Carlos Mira
¡Si Patricito dice que me muero, me muero! La exclamación de angustia de Felipe confirmaba su adoración por el capitán minero. Patricio no tenía más de veintidós años. Sin embargo, su innegable capacidad de llegar al corazón de los numerosos mineros de Don Santos, su padre, hacía de él un líder natural, con su figura no muy alta, fuerte, sin un gramo de grasa, ducho en las artes y dolores de sus peones muy poco educados, que veían en él su seguridad dentro del socavón y en su conocimiento, el único camino para conseguir obtener de las pepitas de oro, que poco a poco salían del molino californiano, los dineros necesarios para llevar el mercado a la casa.
El accidente que lo había postrado había
nacido de su ansiedad. Siempre se había ofrecido para colocar el número de
tacos más grande sobre la veta de oro, pero al hablar con su novia en la noche
anterior quedó con mucho desasosiego, ya que la mamá les dijo que no tenía cómo
hacer la fiesta de matrimonio que querían. Como buen minero, la convenció de
que podía dormir tranquila, que para él esa plata era maíz pilado. Se levantó
con la determinación de conseguir el dinero y calculó que sólo una carga de 65
tacos, le daría suficiente bonificación para permitirles la fiesta que habían
soñado. Al hacerlo desobedeció una orden perentoria de Patricio quien no estaba
en la mina, según la cual una carga de más de 40 tacos no la podía hacer una
sola persona y que quien la hacía debía conseguir su aprobación previamente. Lo
había exigido como una medida de extrema seguridad, luego de que un taco
explotado en la boca, había servido para el suicidio de otro minero que, en un
amanecer de desilusión, decidió no seguir viviendo sin el amor prometido.
La mina era muy rica en oro y la habían
trabajado ya unos años, con sólo una muerte ocurrida cuando el minero se
equivocó en la longitud de las mechas. El proceso de preparar la explosión era
sencillo, pero ciertamente terrorífico, y la exactitud en la longitud de las
mechas es la salvación. Los huecos para colocar los tacos deben perforarse
previamente, en forma tal que los primeros a explotar sean los más bajos y
profundos para que los siguientes suban por la veta cubriendo el ancho y alto
del socavón. De esta forma, el material tiene donde caer y es más fácil su
traslado a las furgonetas que lo llevan al molino. Las primeras a encender, con
el tabaco que fumaban y que siempre mascaban, son las inferiores y más largas,
y deben durar lo suficiente para permitir que el minero prenda una por una
todas las restantes, en un tiempo que Patricio estimaba de cuatro a cinco
minutos, permitiendo al minero la salida del socavón. Él siempre decía que no
había sido capaz de estar frente a más de diez mechas prendidas, porque el
tabaco podía apagarse, la mano que lo sostenía prendiendo las mechas temblaba a
veces, contagiada de la intensidad del momento y no siempre la ignición de la
mecha era inmediata, lo que hacía que en la estrechez del socavón cualquier
dificultad podría elevarse a una tragedia cierta. Y aunque Patricio se
consideraba valiente y como tal actuaba, el nivel de tensión era demasiado y a
pesar de que cada dos o tres días se avanzaba en la veta y él era el
responsable cada día con mayor experiencia, no era capaz de ver más de esos
tacos prendidos. Tomaban la cantidad de dinamita necesaria para profundizar la
explosión hacia donde creían que el depósito de oro era mayor. El taco tiene
unos 30 centímetros de largo y unos dos de diámetro. Lo cortaban con navaja y
le enterraban el fulminante a lo largo del pedazo que debería explotar. La
dinamita es dúctil, se deja penetrar y organizar. Lo grave es equivocarse con
el fulminante que tiene que ajustar la mecha y garantizar la explosión.
Felipito se distrajo, le decía a sus compañeras durante la espera, perdió la
cuenta de las mechas prendidas y comenzó a divagar con las que faltaban, que no
sabía si eran quince o veinte. Y sin saber qué hacer volvió los ojos a la
primera mecha y cayó en la cuenta de que no tenía escapatoria. Si acaso,
comenzar a correr, pero el matrimonio inminente, su promesa de que la fiesta
iba a ser como querían, lo llevó a cometer un error irrepetible, continuar
encendiendo los tacos que faltaban.
La
fama de Patricio se extendió por esa región de montañas altas, fríos muy
agudos, accidentes mineros y riquezas que se acababan entre mujeres y
aguardiente. Era un amante incansable y como todos los chismes del amor, sus
proezas lo colocaban también muy por encima del resto de los mortales y
despertaban la admiración de sus mineros que no tenían cómo disputar su
innegable liderazgo. Además, él no contaba sus historias, sus mujeres lo hacían
por él, más con insinuaciones que con hechos, en un tiempo cuando el cura
condenaba la lujuria desde el púlpito de oro de Santa Rosa, donado por don
Santos.
Domingo tras domingo el cura volvía a lo
mismo, tratando de equilibrar las fuerzas de Lucifer que parecía iban a
destruir el pueblo lleno de parejas sin casarse e innumerables hijos
ilegítimos. Algunas mujeres se sonrojaban, pero la atracción del amor les
impedía confesarse porque no tenían propósito de enmienda y sabían que a su
llamado acudirían, a veces en grupo, solas las más privilegiadas, cuando él
quisiera. Se había ausentado para solucionar problemas que el hermano mayor había
dejado pendientes en Gómez Plata. Le habían avisado por telégrafo del grave
accidente de Felipe y sin terminar de solucionarlos había decidido volver para
estar junto a él, pues tenía el presentimiento de que no era un buen
pronóstico.
Felipe era de los peones más cercanos a la
familia. Todos recordaban con especial afecto, su descripción de la llegada del
tren luego de que los ingenieros pudieron terminar el túnel de La Quiebra. Don
Santos les decía, vi el primer tren que cruzó el túnel, es un gusano grande que
hace chuchú y huele a pólvora. Cuando se vieron, Patricio no pudo ocultar la
pena. Mientras no haya hueso quebrado o tripa colgando la cosa no es grave,
decía siempre para retar a los quejosos. Los ojos de Felipe lo miraron con
devoción y con el brazo libre de vendajes, lo abrazó, le acercó su cara, y
lloró las lágrimas contenidas desde el momento en que prendió la última mecha,
casi simultáneamente con la explosión descomunal de 65 tacos de dinamita en un
socavón de dos metros y medio de ancho. Alcanzó a correr dos pasos, pero la
furia de los cuarzos despegados, destrozaron el cuerpo, parte de las piernas
quedaron sepultados por las piedras. Eso le dijeron los mineros que lo sacaron
con dificultad infinita de la veta, a la que entraron después de que no lo
vieron aparecer con la cara victoriosa de quien se ha enfrentado a la muerte.
¿Años después el hijo le preguntó, papá y que le dijiste? Pues que se moría
hijo, qué más…
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