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martes, 8 de mayo de 2018

El bailarín



María del Socorro Rivera
Han pasado tres años desde el primer miércoles que me acomodé en el diván de la psicóloga desde donde veía  todo el tiempo, la figura de John Lenon, formada por una humedad del techo. Podría decir que  participó de mi proceso de saber quién realmente soy y he querido ser. Se siente olor a biblioteca vieja, libros antiguos orgullo de su dueña, el tapete es el mismo desde que estoy viniendo, estilo persa, con grabados de flores y hojas exóticas, siempre limpio e impecable, hasta siento que podría acostarme en el a recibir mi terapia.

        


      Hoy, como siempre, llegué justo a tiempo, me tendí suavemente y comencé a rememorar, entonces llegó la lucidez a mi vida, de un salto la cogí por los brazos y le dije con un gesto de júbilo, desconocido para ella: EL BAILE, esa es la solución. Le conté que la noche anterior había estado viendo en un canal de televisión un concurso de baile en Las Vegas, que me llenó de alegría y deseos de bailar, imité algunos pasos y sentí un gozo ajeno.
     Era la solución. Ella estuvo de acuerdo, y le pareció maravilloso mi interés en algo diferente a estar siempre triste. Acordamos buscar un lugar donde tomar clases de baile. ¿Cuál ritmo sería el más adecuado?
     Empecé mi peregrinación por todas las academias de sur a norte, caras, baratas, más baratas, conocí a muchos bailarines, hasta que  me abandoné en brazos de los bailarines con la confianza y el anhelo de encontrar mi ritmo. Bailaba, ensayaba nuevas danzas, conocía más y más gente, pero mi ritmo no llegaba.
Llego la navidad con sus celebraciones, me llegó entonces la invitación a una academia que no conocía: El abrazo.  Se iba a celebrar una milonga ese domingo, y me invitaban de manera muy especial. El evento estaba reservado solo para los mejores bailarines, habían oído de mi gusto por la música argentina, y sin pensarlo dos veces hice planes para ir.
      Organice mi vestuario con el cuidado de una novia, aretes, zapatos, peinado, todo perfectamente escogido.
      Era las tres de la tarde de un domingo lleno de sol, la luz entraba por los grandes ventanales del salón de baile, haciendo que el piso de madera muy pulida, brillara como si fuese de oro. Las mesas y las sillas dispuestas al final del salón acogían a los grandes bailarines de la ciudad. Recorrí la distancia que me separaba de las sillas, esperando encontrar algún conocido; al final  estaba el…. todo de blanco vestido, lo único de color diferente era su cabellera rizada que le llegaba a los hombros y brillaba. Con un gesto caballeroso me indico un lugar para sentarme a su lado. Bailamos todas las piezas, acompasados, como si toda la vida hubiera sido nuestro fin. Las horas fueron segundos, por fin encontré mi ritmo, mi baile; quise decirle lo feliz que me sentía, la hermosa sensación de paz que al bailar con él llegaba a mí. Pero no lo hice, me pareció que podía pensar que estaba totalmente loca, lo que no se alejaba de la realidad. Sentía las miradas de todas de las bailarinas, el eterno análisis femenino: Mi vestido, mis cabellos, mis zapatos, todos fueron temas de crítica y aprobación.
    Cerca del final de la noche, apareció ella, de negro de pies a cabeza, su boca pintada de rojo pasión, con su andar elegante, y la mueca de su sonrisa. Tomó su tiempo para escuchar los comentarios sobre mi baile con el que creía era suyo, indagó por  mi presencia. Saludó a cada uno de los invitados en sus mesas cual dueña y señora del lugar, del mundo y de todos; alargaba su brazo y los hombres besaban su mano; un corrillo de sus seguidoras la acompañaba en su ritual de reina y se derretían en alabanzas por su presencia y su vestimenta. Cuando estuvo frente a nosotros, saludó a mis compañeros de mesa, su mirada me atravesó haciéndome transparente e invisible, abrazó y besó al bailarín, y lo condujo a la pista de baile, se fundieron en un abrazo de tangueros.  Le hablaba al oído y me miraba con celos. No necesite escuchar los reproches y reclamos que le hacía, sus gestos lo decían todo, él callaba y de soslayo me miraba, con un gesto de disculpa y de temor.
     De pronto ella deshizo el abrazo y se escuchó un disparo, y el bailarín cayo.
   Silencio profundo, solo mi tristeza nuevamente,  fin de mi terapia.

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