Recibí los resultados médicos: artrosis
de rodilla. Con la noticia culminaban las idas al gimnasio, trotar, alzar y manipular cualquier tipo de máquina.
Tenía cuarenta y cinco años, la vida me daba un duro golpe. La velocidad desenfrenada
con el ejercicio físico desde los quince se detuvo de golpe.
La presión social la empecé a sentir
justo antes de usar el vestido rosa.
Alexandra Correa
Pienso que mis padres ejercieron mucha
presión, no les agradaba tener una niña gordita. Un día mi mamá pegó una foto
en la nevera tomada en la playa con bikini, sobresalían algunos kilos. En las
tardes iba por algo de merendar, allí estaba la foto pegada en la puerta del
refrigerador. Cuando salíamos de compras, nada me quedaba bien, tocaba ir a la
sección de niños, era notoria la preocupación por mi figura.
Quería impresionar, vivía comparándome
con mis amigas, jamás vi algo bonito en mi, las otras niñas me generaban
angustia y envidia.
A medida que fui creciendo el ahorro en
loncheras servía para conseguir laxantes, me encerraba en el baño por mucho
tiempo. Mamá tomó conciencia de las circunstancias y no dejaba de tocar a mi
puerta para preguntarme si todo estaba bien.
A donde quiera que iba me perseguía el
prototipo de mujer ideal de las novelas de televisión, propagandas, revistas y gimnasio.
Mis amigas giraban en el mismo entorno, revisábamos la cantidad de calorías que
tenía el producto y sus compuestos, todo lo que se ingería lo pesábamos. Llevábamos
registros, datos y cálculos. Nos dábamos látigo toda la semana y los fines,
parecíamos caballos desbocados comiendo desenfrenadamente para luego vomitarlo.
Me casé, vinieron los hijos y con
ellos los altibajos en el peso. A los meses de dar a luz del segundo parto,
decidí hacerme la liposucción. No quería que nada me sobrara. Quedé con un
cuerpo escultural. Con los meses surgió un sentimiento de desespero, de volver
a comer ilimitadamente. La inconformidad vivía conmigo. Nada bastaba: la lipo,
los senos, los labios, y con los años el botox. Después de vivir la presión de mis
padres por tener una hija “normal” llegó la presión de las redes sociales en
donde todo parecía que era perfecto en la vida de los demás. Caí en la
dependencia a tener una imagen impactante
para mi círculo social y para mi esposo en particular, todo lo nuevo que
impusiera la moda lo adoptaba. No quería que se fijará en otras mujeres. La
belleza natural se me transformó en la belleza que asusta. Mi cara se tornó
inexpresiva y abultada.
El abdomen descolgado después de dos
cesáreas era un gordo aborrecido, que por más abdominales que hacía no lograba
eliminarlo. Cuando me bañaba y lo tocaba deseaba ir a la cocina por un cuchillo
para cortarlo. Lo odiaba.
Mi esposo y yo nos separamos, nuestra
relación se había tornado cada vez más distante. La ansiedad por convertirme en
otra mujer nos alejó. De la mujer con la cual se había casado ya no quedaba
nada, me había convertido en otra.
De nada valió los esfuerzos por
mantenerme como una quinceañera. Lo invertido se fue al traste, el tiempo y el
dinero.
A veces pienso que los hombres se
quieren más a si mismos, porque las mujeres nos hemos convertido en rivales que
revisamos quien es mejor, criticamos, juzgamos aún sabiendo que tenemos mamás,
tías, primas e hijas.
Por más que lo intento es inevitable
el paso de los años, las arrugas y canas seguirán saliendo y ahora sin poder
hacer ejercicio no podré conservar la figura
de años pasados. Me pregunto si no hubiera sido mejor que me operaran de
la mente y la conciencia para darme el valor que me merecía.
La vida se fue esfumando tratando de
llenar expectativas y anhelando la aprobación de los demás. El gordito fue lo
único que nunca me quité, lo comencé a amar, recordando que traje al mundo a
dos seres excepcionales. De nada sirvió lo removido, implantando e inyectado. Debí
alimentar primero la mente y el espíritu de lo verdaderamente llenador y
enriquecedor: El amor propio.
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