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domingo, 25 de septiembre de 2022

La vivienda es más que un techo

 Jesús Rico Velasco

 


          El miércoles 30 de noviembre de 1966 los becarios del Primer Curso Superior de Vivienda nos reunimos en el salón principal del CINVA para realizar el acto de clausura. Habíamos  acordado que  en nombre de todos realizaría   un discurso de despedida que perpetuara nuestra permanencia en esta casa de estudio. Recordé la llegada y la de mis compañeros al CINVA durante la primera semana de enero cuando nos recibió el Dr. Roberto Pineda Giraldo, reconocido  antropólogo, con formación en Etnología y ciencias sociales en la Escuela Normal Superior de Colombia y estudios de posgrado en antropología  en la Universidad de California, USA. Con investigaciones sobre la población indígena que le dieron gran reconocimiento: “Las Criaturas de Caragabi: indios chocoes, emberaes, catios, chamies, y noanamaes”,  publicado por la Editorial Universidad de Antioquia en  1999. Casado con la antropóloga Virginia Gutiérrez, profesora en la Facultad de Sociología, encargada de dictar la excelente catedra sobre “La familia en Colombia”. Una orgullosa socorrana, quién motivó a varios estudiantes a participar como becarios en el Primer Curso Superior de Vivienda. 

El CINVA era una institución de formación internacional que atraía muchos visitantes, becarios   pasantes , e  investigadores  en el área de la vivienda. El proceso de entrenamiento era auspiciado por la Secretaria General de la Organización de Estados Americanos y organizado por el Centro Interamericano de Vivienda y Planeamiento en sus instalaciones ubicadas en la Universidad Nacional.

Contaba con un laboratorio, centro de desarrollo de materiales, técnicas de construcción y elaboración  de metodologías para la construcción de viviendas de interés social. La tecnología de suelo-cemento que se usaba para la fabricación de adobes fue desarrollada durante los años 50 con mucho renombre  internacional. En un proceso continuo se mejoró la CINVA RAM ,una prensa manual de fabricación de adobes que ofrecía un ahorro total de más del 50% entre materiales y tiempo de construcción. La vivienda de interés social y ecológica se convertía en una estrategia de interés político en la confrontación de  ideologías del lugar de residencia  como indicador social. 

En este punto vale la pena abrir una ventana en el tiempo, 10 años después cuando  en 1977 realicé mi primer viaje al Africa y durante la visita a  una misión católica en Kinsundu, población en el bajo Zaire (antiguo Congo Belga) a tres horas de la ciudad de Kinshasa pude comprobar como se había logrado la construcción de varias aulas de clase con ayuda de una CINVA-RAM y se adelantaba el proceso de producir adobes de mayor resistencia en beneficio de la comunidad.   Fue entonces cuando comprendí profundamente la idea de interpretar la vivienda de interés social, no solamente como una solución de construcción material, sino como una institución comunitaria para la satisfacción de las necesidades más allá de la concepción simple de un techo. La residencia como un  espacio para vivir la interacción social, la comunalidad, la comunicación, la familia y el amor entre las parejas. La idea de que “la vivienda es más que un techo” movió las estrategias del CINVA a propiciar la formación de “viviendistas” dentro de un marco general haciendo un llamado a la integración de las ciencias sociales, las ingenierías, la arquitectura y la construcción.

 En  la primera semana del mes de  enero nos reunimos todos los participantes, 12 colombianos y 12 de otros países  latinoamericanos, excepto por un arquitecto, Mazenguia Bereket, proveniente  de Etiopia que por alguna extraña razón estaba en el curso. Las profesiones de los participantes iban desde las ciencias sociales, como en mi caso de sociólogo, trabajadores sociales, economistas, arquitectos hasta ingenieros agrónomos.

 Los primeros tres meses fueron agotadores pues me vi forzado a terminar la tesis de grado para optar el título de Licenciado en sociología. De la dirección universitaria me avisaron la  pronta terminación de mi residencia estudiantil. Me dediqué de lleno a trabajar para aprovechar el límite de tiempo con que contaba  para terminar  la tesis y trabajos finales de la licenciatura, con un encierro académico durante varios fines de semana con todas sus  noches. Se sumaban a las clases del curso impartidas en jornadas continuas, seminarios entrelazados, prácticas de laboratorio y reuniones con los directores de grupos. Adicional al proyecto final de diseño de un  conjunto habitacional individual, o de  edificios compartidos,  y con unidades comunales, lavaderos, salas de reuniones, y aulas recreativas para ser realizado en los grupos de trabajo.  

 Había tiempo para la distracción y un poco de turismo por Bogotá: la visita al  cerro de Monserrate, al museo del oro, paseo por el centro con un  “septimazo” como se decía en la época, y otros lugares  de fácil y rápido acceso. Al igual que lugares emblemáticos como: Chiquinquirá, las proximidades de Tunja, Sogamoso y Villa de Leyva. Oportunidades que aprovechábamos todos para acercarnos y conocernos un poco más.

 Debía encontrar un nuevo lugar para vivir, paradójicamente necesitaba una vivienda. Así que le comenté  a un compañero, El pollo. El asistía al curso de entrenamiento en el CIRA (Centro interamericano de Reforma Agraria), cuya sede quedaba  a escasos 100 metros del CINVA. Alquilamos un apartamento  en el tercer piso de un edificio, muy cómodo con tres habitaciones, dos baños, sala comedor y cocina.  Cedimos una habitación a Mario,  “el Che”  un argentino de la provincia de Salta, compañero. Un espacio cómodo y agradable comenzamos a organizar reuniones con amigas, especialmente dos compañeras del Brasil,  Oliviña, y Maria Amelia. Nos gustaba mucho coincidir algunos fines  de semana para cocinar y compartir experiencias culinarias de los dos países, y por supuesto entrelazar algunos intentos amorosos.

 La relación con mi novia de Bogotá, Elsita, se limitó a unas cortas visitas y pocos encuentros en el tiempo reducido que teníamos. Acompañarla hasta su casa era la excusa perfecta para no olvidar las caricias y los besos. Pero nuestras conversaciones se tornaban  en discusiones  alimentadas por los celos debido a nuestros intercambios con las brasileras, y más con el Pollo,  enamorándose de Oliviña.  Me acerqué a Maria Amelia quien me correspondió con un amor cortico durante algunos   fines de semana.  Previo  a cualquier acontecimiento,  me solicitó que le comprara unas píldoras anticonceptivas para poder hacer el amor libremente. Me faltaron paticas, como decimos de manera coloquial, para ir a conseguírselas. Nos encerramos en el cuarto del apartamento, haciendo el amor “a la brasileña”, y con aviso de cerrado en la puerta por varias horas,   por máxima utilización  marcado en las entradas y las salidas, como garantía de privacidad para nuestros corazones que cabalgaban desnudos en el espacio total. 

  Después de las palabras del  protocolo por parte del Dr. Roberto Pineda Giraldo y varios de los profesores, me correspondió realizar el discurso de despedida. Haciendo uso de  la palabra, hice un recorrido por la trayectoria como becarios durante  los  meses de estudio, las ganancias en el proceso de aprendizaje y las ventajas en el avance  en el conocimiento. Deseé  a todos un futuro próspero en las actividades profesionales que los esperaban al regresar a sus lugares de procedencia y haciendo un gesto con mi mano,  alcé una copa en la imaginación, y brindé por todos.

 En la tarde me reuní con Genero Nazario Negrón, becario procedente de Puerto Rico, y con Toplitzin Quintanilla, de San Salvador,  con   quienes  había establecido excelentes relaciones de  amistad.  Como gran aventurero que soy, sabía que era una muy buena oportunidad para visitarlos  en sus casas y conocer sus países. Acordamos  unas fechas hacia mediados del mes de marzo de 1967, al finalizar la pasantía de estudios de ingles en el Marian College en Indiana, USA.

 El deseo de viajar de todos se regó como piquiña. Elsita viajaría en diciembre a Columbus Ohio para continuar sus estudios de Sociología con una beca de la  fundación LASPAU (para educación de posgrado en USA y participación del programa Fullbright). Y yo realizaría una pasantía en inglés promocionada por La Universidad Javeriana en casa de una  familia americana que me  recibió como “padres sustitutos” por un periodo de dos meses.  Con el apoyo de la Javeriana conseguimos las visas para viajar y el contacto con las familias antes de la partida. Los costos de viaje, el  curso de inglés y otros gastos personales eran asumidos por los estudiantes. Hacia la mitad de diciembre estaba  volando de Bogotá a Miami con una conexión de vuelo a Indianápolis para participar en el curso de entrenamiento en inglés en el Marian College.

 Estando en la casa de los Stalling (mis padres sustitutos) un día, que no recuerdo, sonó el teléfono. Mi sorpresa fue enorme al escuchar la voz de Maria Amelia. Me avisaba que estaría en Chicago un par de días. Los padres Stalling me ayudaron a conseguir un viaje en  bus de la Grayhound hasta Chicago para encontrarme con ella. La emoción que sentí durante el recorrido fue fabulosa y más al ver a María Amelia que me esperaba en la estación de bus. Caminamos felices por las calles del centro de Chicago, fuimos a almorzar y compramos algunas cosas de navidad. Me hizo un preciado regalo: una cámara fotográfica Minolta completa con dispositivo de flash. Las horas caprichosas jugaban en contra de nosotros, la despedida se acercaba. La pasión nos encontró encerrados unas horas en un  hotel de “mala muerte” en el centro de Chicago. Un momento de intimidad y expresiones de amor guardados por algún tiempo en  mi corazón, hasta que el tiempo y la distancia fueron borrando de mi memoria hasta su figura. Salimos trashumantes caminando hacia la estación de bus en donde compartimos los últimos minutos de una vida  que se desvaneció en el vidrio de la ventana cuando el bus partió con ella para siempre.

 En el Marian Collage estuve dos meses estudiando inglés para extranjeros. Éramos cinco estudiantes colombianos asignados al entrenamiento. Como dato curioso, fui el primer estudiante masculino que pisó la instalaciones del College, pues era   estrictamente femenino. Los cinco tuvimos una formación personalizada con reuniones conjuntas para las horas de almuerzo y recreos en el día. Compartíamos como podíamos nuestras experiencias. Un buen día en víspera de  fin de semana,  escuché hablando a dos de ellas:

-¡Que dicha los almacenes de aquí!. Te pones de todo y no te vigilan.

No resistí la tentación y les dije:

- ¡Ojo, muchachas!. Siempre hay alguien vigilando. Recuerden que el “shoplifting”  en  Estados  Unidos es fuertemente penalizado y castigado.

 Como si fuera brujo, al lunes siguiente, Marta y Berta no regresaron al College. Shirley, quien me recogía todos los días me contó que dos de los estudiantes permanecían retenidas en una inspección de policía por intentos de robo en los almacenes de un  centro comercial. El juez determinó que Berta y Marta tenían 24 horas para abandonar el país. ¡Qué pesar! Pensé. No me  hicieron caso.

Tres terminamos el curso con la vergüenza cargada en nuestros costados del mal comportamiento de las compañeras. Teniendo capacidad de pago, y sin ninguna necesidad no era necesario exponerse y  bajar el autoestima. Siempre el camino recto será la mejor dirección para seguir en la vida.

Mi rumbo ahora se dirigía hacia la isla de Puerto Rico. La salida al aeropuerto fue muy temprano  en compañía de Nancy una de mis profesoras, y  mi gran amiga Shirley quien  me recogía todos los días. Al despedirnos noté a Nancy muy triste, al acercarse y darme un abrazo de despedida, me entregó un sobre cerrado que tenía escrito:

-Para Tony Rico. Favor abrir en el avión.

En el avión la curiosidad me llevó a mirar el hermoso sobre rosado. Con delicadeza despegué sus puntas, lo abrí y saqué una carta. Tenía la fecha  y un mensaje escrito en una hermosa prosa en donde con ternura de niña me decía que me quería. No supe qué pensar. ¿Cómo podría haber adivinado que Nancy, en un tiempo de dos meses, había alimentado en silencio un cariño por mí?.

Llegué a Puerto Rico   hacia las 7 de la noche . Recogí mi equipaje, pasé por las oficinas de inmigración y señalé como destino la localidad de Sabana Grande, tal como me dijo Genaro cuando conversamos:

-Rico. Cuando llegues a la isla busca un taxi, entrégale esta dirección.  Sabes que te estamos esperando.

En ese momento sonó fácil, pero la dirección estaba a 2 horas de distancia según me dijo el taxista, y no sabía nada sobre Puerto Rico. Eran las diez de la noche cuando llegué a Sabana Grande por una carretera completamente pavimentada de doble vía, bien señalizada.  En la plaza central el taxista se ubicó y en 5 minutos estaba timbrando en la casa. Ana, la mujer de Genaro, sus dos niños Jorgito y Alvarito y por supuesto, Genaro me recibieron con gran júbilo.

Me dieron una alcoba en el primer piso con baño y ventana hacia la calle en seguida del local de la floristería. Ana tenía un empresa de arreglos florales,  única en la población, en donde con una ayudante hacían coronas para los entierros, adornos para los matrimonios, y ramos de flores para los enamorados. Las flores eran enviadas desde Nueva York cada semana y llegaban al aeropuerto de Mayagüez en donde fui en una ocasión a recogerlas con Genaro. 

Me sentía feliz de ver de nuevo a Genaro y compartir con su familia. Lo que sería una corta permanencia en su  residencia sin darme cuenta se convirtió en una estadía que sobrepasó su paciencia. Al siguiente día fuimos a las oficinas del Instituto de Vivienda y Renovación Urbana que quedaban en Mayagüez a unos 20 minutos. Los compañeros de Genaro me atendieron y mostraron todos los proyectos que estaban realizando. Se concentraban con mayor atención al saneamiento ambiental una de las mayores preocupaciones en Puerto Rico en ese momento. Y por supuesto un poco de turismo por la ciudad y una visita ineludible a la playa para mi primer chapuzón en el mar. 

Genero era un puertorriqueño a quien no le gustaba asolearse. Era de estatura mediana, cari redondo y de pelo quieto, con una sonrisa dientona  permanente en la boca, y un poquito pasado de peso.  Mi estadía se prolongó hasta las dos semanas. Tal vez le quité mucho tiempo de su trabajo a Genaro, hombre generoso. Un día me llevó a visitar la segunda  ciudad más importante de la Isla,  Ponce señorial,  un enclave  en la costa sur  de mar tranquilo y paisajes tropicales, con palmeras alegres que se menean en las tardes con el  suave  viento marino, al bajar la temperatura de los 30 grados centígrados. Recorrimos la Isla dando la vuelta por la costa occidental hasta llegar a la preciosa ciudad de San Juan. Bellos espacios coloniales con su castillo en el morro, calles estrechas y rincones escondidos con casas coloniales en pequeñas plazas, y una vista de mar para el infinito recuerdo de un Puerto Rico del alma. En la localidad de Sabana Grande hice amistad con los locales que me saludaban rondando una plaza central, en donde en las tardes al bajar el sol y disminuir el calor, las mujeres caminan en una dirección opuesta a los varones de una manera entretenida que  permite mirarse  y  conversar entre   vuelta y vuelta.

Un paseo imperdible era la visita a la bahía fosforescente en la Parguera en la esquina del suroeste de Puerto Rico. Genaro y su familia me sorprendieron con una  elegante cena de despedida y paseo en lancha por la bahía para observar el resplandor nocturno increíble de diminutos animalitos que  muestran un universo  fantástico de  una naturaleza privilegiada. Esa noche,  Genaro se me acercó y  me  dijo:

-¡Oye chico! Te tengo un regalo.

-Emocionado, lo miré con los ojos bien abiertos y quedé a la espera. Extendió su brazo hacia mí y me entregó un tiquete de avión.

Entonces, me dio risa y pensé: “A buen entendedor pocas palabras”. Lo abracé y le agradecí toda su hospitalidad.

 Al día siguiente muy temprano me despedí de Ana y los muchachos con un sentimiento de agradecimiento inmenso por permitirme una alegre permanencia en la preciosa isla caribeña. Estancia que quedaba grabada en mi memoria para siempre  y guardada en lo más profundo de mi corazón. El tiquete era para viajar en avioneta de Mayagüez a San Juan. En una hora estaba aterrizando en el aeropuerto de San Juan. Acelerado fui a las oficinas de Eastern Airlines para registrar el tiquete que tenía y poder viajar ese mismo día a Miami.

Como los planes eran visitar también a Toplitzin Quintanilla en San Salvador  pregunté en el mostrador  de varias empresas para viajar a San Salvador, y me ofrecieron un cupo  en un vuelo  de  TACA (Transportes Aéreos Centroamericanos). El avión hizo escala en San Pedro  Sula  y luego en corto tiempo aterrizamos en San Salvador. Allí  me esperaba mi amigo Salvadoreño.

 Toplitzin me recogió en el aeropuerto en una moto Vespa  en donde a duras penas cabíamos los dos y mi maleta. Hicimos un largo recorrido  hasta llegar a un barrio popular en las afueras de la ciudad. Vivía con su familia en una casa humilde de ladrillo de cemento prefabricado construida por el IVU (Instituto de Vivienda Urbana). Tenía  dos alcobas, un amplio espacio central para la mesa del comedor, un sofá de tres puestos y varios cojines en los rincones.  Un área de cocina y un único baño con inodoro, lavamos y ducha que compartimos durante las dos semanas que permanecí con ellos. Una de las alcobas con ventilador en una de las paredes  la dejaron para mi. El calor en las noches aumentaba la sudoración en la cama.  En la otra habitación se acomodaron todos en hamacas y pequeñas literas en el suelo. No pude saber cuántas personas eran. Sentía un poco de vergüenza por las condiciones de vida de mi amigo y su familia.  Con mi llegada se hacía más estrecha al recogerse en una sola pieza, pero al mismo  tiempo sentía agradecimiento por el trato afectivo y cariñoso que todos mostraban hacia mi. Personas de una amabilidad genuina con una vida transcurriendo  sin complicaciones, ni quejas. Se sentía en el ambiente   simpatía para el bien llegado.

Todos  los días me dieron un huevo frito al desayuno con tortillas y una buena taza de café de gran sabor, uno de los mejores cafés del mundo. Comía con lentitud para  disfrutar los sabores y aromas de ese delicioso desayuno.   Pensaba en la  generosidad de mi amigo para darme lo mejor que tenía. 

Topiltzin era un típico salvadoreño de pelo liso, tez trigueña oscurecida por el sol, bajito y  muy alegre. Con buenos apuntes para señalar las cosas divertidas de estar vivo y  transmitir una actitud de bienestar para  pasar el día contento. Su oficina quedaba en el centro de la ciudad. Después de un recorrido en moto atravesando media ciudad llegábamos a la plaza  central .  El se quedaba trabajando mientras yo con todo el tiempo disponible me dedicaba a caminar por las calles, visitar los pocos parques del centro, y los lugares que señalaba en el mapa para conocer con facilidad. El primer fin de semana me llevó al puerto de La Libertad, que quedaba  a una hora de Santa Tecla, una especie de ciudad intermedia  cerca a la capital. El puerto de pocas cuadras, apretado, y concurrido admitía una población alegre y festiva que llegaba por todas partes a recorrer las playas y bañarse en el mar. Un   mar tranquilo  con amplias  playas de arena oscura y olas suaves que invitaban a jugar, gritar y  disfrutar. Tomamos unos buenos tragos, deliciosa comida de mar con camarones de diversos tipos, arroz con coco, fríjoles  negros y las  inevitables y sabrosas tortillas de maíz.

Un tiempo de permanencia bonito y agradable  para mi, pero un  poco impositivo   en el transcurrir de la segunda semana de estadía cuando tuve sentimientos de carga  sobre mis amigos.  Sentía   miradas inquietas de  algunos miembros de la  familia,  y señas repartidas en el ambiente a la espera de mi salida. Toplitzin, como buen salvadoreño, chistoso y alegre, en esos días me dijo:

-Rico, te voy a regalar  un pasaje en TicaBus para que regreses a tu país. Está completo saliendo desde San Salvador hasta Panamá. Te bajas del bus y te quedas en los  sitios que quieras.

De nuevo comprendía que la amabilidad tiene sus límites. Me llevó a la estación de Tica Bus, no sin antes  despedirme de toda la familia que se había reunido en la casa y estaban sentados en el anden que rodea la vivienda. Me di cuenta  que eran bastantes. Unos cuatro o cinco pequeñitos hijos de algunas de las hermanas, la mamá o la abuela, y tres o cuatro mujeres jóvenes con quienes no tuve la ocasión de conversar en las noches cuando llegábamos de regreso a la casa .  Antes de la cinco de la mañana estaba en la estación central de Tica Bus de donde salí hacia Managua, capital de la republica de Nicaragua en un viaje aproximado  de doce horas  siguiendo la carretera panamericana.

Un bus que partió completamente lleno de pasajeros locales Salvadoreños y algunos extranjeros que se iban bajando en la medida en que recorríamos la carretera  siempre hacia el sur con paradas ocasionales para desayunar o almorzar en algún sitio con un descanso de 30 minutos y con un calor ardiente en el exterior del bus. Las temperaturas normales despues de las primeras horas de la mañana aumentan por encima de los 30 grados Celsius. Fincas grande y pequeñas sembradas de café y arboles frutales era una vista permanente en el recorrido por la vía panamericana. La presencia de varios volcanes había producido una tierra mejorada con lava volcánica excelente para el cultivo del café considerado como uno de los mejores del mundo. La vida en estos países centroamericanos estaba dispersa en las zonas rurales con un manejo muy personalizado de la seguridad demostrada públicamente con el porte legal de armas: “un revolver al cinto” era una vista normal entre los hombres en   los restaurantes, y lugares donde paraba el bus.  

Llegamos a la ciudad de Managua sin contratiempo.  Me hospedé por una noche en un hotelito que me indicó el  chofer. Al día siguiente realicé unas caminatas por las cercanías del lago y por la zona céntrica. Un anden largo frente a un gran lago con nombre difícil de  recordar Xolotlan, agua por todas partes, calle arriba y calle abajo. Ciudad bonita con una plaza grande de la Revolución, la Catedral,  visita rápida al museo nacional y  al palacio de la cultura   Al final de la tarde  a la central de Tica Bus para asegurar un cupo en la salida del bus para el día siguiente y continuar el viaje  hacia Costa Rica.

Viajamos todo el día con un grupo nuevo de pasajeros  elturistas que tenían las misma intenciones de llegar hasta Panamá. Desayunamos en alguna parte, un almuerzo  en cualquier lugar hasta llegar al sitio fronterizo de Peñas Blancas en las proximidades de la península de Guanacaste en Costa Rica.

Los guardas fronterizos nos hicieron algunas preguntas sobre los motivos de la visita sin muchas complicaciones y de paso rápido para la mayoría de los pasajeros. Me hicieron bajar del bus para  mostrar el contenido de mi maleta. Un poco complicado lograr que entendieran que llevaba un regalo que había comprado en Indianápolis  para mis  hermanas: dos abrelatas  eléctricos. No podían creerlo, pero esa era la verdad. Miraron los motorcitos atractivos, un poco pesados, que eran lo máximo que había salido en el  mercado americano en utensilios para la cocina. Me los entregaron,  se rieron mirándose entre sí, y me dejaron  pasar.

Los ticos (costarricenses) en su mayoría cari colorados muy atentos  se sentían felices de recibir visitantes. Esta vez el bus estaba ocupado en su mayoría con  turistas jóvenes  de origen americano que seguían  la ruta hacia el sur. En  horas de la tarde llegamos a la ciudad de San José. El chofer me señaló algunos sitios de visita interesantes en el centro de la ciudad y un hotel barato en las proximidades de la estación.  Salí a recorrer la plaza central. Visité la  catedral, el reconocido Teatro Nacional, el nombrado “hotel San José de Costa Rica” con una hermosa antesala,   la Plaza de la Cultura, y el museo del oro con entrada gratis. Pasé por el hospital San Juan de Dios, punto de referencia del centro de San José ,  y visité las ventas de pejibayes (chontaduros), de frutas como bananos, aguacates, y las famosas fritangas populares, y almorzar con el famoso “gallo pinto” de arroz con frijoles negros que era también el plato nacional en Nicaragua.  Como siempre caminé calle arriba y calle abajo hasta terminar el día agotado en el hotel.

A las cinco de la mañana estaba en la estación de Tica Bus con cupo totalmente lleno de turistas. Por coincidencia me tocó viajar con el mismo chofer de Nicaragua lo cual fue muy grato por el buen saludo y los ánimos que me dio para continuar.

El recorrido por una carretera difícil, medio destapada, subiendo hacia el “Cerro de la muerte” conocido así por las personas que murieron en otros tiempos, debido a las bajas  temperaturas cuando se cruza el territorio a pie. Paramos en un lugar agradable a tomar un delicioso café caliente gratuito que se podía acompañar con pan recién salido del horno. Un frío profundo que se metía por entre las piernas y subía hasta el pelo  nos obligó a abandonar el lugar.  Después de varias horas de un viaje duro por carretera agreste llegamos a la frontera con Panamá, a Paso Canoas. En cuestión de minutos  estábamos al otro lado en nuestro camino hacia ciudad David y rumbo a la capital de Panamá.

Tal como me indicó el chofer, me bajé en el “Hotel Central” para tomar una habitación de bajo costo en el centro de la ciudad.  Llamé por teléfono a mi hermana Libia en Colombia para que me enviara un tiquete en avión para viajar de Panamá a Cali el sábado 25 de marzo de 1967.  Aproveché que tenía un par de días  antes del viaje para turistear  por el centro de la ciudad y visitar uno  de los sitios emblemáticos de este país: el “Puente de las Américas” inaugurado en 1962 de gran importancia por  unir las dos américas  y monumental para la época. En las horas de la noche asistí a una reunión a la que me invitó el chofer del bus. Siguiendo varias indicaciones de personas que pasaban por mi lado pude dar con la dirección. La reunión era de amigos, animada con música alegre y acompañada con una bebida alicorada inquietante medio peligrosa llamada “Pipo” preparada con una combinación de jugo de manzana, frutas frescas aromatizadas y una mezcla con  alcohol antiséptico,  que venden en las droguerías, mas  otros posibles ingredientes que nadie sabía. Con un poco de temor, pero con ganas de vivir el momento, aguanté  dos horas sin consumir la bebida.  La curiosidad me tentó y probé una sola vez. El sabor era extraño, toxico por el   alcohol, pero matizado por el sabor de las frutas.  Sabía que el uso y el abuso del “pipo” en estas poblaciones marginales  costeras aumentaba la presencia de personas con problemas visuales y  ceguera. Los asistentes en su mayoría choferes de bus querían saber sobre mi ocupación de sociólogo viajero. Pocas palabras en medio de la fiesta, como vive la gente, su trabajo, las relaciones familiares, y las manifestaciones de amistad como   invitar a un colombiano para celebrar la vida en estas reuniones.    Agradecí las atenciones y con mucho pesar les indiqué que tenía un vuelo muy temprano para Colombia.

Agotado de los recorridos y visitas que realicé durante todo el día, me acosté y dormí profundo. A las 10 de la mañana del sábado salí en un vuelo Panamá Cali. En el avión me encontré con un amigo Neozelandés  que  había conocido  en el bus entre San José y Panamá.  Era ingeniero y trabajaba en una plataforma marina para la explotación de petróleo en Canadá. Contaba con un tiempo de trabajo de nueve meses en el año y los otros tres meses eran de vacaciones. Joven soltero  de unos 25 años, medio calvo para su edad, descolorido y blanco, poca barba y estatura mediana.  Su intención era llegar por  vía terrestre hasta Buenos Aires, Argentina. Le ofrecí quedarnos en casa de mi hermana en Cali y llevarlo  a la estación del ferrocarril . Como no hablaba español le señalé con claridad  en un papel  la ruta despues de llegar  a Popayán. Preguntar por la estación de buses para Pasto, luego Tulcán y llegar a la frontera con Quito. Con claridad le expliqué:

-Al sur siempre al sur, despues de Popayán por vía terrestre hacia la ciudad de Quito en Ecuador. Siguiendo la vía panamericana algún día llegarás a Buenos Aires en Argentina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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