Jorge
Enrique Villegas
Ella salía del supermercado luego de comprar un bocadillo. Observó
cómo rodaban las naranjas hasta la carretera y vio que venía un auto azul.
Escuchó el sonido de las naranjas al ser aplastadas. La cara y la ropa le
quedaron salpicadas. Sacó del bolso un pañuelo, se limpió la cara y decidió
regresar a casa para cambiarse la blusa.
Los gemelos iban para la escuela jugando con los bates nuevos.
Miraron cómo se fragmentaba el parabrisas trasero del auto Impala que pasaba
por la vía. Observaron las naranjas reventadas y el rostro sorprendido de la
maestra. Corrieron para ayudarla. También lo hizo uno de los empleados al notar
que la canasta en la que exhibían las naranjas había caído.
–Maestra Luciana–dijo uno de los gemelos.
–Señora, lo lamentamos–expresó el empleado.
–Gracias, gracias–repitió–por favor–mirando a los gemelos–¿me
llevan estas carpetas y esta bolsa hasta la escuela? Vuelvo a casa.
–Ella tiene porte–expresó Catcher.
–¿Qué quieres decir?
–Que es bonita, viste bien y la forma que tiene de caminar… Me
gusta.
–También me gusta–afirmó Pitcher–qué tal que le pidiera un beso y
me lo diera. Sería lo máximo–ambos rieron.
No hizo caso a las voces de las personas que gritaron ¡ladrón!, ¡cójanlo!,
ni a las de los policías que lo intimaron a rendirse. Sabía que si llegaba al
centro comercial estaba a salvo. Uno de los policías desenfundó su revolver y
comenzó a disparar al piso para amedrentarlo. El fugitivo corría. Los disparos
llamaron la atención de la gente que buscó refugio.
La noche anterior la maestra había planeado las actividades del
día siguiente. Quería acostarse, Jean aún no llegaba y era más tarde de las diez de la noche. A ella le molestó encontrar bajo la puerta un requerimiento del
banco. Hacia las once de la noche escuchó
que abrió la puerta.
–¿Qué haces despierta?–le preguntó.
–Esperándote.
–No tenías por qué hacerlo.
–Explícame esto–le entregó la nota del banco.
La leyó.
–Es un error.
–¿Un error de tres meses?
–Es un error–repitió.
–Muéstrame los recibos de pago.
–Te digo que es un error. Los comprobantes de pago los tengo en la
oficina. Mañana trabajo aquí. Cuando acabe voy al banco.
–Estaba intranquila.
–¿Por qué?
–A veces quisiera un horario flexible como el que tienes–fue la
extraña respuesta.
A la maestra Luciana le sorprendió que el coche no estuviera aparcado
frente a la casa donde por costumbre lo
dejaban. Recordó que Jean le había dicho que iba a trabajar en ella. Le pareció
raro verlo llegar corriendo y pálido. Al advertirla se detuvo y volvió la
mirada atrás.
–¿Por qué corres?–le preguntó.
–Entremos.
–¿El auto dónde está?
Los gemelos tenían doce años de edad y jugaban en el equipo de
beisbol que representaba a la escuela en
el torneo inter–escuelas del distrito. Uno jugaba de catcher y de pitcher el
otro. Así comenzaron a reconocerlos. En los encuentros, cuando Pitcher lanzaba
la bola, Catcher intuía la velocidad, la curva, la altura, el engaño y se
aprestaba en el home para recibirla. Confiaban en ganar de nuevo
el torneo como había sucedido con el anterior. Se divertían entre ellos cuando
avistaron a la maestra en la acera del frente.
–¿¡Es lo que te preocupa, un maldito vehículo!? ¡Vamos! ¡Entra!
–¿Por qué te molestas? ¿De qué corrías? Y no me hables fuerte.
–¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
Lo miró con asombro.
–Regresé porque necesito cambiarme la blusa, el carro no está, llegas
corriendo… Dime qué es lo que no sé y te asusta. Sé claro y no me evadas.
Se quedó mirándola en silencio.
–Perdona. Quería darte una sorpresa.
–Me la has dado y desagradable.
–No, no. Una distinta.
–Di lo que sea.
–No puedo ahora.
–¿Que no puedes?
–¡No preguntes!–le gritó levantando los puños.
Entró a la habitación, se cambió la blusa y salió. Escuchó el zunzún
propio del colibrí, lo buscó y lo vio.
–¡Padre mío!–exclamó–Ayúdame. Jean llega tarde, me insulta, no me
busca, me grita,... Me cansé.
Se sentían felices con los bates. Pitcher no aguantó las ganas y
bateó con fuerza la pequeña piedra que estaba en el andén. Se detuvo al
advertir cómo se hacía triza el panorámico trasero del automóvil que iba por la
vía. Se asustó. Lo que no entendió fue por qué lo aceleraron.
–¿Viste?
–Sí–repuso Cacher.
–¡Qué raro!
–Mira a la maestra–mencionó Cacher. Corrieron hacia ella.
–¡Perra suerte la mía!–exclamó furioso Jean–.¿Quién habrá tomado
el puto carro? En la casa de apuestas había perdido el último salario y el
dinero que ella le daba para amortizar la deuda. Poco después de que Luciana
saliera para el trabajo se vistió, fue a la estación de buses y esperó. Según
el tablero de anuncios, en tres minutos llegaría el autobús. Observó a las
personas que esperaban y se decidió por la cadena con un brillante que lucía una
joven. Miró el reloj. Faltaba un minuto para la llegada del vehículo, se lanzó
sobre el cuello de la joven y saltó a la vía. Fue cuando escuchó los gritos,
unos de pánico, otros llamándolo ladrón, el de los policías y los disparos.
“Mejor que me maten”–pensó.
Al terminar la escuela los gemelos convinieron caminar por el
parque a las afueras del barrio. Compraron refrescos y apostaron por ver quien
enviaba más lejos las latas vacías. Pitcher lanzó la suya y Catcher supo dar el
golpe de tal modo que la lata describió una curva y cayó más allá de los árboles
que limitaban con la vía. “Eso fue un jonron”–dijo– y se pusieron a reír.
–Qué buen batazo. Si el entrenador lo ve, te pone a batear más
seguido.
–Mientras estemos en el equipo seguiré jugando de catcher–respondió.
–Eres bueno Catcher.
–Tu también.
En el descanso de la mañana, la maestra llamó al lugar donde trabajaba
Jean. Supo que cuatro meses atrás lo habían declarado cesante. “¿Con quién
estoy?”–se preguntó–. Recordó la noche cuando él llegó con el cuello de la
camisa untado de carmín–“una broma en la oficina”, expresó– y la ocasión en que
al desvestirse notó que no llevaba la cadena que le había regalado– “me la robaron”–fue
la explicación– y cuando lo sorprendió
hurgando su bolso–“buscaba el corta uñas”, se disculpó– y…
Al terminar la jornada se
sirvió un café. Estaba intranquila, herida. Le molestó saberse engañada. “Es
claro que lleva otra vida: se rasura y se perfuma pero no para mí… Recordó al colibrí y lo que su padre le había
mencionado: “puedes ir en cualquier dirección, incluso volver atrás, pero
siempre es mejor hacia adelante”. Decidida, fue a la policía, dio cuenta de lo
sucedido y de los temores que la asaltaban.
–Pitcher, ¿este coche…?
–Si. Mira la parte de atrás.
Jean sabía quién podía darle información sobre el carro. Hizo una
llamada y le indicaron donde encontrarlo.
Los gemelos vieron que de una de las bancas se paró una persona,
aspiró el cigarrillo que fumaba, lo tiró al piso y encaró con insultos y golpes a los ocupantes
del coche. Aparecieron armas blancas, hubo heridas y renovados insultos. Al
momento llegó la policía. La investigación demostró las causas de la muerte de
Jean y un juez determinó los castigos consecuentes. El vehículo le fue devuelto a la maestra.
Un nuevo campeonato ganó la escuela.
–Valió la pena Pitcher.
–Fue lo máximo Catcher. Qué suave y dulce besa la maestra. Que
venga lo que venga…¡Lo máximo!
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