haciendo mucho más
difícil la carrera hacia lo desconocido, con árboles centenarios a lado y lado
que hacían el paraje aún más sombrío. Prende las lámparas exploradoras, nos
vamos a chocar, —le dijo ella.
¡Allí están gritó! Eran dos sombras pequeñitas,
abrazadas, con los ojos abiertos en exceso mirando con desolación hacia la luz cegadora
del todoterreno.
Ellos habían dejado piedritas en el camino,
conscientes de que tenían que volver, pero cuando llegaron a la cima y con la
oscuridad creciente y el susto infantil, cayeron en la cuenta de que las
piedritas no se podían distinguir del camino pedregoso y sintieron con horror
que estaban perdidos.
Tiempo después recordó ese momento y sintió que su
regaño había sido completamente desmesurado, tanto que su relación con ellos
nunca fue igual. Su corazón quedó muy adolorido por las ausencias de sus hijos
a partir de entonces y cayó en la cuenta de que los encontró físicamente, pero
los perdió para siempre.
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