Eduardo Toro
Inspirado en una historia del maestro Chucho Rico
Canela era una mujer
campesina, fresca y alegre como el aire de las cumbres andinas de nuestra
cordillera occidental; se educó con las monjas del pueblo y obtuvo licencia
para ejercer como maestra rural. Rosa, su hermana mayor, solterona
por vocación, dedicó su vida a la modistería y, a punta de pedal, logró
hacerse a una giba tan notoria, que todos en el pueblo la llamaban Rosa Joroba.
Canela, muy joven, unió su vida a la de un Juan Charrasqueado de vereda, con quien tuvo dos hijos. Su marido que, por supuesto, era borracho y arriesgado en el amor, un día de ferias en el pueblo, de regreso a casa resbaló en un pantano del cual fue levantado sin vida, revolcado en sus propias miserias.
Canela, con dos hijos, hembra y macho, y la fraternal
compañía de su hermana Rosa Joroba, se instalaron a vivir en una casa de
arquitectura campesina, generosa en anchura y dominada por un patio sembrado de
dalias y rosales; un frondoso carbonero marcaba el punto central del jardín y a
su lado aromaban dos nativos limoneros. Rosa Joroba se doblaba cada vez más
sobre la Singer y Canela acreditó una guardería para niños a los cuales
enseñaba todas las materias de la escuela primaria
Un día, en clase de manualidades y labores, Canela dispuso
que harían una muñeca de trapo. Manos a la obra, fue el coro de niños que se
escuchó en el corredor. Armados de tijeras y provistos de telas y retazos empezaron
a cortar, coser y rellenar hasta tener una “cosa” a la que había de ponérsele
una inocente expresión que fuera el toque de gracia de su creación. La
vistieron de Ñapanga, le pusieron trenzas de cabuya y un sombrerito de iraca; la
mirada sorprendida en sus ojos fueron botones negros y redondos; boca, cejas y nariz
formadas con puntadas de lana, dadas con la maestría de Canela y la asistencia creativa
de Rosa Joroba.
La hora de las manualidades se extendió y empezó en grande la
creación de muñecas con los aires y facciones de las diferentes comunidades,
también las vistieron con los trajes típicos de cada región. Los cabellos eran
de crin de caballo, cabuya, lana y a veces, para las más costosas y exclusivas,
utilizaban cabello natural que Canela cortaba a sus alumnas con la disculpa,
para sus respectivos padres, de que estaban cundidas de piojos.
La industria fue un éxito, tanto que ya no salían al mercado
del pueblo a vender muñecas, toda la producción se vendía en casa y hasta
atendían pedidos al por mayor. Rosa Joroba dejó de coser ajeno y dedicó todo su
tiempo a la confección de los vestidos típicos y a dirigir las ocho obreras
contratadas para atender la copiosa demanda de muñecas de trapo.
La nueva situación económica de Canela, dio para enviar a sus
hijos a estudiar bachillerato y una carrera universitaria en la gran ciudad.
Empezaron a pasar los años, que no pasan en vano, Rosa Joroba estaba cada vez
más agachada por el peso de su giba y el tiempo que no perdona; Canela se
cubrió de nieve y se le empezaron a borrar los recuerdos; de pronto tenía un
recuerdo lejano de sus hijos y algunos, muy pocos, de sus nietos Al muñequero había
llegado la soledad y el abandono, vestidos con los ropajes grisáceos del olvido.
Las muñecas habían perdido expresión y gracia, sus vestidos no eran alegres, sus
ojos no invitaban a la danza y por eso se quedaron solas y abandonadas en la estantería.
Los vecinos del muñequero advirtieron el alejamiento de las dos
mujeres, no las volvieron a ver, pero pensaron que habían viajado a la ciudad a
vivir al lado de sus hijos y nietos. Tampoco sus hijos pensaron en el tiempo
que había pasado, dejando soledad y silencio, en la historia de las dos mujeres
que se partieron el lomo, día y noche, fabricando muñecas de trapo para
garantizar su paso por la universidad.
Un día, sus hijos sintieron un relampagueo en los cerebros
vacíos de remordimientos, como un deseo de acercarse a Canela y Joroba, más por
compasión que por deber, se fueron a buscarlas y solo encontraron la casa
vacía, habitada por el abandono y el olvido, casi desmantelada por gente sin
escrúpulos, Indagaron a los vecinos con insistencia inútil, y la respuesta de
todos fue la misma: “ se fueron hace mucho tiempo, creíamos que estaban con
ustedes” Los hijos regresaron a la ciudad libres de obligaciones y satisfechos
por el deber cumplido.
Unos años después, la casa del muñequero fue expropiada por
el municipio en pago de los impuestos impagados y, tiempo después, fue rematada
en subasta pública y adquirida por un viejo profesor de filosofía.
La realidad del muñequero era triste y desoladora, sus
paredes estaban sostenidas solo por el recuerdo de haber sido cuna y origen de
muñecas que llevaron felicidad por muchas partes.
El nuevo dueño del muñequero contrató el desmantelamiento de
la casa, con la recomendación de que salvaran, por lo menos, las tejas de
barro. Un obrero, revisando en el sótano cimientos y bases, subió por una
escalera improvisada, en la mitad del sótano encontró un arrume de muñecas de
trapo de rostro inexpresivo y cuerpos destruidos por la humedad y el tiempo.
Informado el profesor de tal hallazgo, ordenó que se sacaran al solar y se
quemaran en una hoguera.
El obrero que atendía la orden de incinerar lo que quedaba
del muñequero encontró, en la base del arrume de muñecas, dos muñecas con pelo
blanco muy largo, uñas también exageradamente largas; una cargaba enorme giba, no
parecían cuerpos de muñecas rellenos de aserrín. Son muñecas momificadas -concluyó
el obrero- y cumplió las ordenes aventando también las muñecas momificadas
sobre la hoguera en que se consumían las muñecas de trapo.
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