Estuve presente en su
desembarco, eran buses Mercedes, azules, amplios ¡con aire acondicionado! Qué
maravilla, qué envidia sentía por esos jóvenes que los habrían de utilizar. Pensaba
que sentados cómodamente podrían ensayar a enamorar las niñas más bellas. La
ciudad había construido rutas especiales para que la movilización fuese más
rápida, con estaciones con puertas de cristal transparente. Era como estar en
Europa, hasta habría bautizo público con curas, bandas y alcaldes. Con los
amigos pensábamos ¡estamos progresando! Fue antecitos de que llegara la peste.
Y se disfrutó de ellos por un año hasta cuando el gobierno aumentó los
impuestos, incluyendo los productos de la canasta familiar. ¡Y explotó la
ciudad!
Me monté en uno de ellos
para no sacar mi carro, y por la autopista llegamos al Brazo Alzado, una
intersección cerca de uno de los barrios más empobrecidos. Me di cuenta súbitamente
que el bus era objeto de la ira de los nadies… y nos empezaron a caer piedras. Las
ventanas se rompían una tras otra y tuvimos que resguardarnos debajo de los
asientos para evitar ser golpeados. A los nadies no les importan ni los niños,
ni los ancianos, ni los mayores como yo, que ya se nos empieza a notar en la
lentitud del caminar, el peso de los años.
Y uno de ellos gritó:
!!!quemémoslo!!!
Dios mío, pensé, ¿qué se
hace en estos casos? Es terrible no saber cuándo y dónde caerá el primer coctel
molotov: ¡botella de refresco, gasolina en su interior y una mecha encendida!
El conductor al darse cuenta de que nos iban a incendiar abrió las puertas y
gritó, ¡quémenlo, pero déjenme bajar los pasajeros!
Bájense hijueputas…
Después supe que se autodenominaban la primera y que durante los dos meses que
duró el paro de la ciudad y del país, los nadies decidieron construir una
escultura que mostrara la fuerza de su movimiento: El brazo alzado con su mano
empuñada…
Bajando la escalerilla le
vi los ojos y lo reconocí, aunque estuviera vestido con harapos, raro en él
siempre tan puesto, pasamontañas y una navaja de esas automáticas… fue un
momento de terror. ¿Se acordará este hijueputa que siempre lo aprecié, que su
trabajo era respetado por todos, que era un disfrute el tiempo que pasamos
juntos por lo divertido de sus anécdotas, por sus inesperadas soluciones a las increíbles
demoras de la burocracia? Sus ojos eran otros. Cuando pasé a su lado sentí la
punta del cuchillo en un costado y supe que ya no era mi amigo, que estaba
dudando si empujarlo o dejarme pasar… Me dio la espalda y le gritó a la turba ¡a
quemarlo!
Cuando el bus comenzó a
quemarse, craqueaba y amenazaba con la explosión de sus tanques de gas. Y en
medio de la trifulca de muchachos encapuchados, comencé a retirarme con mi
corazón en la mano. Me defendí, qué pena decirlo, acompañando a una señora de
edad, con sus dos niños. Había que irse de allí a cualquier costo.
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