Carlos Mira
Miré hacia arriba y vi la luz. Hacia el frente sólo vi los peldaños, luego miré hacia abajo, y vi la oscuridad. Siempre desde pequeño tuve la angustia de perderme y caí en la cuenta de que desde donde estaba podía ir a cualquier parte. Entonces las pesadillas de niño volvieron a aparecer, ¿qué tal que ya hubiera llegado sin saberlo a las puertas del laberinto o peor, que ya estuviera en él? Del que no se puede salir, el que construyeron para que las fieras mitológicas que todavía no existen, mezclas de dragón y minotauro, quedaran por siempre encerradas y pudiéramos entonces sobrevivir.
A cada
paso algo terrible ocurría, la sensación de que la escalera tuviera vida, al ir
hacia la luz comenzaba a ascender, pero queriendo asegurar mis pasos, de vez en
cuando miraba hacia ellos y súbitamente la escalera comenzaba a descender hacia
la oscuridad. Mi temor para caer me dominó y no pude hacer cosa distinta que
bajar. Recordé con pavor las palabras de Dante “¡Oh, vosotros los que entráis,
abandonad toda esperanza!” ¡Estaba entonces
en el laberinto y allí me quedaría por el resto de mis días!
Era
húmedo, con el olor característico que tienen los cadáveres cuando se destapa
la caja en esos ritos inexplicables de su exhumación, como a tierra negra
recién descubierta que anuncia fertilidad y la posibilidad de una nueva vida.
Al caminar descalzo sentía algo hueco y dudaba si era el sonido de madera a
punto de romperse, por lo que me moví cada vez más lento y tembloroso. Mis ojos
comienzan a amar la oscuridad a pesar de que de la luz ya no queda más que un pequeño
punto en lo alto del recinto, desdoblándose sobre los escalones que siento
inalcanzables. Veo unos estantes cuyo polvo azulado es sacudido por el paso
rápido de ratas con ojos que resplandecen siniestramente, como monstruos
nocturnos que brillan de manera singular, al coincidir con la luz que pasa por
segundos a través de sus ojos negros, llenos de venas rojizas y delgadas, alumbrando
por instantes unos colmillos diminutos…
Paralizado, siento la humedad en la
planta de mis pies subir por mis piernas, con la sensación helada que sólo se
siente cuando aparece la desesperanza y se pierde la fe. ¿Qué hago Dios mío? Si
me muevo en cualquier dirección, ¿entro? Y si se cumple la maldición… Extendí
las manos más allá de los anaqueles, tratando de acercarlas a la pared
imaginaria del laberinto. El rocío de una enredadera diminuta y espinosa me obliga
a llevar la mano a la boca, para chupar la herida. Comencé a sentir el
sarpullido. Tengo que salir de aquí.
Con el
movimiento reflejo de mis oraciones infantiles, miré hacia arriba y vi
claramente la escalera. El rechinar de las ratas cerca de mis pies, me obligó
otra vez a mirar hacia ellas…y al verlas y oírlas entendí que mirando hacia
abajo no había más que espanto y si lo hacía, al contrario, abrazaba el
paraíso.
Di un
brinco olvidando los dientes y los ojos de esas miniaturas del horror que se
estaban aproximando, y con mi corazón a reventar comencé el ascenso, y oh qué
alegría, era la condición. Mi piel sintió de inmediato el calor, la vida, que
lentamente se extiende a lo largo de la piel, hacia los huesos.
Los
estantes oscuros se transformaron en los anaqueles de comino crespo de la
biblioteca de mi padre quien me recibió, fuerte y en paz, con el aroma del
coñac esparciéndose por el lugar sagrado para él y todos nosotros, recostado en
su sofá de cuero, escuchando a Schubert en su impromptu cuatro, que nos había
enseñado a amar.
excelente
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