El olor a brisa salobre desde el aterrizaje, la sinfonía de colores del mar y el calor sofocante me confirman que llegué a San Andrés.
Inicio mi recorrido bajo un sol que no solo me broncea sino que también me fatiga a pesar de la brisa fresca de la mañana. Con asombro veo que las basuras ya no caben en unas canecas gigantes que rebosan por la ausencia de un camión que las desocupe con frecuencia. Las calles y los patios de algunas casas son ahora un cementerio de electrodomésticos que tampoco recogen y mucho menos lustran la visual de la Isla.
También pude observar uniformidad en la mercancía de los almacenes
distribuidos por el centro: dulces, licores, adornos, ropa, perfumes. Me da la
impresión que los comerciantes de la Isla no quisieran arriesgar su capital al
invertir en una economía frágil y golpeada por la pandemia, luego por el
huracán Iota, sumado a la cancelación de los vuelos de bajo costo que han
disminuido considerablemente el turismo, principal fuente de empleo para los
residentes. Una isla de tan solo veinte y seis kilómetros cuadrados y con la
problemática de las grandes ciudades: pobreza, sobrepoblación, trata de
personas, violencia, narcotráfico, falta de oportunidades y de empleo.
La generación de los
adultos jóvenes está abriéndose camino en la isla de siempre con los problemas
de siempre que han empeorado con los años.
San Luis sigue siendo luminoso, colorido y esbelto, pero no
escapa de los mismos problemas, con playas devoradas por el mar, cuya presencia
habita en la memoria de quienes hemos ido por años a visitar la isla de
nuestros recuerdos, construida en la memoria de los afectos.
Uno de los lugares más hermosos inician en la gran curvatura
que demarca el espacio donde se confunde el cielo de color azul intenso con un
sol radiante
y la línea de coral mezclada con la
arena blanca. Escucho el freno de las olas rompiendo contra la barrera de
coral, deteniendo la fuerza que trae el mar en su largo recorrido. De esta
manera, las olas rotas y espumosas mueren en
la orilla de arena blanca que no deja ver mis pies ocultos,
convirtiéndose en piscinas tibias,
cristalinas y poco profundas, tan extensas como su amplia curvatura. Hogar de
diminutos peces amarillos, rayados, transparentes, azules, piedras multicolores,
cangrejos al igual que erizos visibles en la barrera de coral que lastima mis
pies. Hay múltiples trozos de coral a causa de los huracanes, la furia del mar
y la fuerza innegable del tiempo. Extasiada, en silencio me acompaña una
cerveza y un libro. Huele a sal y brisa que juegan con mi cabello y mi blusa,
con un mar tibio de múltiples tonalidades. Afirmo con certeza que perduraré en paz hacia la eternidad cuando
sea el momento.
Estos escasos veinte y seis kilómetros nos quedaron grande a
los más de cincuenta y seis mil habitantes. La desidia de algunos de sus habitantes y sus gobernantes se han rifado el archipiélago y sus colores.
Pareciera que a muchos les duele quizás se han acostumbrado a los mismos problemas
sin solución como si fueran parte del paisaje: dificultades en el suministro de
agua, energía, alcantarillado y una marcada inseguridad.
Rescato la vía de la
vuelta a la isla en buen estado, con lugares para divisar el mar y muchos
letreros de “I love San Andrés”, donde lo que muestran no corresponde a lo que
debería ser el fruto del amor por un lugar tan bello al que efectivamente amamos
muchos y abandonaron otros. Un lugar donde hemos convivido siempre blancos,
afros, turcos, gente del interior y ahora con más fuerza los ”pañas”, nativos
tan absurdos como el abandono de tantos años.
Regreso de mi isla enamorada y sorprendida de su magia y paleta de colores. No pierdo la
esperanza que existan muchos más que se deleiten dibujándola con las manos y la
piel desnuda de intereses mezquinos. También estoy decepcionada, con gran nostalgia y añoranza por el San Andrés,
en donde crecí con una inmensa riqueza en contrastes y cultura. El caballito de
mar que tengo guardado en mi memoria cabalga en los rincones de mi alma
envuelto en el amor que le profeso.
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