El 13 de mayo de 1981 Mehmet Ali Ağca le disparó dos veces a Juan Pablo II cuando recorría la plaza de San Pedro. El ticker tape de Morgan Stanley en New York, el mayor operador bursátil del mundo, paró un instante y dio paso a la noticia. Los traders levantaron la cabeza y volvieron inmediatamente a su labor porque el asesinato de un pontífice no mueve los mercados.
Emanuela Orlandi, nacida en el Vaticano, 15 años, grácil, con ojos verdes almendrados, le pidió a su hermano Pietro que la llevara a su clase de flauta. Emanuela era hija de un empleado del Vaticano, quien en su lecho de muerte exclamó “aquellos con quienes trabajé toda la vida, me traicionaron”. La familia Orlandi había servido a siete pontífices. Pietro por pura pereza no quiso acompañarla. La familia recibió a las cinco de la tarde una llamada de Emanuela diciendo que un hombre de la compañía Avon, quien conducía un BMW verde, le había indicado que podía vender los productos de la empresa. Ella aceptó hacerlo y porque iba a empezar ese día, llegaría algo tarde a casa. Que por favor le dijeran a su hermana Federica, con quien había quedado en encontrarse después de clase, que no iba a cumplir la cita.
Federica
llegó al apartamento a las diez y preguntó por ella. No ha llegado, le
contestaron. Pietro con algo de alarma y mucho remordimiento, cayó en la cuenta
de que ese no era el comportamiento esperado, las rejas del Vaticano se cierran
a medianoche. Se ofreció a ir en su búsqueda por Roma, usando su moto con la
esperanza de encontrarla. No lo hizo y pasaron los meses sin rastro de la
hermana.
Un año
después, un hombre con marcado acento americano, llamó diciendo que Emanuela
estaba viva y que le daban cuarenta días de plazo a la familia para conseguir
la liberación de Ağca, quien había sido condenado a cadena perpetua, si querían
que Emanuela apareciera. La noticia de una niña italiana secuestrada no es
noticia. La de una que debía intercambiarse con Ağca para vivir, sí. Para la
familia sin embargo el pedido del secuestrador era más grande que sus
posibilidades. Si es así —dijo la madre— Emanuela está muerta.
Luego de
cuarenta días hubo otra llamada que identificó al dueño del BMW, el día de los
hechos cerca de la plaza Navona en la iglesia de Santa Inés en Agonía, al lado
de la escuela de música donde tomaba clases Emanuela. Allí, dijo la voz, le
entregé la niña a un cura quien con ella entró a la iglesia y desapareció. Esa
llamada trastornó toda la investigación, por primera vez se vinculó al Vaticano
con el secuestro. Hubo dos hechos adicionales que ocurrieron simultáneamente a
la llamada. Juan Pablo, en una de sus alocuciones dominicales, se solidarizó
con la familia Orlandi, algo inesperado en un papa aunque había visitado a la
familia en su apartamento del Vaticano.
La
maledicencia popular encuentra en una institución de dos mil años todos los
males del mundo y todos los secretos posibles, fruto de mil conspiraciones
albergadas en medio kilómetro cuadrado.
Comenzó
la búsqueda del cura hasta conseguir levantar en la iglesia dos lápidas
antiguas debajo de las cuales nada se encontró. Habría que pensar que, a su
familia, la única a quien realmente le dolía su ausencia, sólo pudo trascender
estos hechos dramáticos, recordando la frase de Viktor Frankl: “la salvación
del hombre consiste en el amor y pasa por el amor”.
Y el
amor a Emanuela era su recuerdo.
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