Jesús Rico
Velasco
La historia se
mueve en planos reales de eventos que fueron relatados por personas de la
familia, y algunos recuerdos de mis primeros
años de infancia. Desde niño me distinguí
por tener una extraña capacidad para recordar
eventos con precisión. Los nombres y lugares emergen con formidable facilidad de mi mente cuando escribo. Me propongo mirar el pasado a mis 82 años, a la
misma edad de mi abuelo Manuel Salvador, quiero traerlo
a la vida y sacarlo de su encierro para mostrar su recuerdo.
Los viejos con
edad por encima de los 80 años tienden a
ser invisibles en el hogar en donde
habitan. Despiertan temprano antes de que aparezca el sol, se levantan con todos sus achaques para empezar
el día, se tocan, respiran y dan gracias
a Dios por seguir con vida. Entre
personas de edad avanzada, enfermedades como el Alzheimer y Parkinson
son muy frecuentes.
El Alzheimer, se
asocia con la demencia. Se caracteriza
por cambios en la conducta y personalidad,
dificultades para recordar, produciendo confusión y angustia en los personas que la
padecen. Su presencia esta asociada, en muchas ocasiones, con la soledad que
sufren en la vida. El Parkinson, afecta los
movimientos en algunos lugares corporales, limita sensiblemente la movilidad,
e incrementa los estados de confusión en el desplazamiento.
En el pasado
estas enfermedades eran desconocidas. Se consideraban como estados de locura,
disociación o pérdida de la razón y desconocimiento formal de lo que ocurría en la realidad. Pienso que mi abuelo estaba en un estado de
trastorno cerebral avanzado de Alzhéimer
que lo limitaba para cumplir con las tareas más sencillas del acontecer diario como bañarse, acomodarse un poco
la ropa, y arreglarse para funcionar
en la vida normal.
Su historia
comienza cuando mi papá compra la finca La Ferreira en el municipio de Timba
ayudado de los buenos consejos de algunos amigos que trabajaban con él en la explotación de las minas de Carbón en los cerros de Cali. En una
de sus andanzas en el pueblo de Timba, mi papá conoció una bonita
india pastusa llamada Tulia de una familia del pueblo. Con el tiempo quedó embarazada y nació mi hermana Blanca
Irma. Las cosas se juntan de tal manera que Tulia con su niñita, ya casi
caminando, terminó viviendo en la casa de la finca con los familiares de mi papá.
A mis seis años conocí
su familia procedente de Titiribí
Antioquia. El abuelo, Manuel Salvador,
un viejito arrugado y silencioso, mi
abuela María del Carmen Villa, una mujer tranquila de unos 65 años, la tía Asunción
de unos 40 años, mujer fuerte y recia, esposa de Manuel, mi tío, de unos 55 años, decidido y sagaz. Asunción
junto con Tulia manejaban la casa para que todo ocurriera. Hacían arepas de maíz blanco, café negro y chocolate con leche al desayuno, algunas veces huevos
con “paisaje” al estilo paisa, con tomate maduro y cebolla larga. Los Inevitables frijoles rojos al almuerzo con arroz, un pedazo de carne, pollo o cerdo, o el
sancocho o una sopa rendidora para
calmar los apetitos de tantos comensales. La cocina de carbón mineral siempre estaba encendida con un
rescoldo que se soplaba al momento de cocinar.
Mi abuelito dormía en una habitación compartida
con el lugar en donde se guardaban
los aperos tirados en un rincón. Durante mis juegos con mi hermana Blanca, lo
miraba de reojo cuando Asunción lo sacaba del cuartico para bañarlo y recibir el sol. Lo dejaba a la sombra de un árbol en la parte de atrás
del solar cerca de la cocina. Lejos de las miradas adultas
y con curiosidad me acercaba, le echaba un vistazo a sus ojos lagrimosos de mirar profundo, perdidos en la oscuridad
y los movimientos acompasados de su mandíbula abriéndose y cerrándose. Trataba de escuchar, pero no le salían palabras de su boca. Parecía vivir con la
soledad de su alma y algo, como un fantasma,
se le comía la mente y la memoria.
La pandilla de
primos , comandada por Blanca comprendía a lo hijos de Asunción y mi tío Manuel: Mario, el mayor de la misma edad de Blanca; Beto con algunas dificultades al caminar por sus pies un poquito torcidos de Chaplin o
cazcorvo , y una niñita chiquitica, chillona,
no recuerdo su nombre, se la pasaba berreando todo el tiempo por los corredores,
la mayor parte del tiempo con los
calzoncitos miados o cagados. Corríamos todo el tiempo y gritábamos mientras salíamos por los potreros hasta llegar
al río en donde muchas veces nos bañábamos
con corrientes peligrosas en especial del lado del barranco de la finca
vecina. No teníamos miedo, disfrutábamos
de todo sin control. Nadie se enteraba
de lo que hacíamos o en donde estábamos.
El abuelo cumpliría los 80 años en el mes de
agosto todos estaban muy contentos para festejarlo. La reunión se programó en la finca de la Ferreira.
El abuelo no sabia quién era, cómo se llamaba, quiénes
eran las personas que lo rodeaban, ni que estaba haciendo allí. Los invitados
no eran muchos, a sus años tenía uno o dos
amigos vivos, escasamente veían y escuchaban
los gritos de los demás. Eneas vivía al lado, en el cerco mas allá del primer potrero en donde se apartan las vacas y Jacobo en la casa del Cable al frente pasando una
carretera estrecha. El día estaba bonito, la mañana fresca y el camino seco pues hacia rato
que no llovía por los lados de Timba. El primero en llegar fue Eneas, Jacobo se
aventuró a llegar después del medio día. Manuel Salvador los recibió, sostenido por Asunción y mi tío, y
saludo con unas palabras que nadie
escuchó.
Se prepararon
algunas cosas ricas: tamales puestos en una batea grande bien
acomodados, empanadas calienticas con ají picante, unos
chicharrones paisas largos y otros pequeños crujientes, pedacitos de carne de
cerdo y chuleticas picadas hirviendo y agua
de panela con limón para beber sola o
con leche. El comedor se veía acogedor, adornado con flores y hojas verdes de
la finca. Comimos hasta llenar estómagos de muchachos y viejos, y hasta que fue llegando la noche y la hora de regresar a
sus casas. Esa fue la ultima vez que se
vieron .
El abuelo redujo su vida a la habitación. Una ventana daba hacia el jardín miraba de frente un árbol hermoso, un samán
aguerrido que devoraba el espacio con
sus ramas y daba sombra a los recién llegados que se sentaban en el pasto a
descansar . El abuelo miraba desde su
catre por la ventana todos los días lo que
sucedía: la actividad doméstica de Asunción, los pájaros
saltar y revolotear entre las ramas, las hojas
caer del árbol, el paso del viento en las tardes con su sonido agradable. Era su paisaje personal lento, tranquilo y placentero.
La abuela María del Carmen permanecía en una
silla mecedera en la sala o en el corredor que daba sobre la huerta y los
potreros que llevaban al río. Siempre rezando con una camándula en la mano, sólo se
detenía para preguntar: ¿Dónde está Manuel Salvador? . A lo que Asunción
respondía: “En su cuarto mirando por la
ventana”.
Mi tío Manuel era
una especie de mayordomo en ausencia de mi papá. Hombre tranquilo, de poco
hablar. Era boquinche las
palabras se le enredaban en la lengua
ocultaba su imperfección bajo un bigote grande disminuyendo su preocupación.
Experto en la seguridad que debían tener los socavones para la extracción del
carbón mineral. De los pocos que sabía
con precisión y sabiduría los
ángulos las dimensiones exactas de los tipos y cortes en la madera de soporte para evitar que se cayera
la mina. Sabía cómo construir los vagones para
el transporte del material
y el espacio entre los rieles para
empujar las galeras.
Ayudaba a mi papá en la preparación de iniciación
de una mina. Se la
pasó entre las minas de Cali y los cuidados de La Ferreira. Al final, con
el tiempo, se quedó viviendo en la casa de madera construida por
ellos en el cerro de las Tres Cruces.
El abuelo enfermó y lo encerraron en el cuartico. Muy
de vez en cuando lo sacaban al solar , para
limpiar y arreglar un poco su espacio. Permanecía mañanas largas en el sol por el olvido debajo
del árbol de Guamo. La abuela de vez en
cando gritaba:
« ¿Alguien le dio
agua al abuelo?. Tulia, Asunción…¿ Todavía está afuera el viejito debajo
del árbol?. Ya es hora de guardarlo, antes de que llegue la noche y pasen los vientos. »
El abuelo a duras penas tosía, estaba acalorado.
Le dieron unos mejorales , y lo encerraron
en su cuarto Su presencia de abuelo fue despareciendo hasta volverse invisible. Nadie se acordaba de él, no lo visitaban. Le dejaban la comida encima de una mesita en el cuarto. Poco a poco los niños nos fuimos
olvidando de su existencia y luego supe
que también los demás.
Pienso que el
abuelo vivía en su propio mundo, en una mente sin espacio, como un mar sin orillas. Sin pensar en nada en medio
de la soledad de la existencia. Un cuerpo lánguido, inmóvil, mudo, sin
sensaciones en su carne y en su piel. Con deseos probables de comer, o ganas de decir algo a alguien que no estaba.
Sentado en un taburete debajo de un palo de Guamo. Horas transcurridas en la oscuridad de la nada, existencia sin
sentido para nadie. Años encerrado en un cuarto con olor a cuero sudado, bañado
con la canal de guadua que le ponía mi
tía Asunción cuando
lo encontraba orinado y todo cagado. Los niños los recorríamos cuando pasábamos por
debajo del Guamo en nuestros juegos en el platanal, o entre los cafetales. Lo veíamos al regresar de
bañarnos en el rio, al brincar entre las piedras de una quebrada
cercana de capa rosa, de agua colorada
con olor profundo a orines que provenía de los socavones de las minas, y en donde los poma rosos nos deleitaban con esa
deliciosa fruta olorosa, suave y exquisita.
Un día Asunción entró al cuarto del abuelo y lo encontró vestido
de saco y pantalón negro, con camisa de cuello y corbata a medio anudar, pero no le paro bolas.
Con gracia, pensó que estaba un poco loquito y simplemente así como entró,
salió. Pasaron dos días, hasta que Asunción regresó y no pudo abrir la puerta. Estaba
cerrada por dentro. Tulia y Asunción
tuvieron que hacer mucha
fuerza para abrirla. Del espacio
oscuro salió un olor fétido, nauseabundo que repudiaba a las mujeres. Buscaron por todas partes al abuelo. Debajo
de la cama arrinconada contra la pared encontraron
su figura cadavérica amarillenta con la piel pegada a los huesos, vestida de negro. Gusanos y algunas ratas salían por las mangas
de los pantalones y del saco haciendo un ruidito espantoso de huida apresurada.
Tulia, Asunción y mi tío Manuel consiguieron una sábana
blanca, la pusieron al borde de la cama
sobre el suelo envolvieron el cuerpo como una momia y lo colocaron sobre la
cama. Nos sacaron a todos para que no viéramos el muerto en la oscuridad de la alcoba.
Le avisaron a mi papá que llegó de Cali con cura abordo para celebrar el acto
de enterramiento en el cementerio municipal de Timba. Ahora pienso que esas
personas invisibles en el hogar cuando se mueren son felices en el cementerio.
Mi papá traía
el ataúd en el volco de la camioneta para el entierro. Colocaron el cadáver del abuelo que yacía
como un tabaco blanco encima de la cama.
El sacerdote que acompañaba a mi papá no salía de su asombro al mirar la
macabra situación. Recomponiéndose un poco, sacó un misal de un maletín de
cuero, estremecido, miró para todas partes, y haciendo
la señal de la cruz, comenzó diciendo:
“Padre santo, Dios eterno y Todopoderoso, te pedimos por Manuel
Salvador que llamaste de este mundo .Dale la felicidad,
la luz y la paz. Que él, habiendo pasado por la muerte, participe con los
santos de la luz eterna, como le prometiste a Abraham y a su descendencia.
Que
su alma no sufra más, y te dignes a resucitarlo con los santos el día de la
resurrección y la recompensa.
Perdónale
sus pecados, para que alcance junto a ti la vida inmortal en el reino eterno.
Por
Jesucristo, Tu Hijo, en la unidad del Espíritu Santo. Amén.”
Gracias Jesús, este vivido relato del abuelo Manuel Salvador nos muestra la tristeza, abandono y olvidó de nuestros adultos mayores hace poco menos de 90 años atrás. Un hermoso hombre que en este siglo tendría vivencias más gratas y respetuosas.
ResponderEliminarUn abrazo de tu amiga Cristina de 72 años