Jesús Rico Velasco
Muchos años han pasado desde que compartí unas
cortas vacaciones con mis primos en la Hacienda Cañasgordas, antigua residencia
del Alférez Real.
Tres veranos consecutivos alegraron nuestras vidas
de adolescentes en una hermosa casona construida en el siglo XVII. Recuerdo un
fin de semana cuando visitaba a mis primos que vivían en el centro de la ciudad,
en una casa grande, a dos cuadras de la plaza de Caicedo, de la Catedral. Se le
ocurrió a mi primo preguntarme ¿Te gustaría pasar con nosotros unas cortas
vacaciones en la hacienda Cañasgordas? Por supuesto que sí, sería un placer compartir
unas vacaciones de verano en la Hacienda». Invitado y con el beneplácito de la
tía Griselda, él me miró con sorpresa y dijo: El próximo sábado a las siete de
la mañana debes estar aquí con una maleta pequeña con lo que necesites para el
viaje, sin olvidar el traje de baño, la pijama, unos bluyines, camisetas de
verano y buenas botas.
Me sentía cómodo porque conocía el rollo de
permanecer un tiempo por fuera, como me ocurrió temprano en el tiempo que pasé
con los maristas en Popayán, y otros veranos compartidos en fincas de Lomitas
y La Cumbre. La tía manejaba el día a día, desde la levantada
temprano, el arreglo de la cama, la recogida d bacinilla, la visita al ordeñadero
para compartir un vaso de leche recién ordeñada, y el desayuno, con pandebono caliente, café o chocolate en leche, huevos fritos o revueltos, y
de vez en cuando pan aliñado, hecho por la esposa del mayordomo.
Empezaban
las mañanas con una brisas suaves que llegaba de los Farallones
de Cali. Subía la temperatura
hacia el medio día en julio y agosto.
Muy libres recorríamos los anchos y largos
corredores de la casa en el primero y segundo
piso. Corríamos por el patio de fina grama al frente de la casona y a una distancia
corta de un vallado de piedra que bordea el cuadro central con el trapiche en
el rincón derecho. En la parte trasera un patio con arboles frondosos que le
dan frescura al interior hacia la cocina. Nos gustaba curiosear en el edificio lateral a medio piso,
entrar al oratorio que en la novela de
Eustaquio Palacios figura como la oficina o sitio de encuentro de Don
Manuel de Caicedo y Tenorio con sus asistentes y en especial con Daniel que era su
secretario privado.
Un día abrimos la puerta, ingresamos al santuario
que brillaba como el oro. Al final
del oratorio había una puerta ventana que daba hacia las
ruinas de la capilla cuyas huellas de trazado se dibujan todavía en el
piso mostrando el espacio que ocupaba en
los tiempos pasados en donde dice el Novelista tenia un espacio para ser
ocupado por mas de quinientas personas. Por detrás de la capilla queda el
antiguo cementerio en donde se alcanzan a divisar las huellas de tumbas pretéritas de esclavos enterrados en el
camposanto. Las tumbas están allí para escudriñar en la mente de unos curiosos y regresar en algunas noches para viajar al
pasado con la intención de ver a los muertos.
Montábamos a caballo cabalgando por lo potreros
cercanos a la casona. En días permitidos salíamos a camino largo en compañía de
vaquero curtido con machete al cinto y rejos de cuero para espantar el ganado
bravo que en ocasiones bajaba de la
loma. Julio era muy especial se encargaba de abrir y cerrar los broches de las
puertas que separaban los potreros. Nos
guiaba por los caminos que conducían
hasta la antigua casa de la Rivera en la hacienda de mi abuelo en las orillas
del río Pance. Con Julio y el mayordomo
de la Rivera nos arriesgábamos a
bañarnos en el caudaloso y pedregoso
rio en un charco junto a una enorme piedra que tranquilizaba la
corriente y extendía el rio para nadar.
En una noche oscura y con ganas de jugar nos metimos
otra vez en el oratorio abrimos la puerta ventana y empezamos
a mirar hacia el cementerio. La curiosidad nos despertó las
ganas de ver cosas en ese noche de una luminosidad sideral que paso por nuestras cabezas y nos hizo salir
corriendo hacia la puerta, subir despacio y evitar que los demás se
dieran cuenta para llegar a nuestra habitaciones. Buscamos a
Julio y le contamos de nuestras visiones nocturnas mirando el cementerio detrás de la antigua iglesia. Esa noche cálida de agosto habíamos visto unas
franjas luminosas moviéndose sobre algunas tumbas que nos habían asustado.
Julio se ría a carcajadas de nuestro cuento y nos dijo,
« No sean tan pendejos, esas son luciérnagas que en esta época se juntan para aparearse y
en conjunto parecen pequeñas nubes que iluminan el área de las tumbas y de
la antigua capilla. Pululan en las
cortezas de los grandes arboles que
se encuentran en el jardín ».
Griselda nos hacía rezar el rosario todos los días
antes de irse a dormir. Un día antes de la media noche llegaron unos ruidos
escabrosos del techo. Primero un golpe seco como si algo se quebrara encima de
nuestras cabezas. Quietos nos quedamos, jadeos y respiración agitada salían de nuestros pulmones. Queríamos gritar
y avisar a la tía que algo sonaba en el techo, pero el ruido calmó y no dijimos
nada. Días despues terminamos el rezo acostumbrado y nos fuimos a dormir.
Tarde en la noche ruidos en el techo nos
despertaron y nos quedamos inmóviles, algo
estaba pasando. En la mañana le contamos a la tía de los ruidos que estaban
saliendo del techo en las noches sin saber lo que ocurría. Despues del desayuno
la tía le preguntó al mayordomo,
«Don Pedro, los muchachos dicen que han escuchado
ruidos en el techo de la alcoba en donde
ellos duermen. Es la ultima del corredor
precisamente en el ala derecha de donde queda la cocina ».
«Bueno doña Griselda, mas tardecito me subo al árbol
al lado de la cocina y me trepo por las
ramas para saber que esta pasando».
Los dos dormitábamos en el cuarto pequeño del fondo del corredor en
donde en la novela dormía Doña Inés de Lara y soñaba con el espíritu de Daniel.
La historia la conocíamos por referencia a algunas clases en el colegio pero
no la sabíamos con amplitud.
Don Pedro se subió como pudo llegó al techo con cuidado sobre las
tejas de barro para avisar con alegría el descubrimiento de una madriguera de Zarigüeya con dos pequeñas crías. Hasta allí
llegaron nuestros miedos, los sustos que
producen los pensamientos del mas allá, los fantasmas en la oscuridad de la
noche, y una orinada en la cama.
Los veranos fueron calientes, alegres y divertidos
compartiendo la vida en familia en uno
de los lugares emblemáticos de la ciudad. La tía nos recordaba la importancia
de leer la novela del Alferez Real . La
verdad estábamos en una primera infancia cuando
nos importaba poco lo que había sucedido en la hacienda. Será que
existen elementos sobrenaturales que puedan señalarse para descubrir la
existencia de algún fantasma en la hacienda? El amor entre Daniel y Doña Inés
de Lara tiene elementos de dolor y de tristeza enfrentadas por las dolencias
que los acosaron a ambos, por el
destierro provocado desafiando el
orgullo, la propuesta de un amor demandante para satisfacer los egos de un adinerado
queriendo comprar la existencia.
Un final feliz de una pareja de enamorados
juntando sus almas para entregar la vida. Ese espíritu que Daniel respira desde
su alcoba en el primer piso le llega al balcón de la alcoba de la enamorada. Dicen
que en el rincón del largo y ancho corredor
en el segundo piso en donde se
encuentra la alcoba de Inés en las noches oscuras de los meses de invierno la figura de
un hombre aparece como un fantasma en la oscuridad.
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