Siempre despierto con el trino alegre de los pájaros, me levanto, bostezo y estiro los brazos para comprobar que estoy vivo, reviso que mis viejos dolores estén en el sitio de costumbre y doy la bienvenida a nuevas dolencias con un ¡ay, ahora sí me acabé de joder! Enfrentarme al espejo es un ejercicio rutinario, cuando joven fue mi confidente y amigo, pero un día el espejo me señaló, con irónica crueldad, que empezaba a pintar algunas canas y que mi rostro adquiría carácter de señor mayor. En otras palabras: me llevó el diablo y me dejó caer.
Eduardo Toro
Después de tan dramático episodio, mi sólida amistad con el espejo,
no volvió a ser cordial. Hoy me miro en el espejo con algo de rabia y lo culpo
de todas mis desgracias representadas en la cabeza blanca, el rostro surcado de
arrugas, los parpados caídos y muchas otras cosas que no se reflejan en el
espejo, porque no es de cuerpo entero. Un día, en un ataque de impotencia,
amenacé al espejo diciendo: Agradece gran pendejo que estás empotrado en la
pared, de lo contrario te mandaría para el carajo.
Un día de reflexiones me sinceré ante el espejo y reconocí
mis arrugas y mis canas, no como huellas de envejecimiento, sino como señales
de haber vivido la vida con honestidad, con emociones y en plena libertad; en cada
surco, en cada pliegue encontré un sendero que me condujo a un recuerdo. Volví
a reír a carcajadas y volví a llorar recorriendo las marcas que dejaron las ausencias
de mis seres queridos. Entonces son mis arrugas y mis canas, porque me han
costado mi tiempo, mis dolores, mis penas y mis alegrías. Por tanto, las
declaro mías y me pertenecen solo a mí; el espejo también me pertenece y empotrado
a la pared se queda. ¿Para qué quiero un espejo que me engañe?
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